La Trascendencia Dorada (27 page)

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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: La Trascendencia Dorada
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10 - Nada

Atkins estaba solo en uno de los anchos corredores del carrusel, a pocos kilómetros del puente. La luz era tenue.

La cubierta curva era un ajedrez interminable de cajas mentales negras, silenciosa como un mausoleo, vacía de toda mente. Los mamparos de ambos lados estaban cubiertos por un tapiz de cables de cristal y hojas inmóviles de vidrio morado, un tipo de tecnología o rama de la ciencia que Atkins no reconocía. El carrusel por donde pasaba el corredor estaba en reposo, y la gravedad solar imponía el «abajo» local, que no estaba en estricto ángulo recto con la cubierta que tenía bajo los pies. Como la cubierta se curvaba, Atkins parecía estar en la ladera de una alta colina, una colina cóncava cuya cuesta se hacía más empinada a medida que uno ascendía. Encima de él, el corredor se elevaba, tornándose vertical, luego se curvaba más hasta ser techo, con muebles y formaciones invertidas que colgaban cabeza abajo. A lo lejos, muy abajo, en el pie de la cuesta, la cubierta era pareja, y se veía el chispeo y centelleo de una frenética actividad, enjambres de nanomáquinas plateadas y rutilantes microbots que iban de un mamparo al otro, con el aspecto de un arroyo murmurante. Más allá del arroyo, la curva del corredor se elevaba de nuevo, como la ladera opuesta de un valle, angostándose a la distancia, hasta quedar oculta a la vista por la curva de la parte superior.

Como le recordaba el desierto, como la nave era una inmensidad vacía, Atkins se sentía solo.

Desenvainó su daga y le habló a la mente que albergaba:

—Estima la viabilidad de capturar esta nave. ¿Cuáles son sus defensas contra un motín orquestado?

—¡A la orden! —respondió la daga—. ¿Captura por quién, con qué armas, cuándo?

—Por mí. De inmediato. Antes de que el lunático propietario lleve esta nave a manos del enemigo y se la entregue.

—¡A la orden! Los puertos mentales están abiertos. Nosotros, o cualquier otro, podemos insertar cualquier rutina o información mental que queramos sin temor a interposiciones. La duración del operativo dependerá del volumen de información. Sin embargo, los controles del sistema están físicamente aislados de la mente de la nave, y cada conexión (se trata de unos cuatro billones de circuitos) tendría que restablecerse para afectar a la operación de los controles de ambiente, configuración, máquinas y navegación. Se requeriría más tiempo para reconectar los impulsores secundarios, los impulsores terciarios, las armas de plasma, las jerarquías de comunicaciones, los monitores de sistema internos, las antenas de detección, la distribución dinámica del peso, los controles de equilibrio, etcétera. El tiempo necesario es mucho más grande que la perspectiva de vida útil de la nave, pues cada conexión tendría que hacerse manualmente mientras los sistemas de la nave intentan desmantelarla, y algunas conexiones principales están protegidas por un blindaje de admantio, lo cual requeriría el personal y el equipo del supercolisionador ecuatorial joviano, así como el personal y la colaboración de Gannis, para desmantelamiento y reparación. Mariscal, el proyecto no es viable.

—Haz sugerencias alternativas.

—A la orden. Sugerencia número uno: minar las células de combustible de antimateria para destruir todas las cubiertas y recintos internos. Enfrentarse al piloto y amenazarle con destruir la nave a menos que te ceda el control de su armadura. Esta amenaza no es viable, pues arruinaría el funcionamiento del navío a capturar.

«Sugerencia número dos: amenazar a Dafne. Tampoco es una estrategia viable, pues hay un lector noético portátil a bordo, capaz de transmitir su información cerebral numénica a cualquier caja mental de a bordo. Como ninguna de las cajas mentales están operando en este momento, la cantidad de escondrijos para esas copias de seguridad, en caso de muerte de Dafne, excede toda capacidad de búsqueda. Desde luego, si tuvieras la armadura que contiene la jerarquía de la mente de la nave, podrías hallar fácilmente ese escondrijo, pero este supuesto contradice el propósito de este ejercicio.

«Sugerencia número tres: capturar a Faetón con su armadura, llevarlo a Júpiter, y pedir a Gannis y su personal que desmantelen la armadura con el supercolisionador. Se requerirían sólo cuarenta y dos horas para desmantelar la parte más delgada del blindaje con el haz principal del supercolisionador, suponiendo que Faetón no abra la armadura voluntariamente, y no se mueva, no se resista ni forcejee.

«Sugerencia número cuatro...

—Deja de hacer sugerencias.

—A la orden, mariscal.

—¿Qué me dices de sabotear la nave para que no pueda salir de su atracadero actual, o de incapacitarla para que no pueda tolerar las temperaturas y presiones de la capa radiactiva del Sol?

