Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—Caballero inmundo...
Un pedrusco golpeó a Sturm en el hombro. El caballero vaciló, a pesar de que la piedra no le había hecho mucho daño debido a la protección de la cota de mallas. Tanis, al ver su pálida expresión y su tembloroso bigote, comprendió que el dolor era mucho mayor que el que pueda infligir un arma.
A medida que los compañeros avanzaban por las calles escoltados por los soldados, el gentío era cada vez mayor, pues ya se había corrido la voz de su llegada. Sturm caminaba dignamente, con la cabeza bien alta, haciendo caso omiso de burlas e insultos. A pesar de que, de tanto en tanto, los soldados intentaran apartar a la muchedumbre, lo hacían con tan poca convicción, que la gente lo notaba. Siguieron arrojando piedras y cosas aún más humillantes. Al poco rato todos ellos tenían heridas, sangraban, y estaban cubiertos de despojos.
Tanis sabía qué Sturm no arremetería vengativo, no contra esa gentuza, pero el semielfo se vio obligado a sujetar firmemente a Flint. Incluso manteniéndolo agarrado, no podía dejar de temer que el irritado enano se abalanzara sobre el populacho y comenzara a partir cabezas. Su preocupación por Flint era tal, que se olvidó de Tasslehoff.
Los kenders, además de ser bastante «despreocupados» en relación a las propiedades ajenas, poseen otra curiosa característica conocida con el nombre de «provocación». Todos los kenders poseen ese talento en mayor o menor medida. Así es como esa diminuta raza se las arregla para sobrevivir y prosperar en un mundo lleno de guerreros y caballeros, trolls y goblins. La provocación es la habilidad para insultar al enemigo y llevarle a un estado de rabia tal que pierda la cabeza y comience a luchar salvaje y equivocadamente. Tas era un maestro en este arte, a pesar de que, viajando con sus amigos guerreros, raras veces necesitara utilizarlo. Pero en esta ocasión, el kender decidió sacarle partido.
Comenzó a insultar a la gente.
Cuando Tanis se dio cuenta de lo que pasaba, ya era demasiado tarde. Intentó acallarlo en vano. Tas caminaba entre los primeros, en cambio el semielfo era uno de los últimos, y no había forma de silenciar al kender.
Tas pensaba que a insultos tales como «caballero inmundo», o «escoria elfa» les faltaba imaginación, y decidió enseñar a esa gentuza toda la extensa gama de variedades que ofrecía el idioma común. Los insultos de Tasslehoff eran una obra maestra de ingenuidad y creatividad. Lamentablemente, tendían a ser extremadamente personales y a menudobastante crudos, además de ser pronunciados siempre con un aire de encantadora inocencia.
—¿Es ésa tu nariz o un virus? ¿Tienes domesticadas a todas esas pulgas que recorren tu cuerpo? ¿Tu madre era una enana gully? —fueron sólo el principio. Después, la cosa empeoró.
Los soldados, al ver que la muchedumbre se enojaba cada vez más, comenzaron a alarmarse, y el condestable dio la orden de que todos aligeraran la marcha. Lo que él había previsto como una victoriosa procesión, como una exhibición de trofeos, parecía estar trocándose en un tumulto a gran escala.
—¡Que alguien haga callar a ese kender! —gritó furioso el condestable.
Tanis intentó desesperadamente llegar donde estaba Tasslehoff, pero los forcejeantes soldados y la agitada multitud lo hacían del todo imposible. Gilthanas fue derribado; Sturm se inclinó sobre él intentando protegerlo. Cuando Tanis se hallaba ya cerca de Tasslehoff, alguien le lanzó un tomate a la cara, cegándolo momentáneamente.
—Eh, condestable, ¿sabes lo qué podrías hacer con ese silbato? Podrías...
Tasslehoff nunca pudo decirle al condestable lo que podía hacer con el silbato, porque en ese instante una inmensa mano tiró de él, sacándolo de en medio de la reyerta. Otra mano le tapó la boca, mientras dos manos más le sujetaban los pies para que no patalease. Le echaron un saco sobre la cabeza y todo lo que Tas vio u olió a partir de entonces, fue harpillera.
Mientras Tanis seguía limpiándose el tomate de los ojos, oyó un sonido de pisadas, gritos y chillidos. La muchedumbre pitaba y se mofaba de ellos, pero un momento después comenzaron a correr, dispersándose. Cuando pudo ver de nuevo, el semielfo miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que todos estaban bien. Sturm estaba ayudando a Gilthanas a levantarse del suelo, enjugándole la sangre que brotaba de una herida que el elfo tenía en la frente. Flint, maldiciendo fluidamente, se limpiaba la barba impregnada de deshechos.
—¿Dónde está ese maldito kender? —gruñó el enano—. ¡Le voy a... —interrumpió la frase mirando a su alrededor.
—¡Silencio! —ordenó Tanis al pensar que Tas había logrado escapar.
El rostro del enano estaba cada vez más encendido.
—¡Ese pequeño bastardo! ¡Fue él el que nos metió en esto, y ahora desaparece...!
—¡Shhhh! —dijo Tanis mirando fijamente al enano.
