Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
El mago respiró con mayor facilidad. Palpó a tientas el cuerpo de su hermano, buscando el cuello para comprobar el pulso. Era firme, el cuerpo de Caramon estaba templado y su respiración era regular. Raistlin volvió a tenderse en el suelo aliviado. Por lo menos, donde quiera que estuviese, no estaba solo.
¿Dónde se encontraba? Raistlin reconstruyó los últimos y terroríficos momentos. Recordaba que la viga se había partido y que Tanis había conseguido apartar a Laurana, evitando que el inmenso madero le cayera encima. Recordaba haber formulado un encantamiento con las pocas fuerzas que le quedaban. La magia recorrió su cuerpo, creando alrededor suyo —y de aquellos que se hallaban cerca de él—, una fuerza capaz de protegerlos de los objetos físicos. Recordó que Caramon se había acurrucado sobre él, y que el edificio había comenzado a derrumbarse a su alrededor, y una sensación de caída...
Caer...
Raistlin comprendió. Debemos haber atravesado el suelo y caído en la bodega de la posada. El mago se dio cuenta de que estaba empapado. Poniéndose en pie, comenzó a caminar a tientas hasta que finalmente encontró lo que buscaba —su bastón de mago—. El cristal no se había roto; lo único que podía dañar al bastón, que le había entregado ParSalían en las torres de la Alta Hechicería, eran las llamas lanzadas por los dragones.
—Shirak
—susurró Raistlin y el bastón se iluminó. Incorporándose, miró a su alrededor. Sí, estaba en lo cierto. Estaban en la bodega de la posada. El suelo estaba cubierto de vino y de botellas rotas. Los barriles de cerveza estaban partidos en pedazos.
El mago iluminó el suelo con la luz. Ahí estaban Tanis, Riverwind, Goldmoon y Tika, todos ellos acurrucados cerca de Caramon.
«Parece que están bien» pensó, echándoles un rápido vistazo.
Estaban rodeados de piedras y escombros. La viga había caído oblicuamente y tan sólo uno de los extremos reposaba sobre el suelo. Raistlin sonrió. Un buen trabajo, ese encantamiento. Una vez más le debían la vida.
«Si no perecemos a causa del frío», se recordó a sí mismo amargamente.
El cuerpo le temblaba tanto que apenas podía sostener su Bastón de Mago. Comenzó a toser. Aquello sería su muerte. Tenían que salir de allí.
—Tanis —llamó, acercándose al semielfo para despertarlo.
Tanis estaba tendido en el mismísimo centro del círculo protector de la magia de Raistlin. Farfulló algo y se movió. Raistlin le tocó de nuevo. El semielfo profirió un grito, cubriéndose instintivamente la cabeza con los brazos.
—Tanis, estás a salvo —susurró Raistlin entre toses —. Despierta.
—¿Qué? —Tanis se incorporó de golpe, quedándose sentado y mirando a su alrededor—. ¿Dónde...? —entonces recordó—. ¿Laurana?
—Se ha ido —Raistlin se encogió de hombros—. La libraste a tiempo del peligro...
—Sí... —murmuró Tanis, tendiéndose en el suelo de nuevo y te oí pronunciar unas palabras mágicas...
—Por eso no hemos muerto aplastados —Raistlin se recogió los faldones de la empapada túnica temblando, y se acercó más a Tanis, que miraba a su alrededor como si se hallase en otro planeta.
—¿En nombre de los Abismos, dónde...?
—Estamos en la bodega de la posada. El suelo cedió y caímos aquí.
Tanis alzó la mirada.
—¡Por todos los dioses! —murmuró horrorizado.
—Sí —dijo Raistlin siguiendo la mirada de Tanis —. Estamos enterrados en vida.
Poco a poco todos los compañeros fueron volviendo en sí, dándose cuenta de su situación. Esta no parecía muy esperanzadora. Goldmoon curó sus heridas, que no eran graves gracias al hechizo de Raistlin. Pero no tenían ni idea de cuánto tiempo habían estado inconscientes o de lo que estaría sucediendo en el exterior. Peor aún, no sabían cómo conseguirían salir de allí.