—Viable. Una carga suficiente de antimateria robada de las células de combustible e instalada en las válvulas y cilindros de retropresión de cualquiera de los pozos impulsores impediría la integridad de sellado necesaria para que la nave sobreviva al descenso, mientras que no expondría las cubiertas ni las estructuras internas al plasma solar presente en el entorno externo actual. Los remotos que todavía están a bordo se hallan entre el proyector de partículas fantasma de los depósitos de combustible, y podrían efectuar el robo y la demolición en veinte minutos. Sugerencia alternativa: que los remotos destruyan el proyector de partículas fantasma. Faetón debe recurrir a las descargas del proyector para localizar la posición del navío enemigo, o usar el proyector para formar un haz de escaneo de alguna partícula capaz de penetrar el denso plasma del núcleo solar. Con este proyector anulado, no podrá hallar al enemigo. Los remotos podrían realizar este sabotaje al cabo de 0,05 segundos, una vez grabada tu orden escrita.

—¿Él podría reparar el equipo de partículas fantasma?

—Sí.

Atkins se sintió defraudado.

—Faetón tendría que efectuar un viaje de mil años luz hasta Cygnus X-1 para hallar los registros arqueológicos o informes sobre dicha tecnología —continuó la daga—. Sospecho que dicha prueba arqueológica está disponible. Esto le permitirá reparar el equipo. Estimo que el viaje llevará siete años de tiempo de a bordo y mil años de tiempo de la Tierra, ida.

Atkins miró a ambos lados del corredor. Hojas traslúcidas color índigo relucían como vidrio. Un sinfín de cajas mentales negras se extendían hasta el antihorizonte de arriba. Abajo, nanomáquinas atareadas titilaban y fluían como agua.

Era una nave magnífica. No debía permitir que cayera en manos del enemigo, cediéndole la victoria.

Había oído el descabellado plan de Faetón, basado en la descabellada idea de que los códigos morales eran una especie de ley natural. Todo el plan se basaba en tener fe en que cualquier mente suficientemente lógica llegaría a las mismas conclusiones acerca de asuntos que no concernían a datos científicos, sino al bien y el mal.

Atkins sabía que el bien y el mal no estaban escritos en piedra.

El bien y el mal tenían que ver con los criterios de decisión, con la eficiencia, con la estrategia. Tenían que ver con la táctica que uno usaba para vencer en la lucha contra los males de la vida, contra la ciega estupidez y el peligro implacable. Sobre todo cuando todos los demás eran ciegos y nadie quería ver el peligro.

Y la táctica tenía que ser flexible.

—Muy bien. Hazlo.

Dafne encontró a Faetón en el puente reluciente, en su silla de capitán. Un retazo de nanomateria blanca cubría los hombros y un brazo de la armadura negra y dorada, y estaba enchufado al piso. Este retazo hacía ajustes de último momento en las jerarquías de control de la armadura, y buscaba rastros que hubieran quedado en la mente de la nave, ahora vacía.

Faetón no usaba el yelmo. Con la barbilla apoyada en mano, miraba la imagen de un espejo energético y una vaga sonrisa de concentración curvaba sus labios.

Dafne habló mientras se aproximaba al trono, y su voz retumbó en el ancho espacio:

—Diomedes decidió no venir. Ha traicionado tu confianza en él.

Él dejó de mirar el espejo para observarla.

Dafne usaba una versión de la cota de malla de Atkins, copiada de los patrones de las manchas de sangre que él había dejado en el puente auxiliar. El circuito camaleónico estaba sintonizado en un tono gris plateado, y la cota estaba modificada para ceñirle las curvas, muy ajustada en la cintura. Llevaba un yelmo con penacho en el antebrazo. Un cinturón de red le cubría las redondas caderas, con fundas de pistolas de pedernal que se mecían con su andar. En la otra mano sostenía una naginata. (Era una vara corta de combate, con hoja curva, usada tradicionalmente por las nobles esposas de los samurais japoneses. No era victoriana, británica, de la Tercera Era ni Gris Plata.)

Como adorno (o quizá como broma femenina), llevaba una capa hecha del sensomaterial blanco y sedoso que los Taumaturgos usaban en sus ritos sensuales. La capa flotaba como nieve ondeante, la armadura titilaba suavemente, cascabeleando, deslizando destellos de luz de un muslo al otro, y los talones emitían un taconeo brillante con cada paso. El penacho del yelmo oscilaba con sus movimientos, llegando casi al piso.

Dafne se plantó con las piernas abiertas frente a Faetón, apoyó la punta de la vara cerca del talón, irguió la barbilla y adoptó la expresión regia y tenaz de un halcón dispuesto a volar.

—¿Y bien?

Dafne vio un aire de despreocupada alegría en los ojos de Faetón.