Flint carraspeó y guardó silencio.
El condestable siguió empujando a sus prisioneros hacia la Sala de Justicia. Cuando ya se hallaban a salvo en el interior del feo edificio de ladrillos, reparó en que uno de ellos había desaparecido.
—¿Señor, queréis que lo busquemos? —le preguntó uno de los soldados.
El condestable reflexionó unos segundos y luego sacudió la cabeza irritado.
—No perdamos el tiempo. ¿Sabes lo que es intentar encontrar a un kender que no quiere ser hallado? No, dejadlo ir, tenemos a los más importantes. Vigiladlos mientras yo Informo al Consejo.
El condestable desapareció tras una puerta de madera, dejando a los compañeros y a los soldados en un oscuro y maloliente corredor. Tendido en una esquina yacía un calderero que roncaba ruidosamente; obviamente había tomado mucho vino. Los soldados, ceñudos, se sacaban pedazos de calabaza de los uniformes, despojándose, además, de los trozos de zanahoria y otras hortalizas que tenían adheridos. Gilthanas se quitaba la sangre que descendía por su rostro, mientras Sturm intentaba limpiar lo mejor posible su capa.
El condestable regresó, haciéndoles una señal desde la puerta.
—Traedlos.
Mientras los soldados empujaban a sus prisioneros, Tanis se las arregló para acercarse a Sturm.
—¿Quién está al mando de la ciudad? —le susurró.
—Tendremos mucha suerte si el Señor de Tarsis está aún al mando de ella. Los Señores de Tarsis siempre han tenido fama de ser nobles y generosos. Además, ¿de qué pueden culparnos? No hemos hecho nada. Lo peor que puede sucedernos es que nos hagan abandonar la ciudad acompañados de una escolta armada.
Tanis sacudió la cabeza pensativo mientras entraban en la sala del Consejo. Le llevó unos segundos acostumbrarse a la penumbra de la sórdida sala que olía aún peor que el corredor. Los seis miembros del Consejo, tres a cada lado de su señor, estaban sentados en unos bancos colocados sobre una elevada tarima. El señor se había aposentado sobre una alta silla que se hallaba en el centro. Cuando entraron, aquél elevó la mirada. Sus cejas se arquearon ligeramente al ver a Sturm, y a Tanis le pareció que los rasgos de su rostro se suavizaban. El señor incluso hizo un leve gesto de amable bienvenida al caballero. Tanis se sintió más animado. Los compañeros caminaron hasta detenerse frente a los bancos. No había sillas. Los que tenían que suplicar algo al Consejo o los prisioneros debían soportar sus juicios de pie.
—¿De qué se acusa a estos hombres? —preguntó el señor.
El condestable lanzó a los compañeros una perniciosa tirada.
—De incitar un tumulto, mi señor.
—¡Un tumulto! —explotó Flint—. ¡Nosotros no hemos hecho nada para provocar un tumulto! Fue ese charlatán del...
Un personaje ataviado con una larga túnica surgió de entre las sombras y se acercó al señor para susurrarle algo al oído. Ninguno de los compañeros lo había visto entrar, pero ahora sí le veían.
Flint tosió y guardó silencio, lanzándole a Tanis una significativa y preocupada mirada tras sus blancas y espesas cejas. Tanis suspiró abrumado. Gilthanas, con expresión marcada por el odio, se limpió la sangre de la herida con mano temblorosa. Sturm fue el único que se mantuvo aparentemente calmo e impasible al ver el rostro medio humano, medio de reptil del draconiano...
Los compañeros que habían permanecido en la posada estuvieron reunidos en la habitación de Elistan durante casi una hora desde de que los otros fueran arrestados por los soldados. Caramon seguía de guardia junto a la puerta con la espada desenvainada. Riverwind vigilaba la ventana. Todos oyeron los gritos proferidos por la alborotada muchedumbre, y se miraron los unos a los otros con expresiones de tensión y fatiga. Un rato después el estruendo se calmó. Nadie les dijo nada. En la posada reinaba un silencio mortecino.
La mañana transcurrió sin incidente alguno. El pálido y frío sol fue ascendiendo en el cielo, aunque sin conseguir caldear aquel día invernal. Caramon envainó su espada y bostezó. Tika arrastró una silla hacia donde él estaba para sentarse a su lado. Riverwind se situó al lado de Goldmoon, quien charlaba en voz baja con Elistan, haciendo planes para los refugiados.
La única que permaneció junto a la ventana fue Laurana. Aunque no había gran cosa que mirar, ya que los soldados, aparentemente, se habían cansado de desfilar arriba y abajo de la calle y se habían resguardado en los portales de los edificios para protegerse del frío. Tras ella escuchó las risas de Tika y Caramon, y se volvió para observarlos. Caramon, aunque hablaba demasiado bajo para ser oído, parecía estar describiendo una batalla. Tika lo escuchaba atentamente, con los ojos relucientes de admiración.