Caramon intentó cautelosamente mover algunas de las rocas que taponaban el techo, pero la estructura comenzó a crujir y a chirriar. Raistlin le recordó secamente a su hermano que no disponía de más energía para formular hechizos, y Tanis le dijo cansinamente al guerrero que lo olvidara. Se quedaron sentados mientras el nivel de agua del suelo continuaba subiendo.
Tal como Riverwind dijo, parecía ser cuestión de ver qué acababa con ellos primero: la falta de aire, la congelación hasta la muerte, que las ruinas cayeran sobre ellos, aplastándolos, o que el agua llegara a ahogarlos.
—Podríamos gritar pidiendo ayuda —sugirió Tika intentando hablar con firmeza.
—¿Y que nos rescaten los draconianos? —respondió bruscamente Raistlin.
Tika enrojeció y se frotó rápidamente los ojos con la mano. Caramon le lanzó una mirada de reproche a su hermano y rodeó a la muchacha con el brazo atrayéndola hacia sí. Raistlin los miró a ambos con desprecio.
—No se oye ningún ruido ahí arriba —dijo Tanis asombrado—. Creéis que los dragones y los ejércitos... —se detuvo, encontrándose con la mirada de Caramon; ambos asintieron lentamente al comprender.
—¿Qué? —preguntó Goldmoon mirándolos.
—Estamos tras las líneas enemigas —explicó Caramon—. Los ejércitos de draconianos ocupan la ciudad. Y probablemente todas las tierras en millas y millas a la redonda. No hay forma de escapar, y ningún sitio al que dirigirnos si conseguimos salir de aquí.
Los compañeros comenzaron a escuchar unos sonidos que parecían querer enfatizar las palabras del guerrero. Al aguzar el oído escucharon la forma gutural de hablar de los draconianos que habían llegado a conocer tan bien.
—Os digo que esto es una pérdida de tiempo —se quejó otra voz, que parecía la de un globin, en el idioma común—. No puede haber nadie vivo entre estas ruinas.
—Cuéntale eso al Señor del Dragón, miserable comedor de perros —le reprendió el draconiano—. Estoy convencido que su señoría estará interesado en tu opinión. O, más bien su dragón será el que esté encantado. Ya conocéis las órdenes. Ahora, cavad.
Se oyeron arañazos y ruidos, el sonido de las piedras al ser apartadas. A través de las grietas comenzaron a caer riachuelos de polvo y suciedad. La enorme viga tembló ligeramente pero se sostuvo.
Los compañeros se miraron unos a otros, casi conteniendo la respiración, recordando todos ellos los extraños draconianos que habían atacado la posada. «Alguien nos está acechando», había dicho Raistlin.
—¿Qué es lo que buscamos entre estos cascajos? —croó un goblin en su idioma—. ¿Plata, joyas?
Tanis y Caramon, que hablaban un poco el idioma goblin, se esforzaban por escuchar lo que decían.
—¡Qué va! —dijo el primer goblin, el que había protestado por las órdenes—. Unos espías o algo así a los que quiere interrogar personalmente el Señor del Dragón.
—¿Aquí debajo?
—¡Eso es lo que
he
dicho —le espetó su compañero. El hombre-reptil dijo que los tenían apresados en la posada cuando el dragón atacó. Dijo que ninguno de ellos escapó, por tanto el Señor del Dragón imagina que deben seguir aquí. Si me lo preguntas a mí, creo que los dracos se equivocaron y
nosotros
tenemos que pagar sus faltas.
Los ruidos de gente cavando y el movimiento de rocas aumentaron, así como el sonido de las voces de los goblins, silenciadas de vez en cuando por una dura orden en la voz gutural de los draconianos.
«¡Debe haber, como mínimo, cincuenta de ellos allá arriba!», pensó Tanis aturdido.