En el viaje que habían hecho al sur en busca del Mazo de Kharas, la joven camarera había recibido muchas lecciones de lucha y, aunque nunca conseguiría ser verdaderamente diestra con la espada, había desarrollado inmensamente el arte de derrotar a su enemigo a golpes. Ahora, precisamente, vestía su cota de mallas. El sol iluminaba el metal y centelleaba en su roja cabellera. La expresión de Caramon al charlar con ella era relajada y animada. No se acariciaban —no ante la dorada mirada del gemelo de Caramon—, pero estaban muy juntos.
Laurana suspiró y se volvió, sintiéndose muy sola y —al pensar en las palabras de Raistlin—, muy asustada.
Un segundo después oyó tras ella el eco de su suspiro. Pero aquél no era un suspiro de pena, era un suspiro de enojo. Al volverse ligeramente vio a Raistlin, que había cerrado el libro de encantamientos que leía, y se había acercado a la ventana para aprovechar la poca luz que por ella entraba. Debía estudiarlo a diario. El sino de los magos es tal que para memorizar los encantamientos deben repetirlos una y otra vez, pues las palabras mágicas titilan y mueren como chispas de fuego. Cada sortilegio formulado mina la fuerza del mago, debilitándolo físicamente hasta tal punto, que finalmente queda exhausto y no puede utilizar su magia hasta haber reposado.
La fuerza y el poder de Raistlin habían aumentado desde que los compañeros se encontraran en Solace. Había realizado varios encantamientos nuevos que le enseñó Fizban, el excéntrico viejo mago que había muerto en Pax Tharkas. A medida que su poder aumentaba, también crecían los recelos de sus compañeros. Nadie tenía un motivo justificado para desconfiar de él, antes bien, su magia les había salvado varias veces la vida—, pero había en él algo inquietante, secreto, silencioso, rígido, y solitario que asustaba.
Acariciando ausentemente la funda azul marino del extraño libro de encantamientos que había conseguido en Pax Tharkas, Raistlin observó la calle. Sus ojos dorados en forma de relojes de arena, centelleaban fríamente.
A pesar de que a Laurana le disgustaba hablar con el mago, ¡tenía que saber! ¿Qué significaba... una larga despedida?
—¿Qué ves cuando miras a lo lejos, como ahora? —le preguntó suavemente, sentándose a su lado, sintiéndose invadida por una súbita debilidad fruto del temor.
—¿Qué veo? —repitió él en voz baja. Había mucha tristeza y dolor en su voz, no la amargura que la caracterizaba—. Veo como el tiempo afecta a las cosas. La carne humana se marchita y muere ante mis ojos. Las flores se abren sólo para morir. Los árboles se desprenden de hojas que nunca volverán a recuperar. En lo que yo veo siempre es invierno, siempre es de noche.
—¿ Y... esto es lo que te enseñaron en las Torres de la Alta Hechicería? ¿Por qué? ¿Con qué fin?
Raistlin sonrió con su extraña sonrisa torva.
—Para recordarme mi propia mortalidad. Para enseñarme compasión —su voz bajó de tono—. Cuando era joven era orgulloso y arrogante. Era el más joven en pasar la Prueba, ¡iba a demostrárselo a todos! y sí, se lo demostré. Destrozaron mi cuerpo y devoraron mi mente hasta que al final fui capaz de... —se detuvo bruscamente, dirigiendo la mirada a Caramon.
—¿De qué? —preguntó Laurana, temiendo saberlo, pero fascinada.
—De nada —susurró Raistlin, bajando la mirada—. Tengo prohibido hablar de ello.
Laurana vio que al mago le temblaban las manos y resbalaban por su frente gotas de sudor, la respiración se le hacía más pesada y comenzaba a toser. Sintiéndose culpable por haberle causado tal angustia, la elfa enrojeció y movió la cabeza, mordiéndose el labio.
—Siento haberte causado dolor. No pretendía hacerlo —confundida, bajó la mirada cubriéndose el rostro con las manos, un antiguo hábito de su niñez.
Raistlin se inclinó hacia adelante casi inconscientemente, alargando una mano temblorosa para tocar el maravilloso cabello de la elfa, que parecía poseer vida propia por lo vibrátil y exuberante que era. Pero al ver ante sus ojos su propia carne agonizante, retiró rápidamente la mano y volvió a hundirse en la silla con una amarga sonrisa en los labios. Pues lo que Laurana no sabía, no podía saberlo, era que al mirarla a ella, Raistlin veía la única belleza que podría ver en su vida. Joven, incluso para los elfos, la muchacha no había sido rozada aún por la muerte o la decadencia, ni siquiera para la maldita visión del mago.
Laurana no se percató de lo que había sucedido. Sólo notó que el mago se movía ligeramente. Estuvo a punto de levantarse a irse, pero se sentía próxima a él y, además, aún no había respondido a su pregunta.
—Lo que quería decir es si puedes ver el futuro. Tanis me dijo que tu madre era...¿cómo lo llaman... adivina? Sé que Tanis acude a ti en busca de consejo...
Raistlin contempló a Laurana cavilosamente.
—Tanis viene a mí en busca de consejo, no porque pueda predecir el futuro. No puedo hacerlo, no soy un visionario. Viene a mí porque soy capaz de razonar, algo que la mayoría de esos necios parece incapaz de hacer.