Riverwind sacó su espada del agua y comenzó a secarla cuidadosamente. Caramon, con expresión sombría, soltó a Tika y buscó la suya. Tanis no tenía armas, por lo que Riverwind le pasó su daga. Tika también desenvainó la suya, pero Tanis negó con la cabeza. Iban a luchar prácticamente cuerpo a cuerpo y Tika necesitaba mucho espacio para manejar el arma. El semielfo miró a Raistlin interrogativamente.
El mago comprendió.
—Lo intentaré, Tanis, pero estoy muy fatigado. Muy fatigado. Y no puedo pensar, no puedo concentrarme —bajó la cabeza, temblando violentamente y haciendo inmensos esfuerzos por no toser.
«Un solo encantamiento acabaría con él si consiguiera formularlo. No obstante puede que tenga más suerte que el resto de nosotros. Por lo menos no lo apresarán vivo», pensó Tanis.
Los ruidos provenientes del exterior sonaban cada vez más altos. Los goblins eran trabajadores fuertes e incansables. Querían acabar rápido con la tarea, para poder continuar saqueando Tarsis. Los compañeros aguardaban en siniestro silencio. Comenzaron a caer sobre ellos cascajos, pedazos de roca y agua de lluvia, que se filtraban entre las, cada vez, más numerosas grietas. Apretaron las empuñaduras de sus armas. Podían ser descubiertos en cuestión de minutos.
Pero, de pronto, percibieron nuevos sonidos. Oyeron a los goblins chillar aterrorizados y a los draconianos gritándoles, ordenándoles que volvieran al trabajo. Escucharon los ruidos de los picos y las palas cayendo sobre las rocas, y luego las maldiciones de los draconianos intentando detener lo que aparentemente parecía una auténtica revuelta goblin a gran escala.
Y sobre el alboroto de los atemorizados goblins, sonó una elevada, clara y aguda llamada, contestada por otra más distante. Era como el grito de un águila cerniéndose sobre las praderas al anochecer. Pero en esta ocasión sonaba justo sobre sus cabezas.
Se oyó un alarido; esta vez de un draconiano. Después el sonido de algo desgarrándose, como si el cuerpo de la criatura estuviese siendo partido en dos. Más gritos, el repiqueteo del acero, otra llamada y otra respuesta, ésta última mucho más cercana.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Caramon con los ojos abiertos de par en par—. No es un dragón. Suena como... ¡como una gigantesca ave de presa!
—¡Sea lo que sea, está destrozando en pedazos a los draconianos! —exclamó Goldmoon horrorizada. Súbitamente dejaron de oírse toda clase de ruidos, originándose un silencio angustioso. ¿Qué nuevo mal venía a sustituir al antiguo?
Después se oyó como rocas y piedras, cascajos y maderas eran levantados y arrojados a la calle. ¡Quien quiera que estuviese arriba estaba intentando llegar a ellos!
—Ha devorado a todos los draconianos —susurró Caramon ásperamente ¡y ahora viene por nosotros!
Tika palideció como un muerto, agarrándose al brazo de Caramon. Goldmoon dio un leve respingo e incluso Riverwind pareció perder su habitual compostura estoica, mirando hacia arriba con inquietud.
—Caramon —murmuró Raistlin temblando—. ¡Cállate!
Tanis se sintió inclinado a coincidir con el mago.
—Nos estamos asustando unos a otros por na... —comenzó a decir.
De pronto se oyó un estrepitoso sonido. Comenzaron a caer piedras, escombros y maderas a su alrededor. Todos corrieron a protegerse mientras una inmensa pata con garras atravesó las ruinas, reluciendo a la luz del bastón de Raistlin.
Buscando inútilmente refugio bajo las vigas rotas o bajo los barriles de cerveza, los compañeros contemplaron sobrecogidos cómo la gigantesca garra se libraba de los cascajos y se retiraba, dejando tras ella un amplio agujero.
Todo estaba en silencio. Durante unos minutos ninguno de los compañeros osó moverse. Pero nada rompía aquel silencio.
—Ésta es nuestra oportunidad —susurró Tanis —. Caramon, echa un vistazo a ver que hay ahí arriba.
Pero el inmenso guerrero ya había comenzado a salir de su escondite, avanzando como podía por el suelo cubierto de cascotes y pedruscos. Riverwind lo siguió con la espada desenvainada.
—No hay nadie —dijo Caramon asombrado al mirar arriba.
Tanis, sintiéndose desnudo sin su espada, se acercó al boquete abierto en el techo y alzó la mirada. En ese preciso instante, ante su sorpresa, una oscura figura apareció ante ellos, perfilándose contra el ardiente cielo. Tras la figura se alzaba una inmensa bestia. Entrevieron la cabeza de una gigantesca águila cuyos ojos relucían a la luz de las llamas y cuyo pico curvo brillaba rojizo por el fuego.
Los compañeros retrocedieron, pero el personaje, obviamente, ya los había visto. Dio un paso adelante. Riverwind recordó, demasiado tarde, su arco. Caramon sujetó a Tika firmemente con una mano, mientras sostenía su espada con la otra.
El personaje, no obstante, se arrodilló lentamente cerca del borde del agujero, procurando no pisar las piedras flojas, y se sacó la capucha que cubría su cabeza.
—Nos encontramos de nuevo, Tanis Semielfo —dijo una voz tan pura, fría y distante como las estrellas.
Escapada de Tarsis.
La historia de los Orbes de los Dragones.
Los dragones batían sus alas coriáceas sobre la consumida ciudad de Tarsis, mientras los ejércitos de draconianos invadían sus calles para tomar posesión de ella. El trabajo de los dragones había concluido. El Señor del Dragón pronto los llamaría de vuelta, manteniéndolos alerta para el próximo ataque. Pero de momento podían relajarse, elevarse sobre las calientes corrientes de aire que ascendían de la ardiente ciudad y disparar a los pocos humanos suficientemente locos para abandonar sus escondites. Los dragones rojos fluctuaban en el cielo, manteniendo el vuelo de formación, planeando y zambulléndose en una rotante danza de muerte.
En esos momentos no existía en Krynn poder alguno capaz de detenerlos. Ellos lo sabían, y se complacían en su victoria. Pero, de vez en cuando, sucedía algo que interrumpía su danza. Por ejemplo, uno de los jefes de vuelo, un joven dragón macho, recibió noticia de una lucha entablada cerca de las ruinas de una posada. Dirigió su vuelo hacia ese lugar, murmurando para sí sobre la ineficacia de los comandantes de tropa. No obstante, ¿qué se podía esperar cuando el Señor del Dragón era un goblin engreído sin suficiente coraje para contemplar la toma de una débil ciudad como Tarsis?
El macho rojo suspiró, recordando aquellos días de gloria en que Verminaard los había conducido personalmente, montado sobre el lomo de Pyros. ¡Él sí que había sido un Señor! El dragón sacudió la cabeza con melancolía, ahí estaba la revuelta. Podía divisar a los contendientes con claridad. Ordenando a su escuadrilla que mantuviese el vuelo, se lanzó hacia abajo para examinarlos mejor.
—¡Detente! ¡Te lo ordeno!
Atónito, el dragón rojo se detuvo y alzó la mirada. La voz era firme y clara, y venía de uno de los Señores del Dragón. ¡Pero, desde luego, no se trataba de Toede! Este Gran Señor, a pesar de llevar una pesada capa y de ir ataviado con la reluciente máscara y la armadura de escamas de dragón de los Grandes Señores, era humano —a juzgar por la voz era imposible que fuera un goblin—. ¿Pero de dónde había salido? ¿Y por qué? Además, para su sorpresa, el dragón rojo vio que el Señor del Dragón montaba un inmenso dragón azul y mandaba varios escuadrones de azules.