—¿No viene? —dijo él—. Diomedes es buen sujeto, a pesar de todo. Pero, en definitiva, es neptuniano. Ellos no tienen sofotecs. No esperes que entienda un plan que se basa en la fe en la lógica.

Dafne se preguntó por qué se lo veía tan feliz. Sonrió al ver que un trono de plata había crecido junto al trono de oro, cubierto con los colores heráldicos de Dafne.

—¿Qué se supone que somos? ¿Júpiter y Juno?

—Confío en ser más fiel a mi esposa que él a la suya. —Faetón ladeó la cabeza, señalando el trono de la derecha—. Por favor.

Ella sonrió, mostrando los hoyuelos, y se sentó de un brinco, ordenando a la vara que permaneciera erguida en las cercanías.

—Bonito. Podría acostumbrarme a esto. —Caracoleó en el asiento y se desperezó como un gato.

Él miró cómo arqueaba la espalda, el juego de luces en sus miembros torneados.

—En realidad, Vulcano y Venus sería más apropiado —dijo.

—¿No Minerva, conmigo vestida de este modo? —Pasó un momento metiéndose el cabello en el yelmo—. Además, creí que él era cojo.

—Mi sentido del humor cojea bastante. Eso debería contar. Y sin duda tú eres mi Venus.

Ella le dedicó un pequeño puchero.

—¡Muchas gracias! Por lo que recuerdo, ella le puso los cuernos y se acostó con el dios de la guerra.

Se inclinó hacia delante. Vio una imagen de Atkins en el espejo, hablando con su daga. Cuando enfocó los ojos, un texto del diálogo apareció en Sueño Medio.

—¿Qué demonios hace? —exclamó con alarma.

—Lo mismo que Marte le hizo a Vulcano en el mito —murmuró Faetón—. Trata de robarme a mi prometida.

Ella miró a Faetón con asombro.

—¿Y te quedas ahí sentado? ¿No has hecho algo? ¡Está a punto de sabotear la expedición!

—No tiene probabilidades de éxito. El arma que intento usar contra la máquina Nada también funcionará contra él. Observa.

—Muy bien. Hazlo.

—Mariscal —respondió el cuchillo—, por favor, registra la orden por escrito antes de que yo la ejecute.

—¿Qué?

—Cualquier subordinado puede solicitar que la orden se consigne por escrito, y que una copia auténtica se registre y certifique bajo sello, en circunstancias como la presente. Por favor, mira el Código Universal de Sistemas de Procedimiento Militar y el Manual de Programas en... —Recitó un número de sección y de código.

Atkins comprendió. Un subalterno sólo pediría una copia certificada de una orden para conservar una copia como prueba ante una indagación. Ningún subalterno osaría hacer esa solicitud si la orden era legal.

A fin de cuentas, Atkins había recibido órdenes directas del primer ministro Kshatrimanyu Han, su comandante en jefe, de colaborar con Faetón, no de sabotearlo.

—¿Acaso crees que temo un consejo de guerra? No me hagas reír.

—¿El mariscal me pide que especule sobre el estado mental del mariscal?

—Bien, no me quedaré sentado para preocuparme por mi carrera (si así puede llamarse) mientras un necio idealista planea dar al enemigo el control de la única nave estelar invulnerable de la Ecumene. ¿Crees que no estoy dispuesto a sacrificar mi carrera para hacer lo que sé que es correcto?

—¿El mariscal me pide que estime la capacidad del mariscal para distinguir la conducta propia de la conducta impropia, o que comente sobre la valentía del mariscal? No creo que el mariscal tema un consejo de guerra en y por sí mismo.

—¿En y por sí mismo? ¿Qué demonios significa eso?

Pero él sabía lo que significaba. El consejo de guerra no lo intimidaba como tal, pero aquello que el consejo de guerra representaba sí lo intimidaba. Representaba un intento humano de aplicar y proteger los valores por los cuales los soldados vivían y morían: honor, valentía, fortaleza, obediencia.

Miró la daga que empuñaba. En el pomo estaba impresa la insignia de la Confederación Ecuménica: una espada sujeta a la vaina por los rizos de una corona de olivo. Dentro del círculo de esa corona, un ojo vigilante. El lema: Semper Vigilantes. «Vigilancia eterna.»

El ojo parecía mirarlo implacablemente.

Honor. Valentía. Fortaleza.Obediencia.

—Nací en las tierras secas —dijo—, en los tiempos en que Marte todavía era rojo, en la ladera del monte Olimpo, y mi padre fue asesinado por un intruso que irrumpió en nuestra conejera para quitarnos hielo. Los dos clones de mi padre eran mis tíos, y eran gemelos. Todos usaban los mismas contraseñas e impresiones, porque Marte, en aquellos días, era controlado por los feudos, que preferían la seguridad a la libertad, y medían nuestra agua, nuestro CI y nuestro aire, y trataban de seguir el rastro de todos, por doquier. Pero nosotros éramos hombres del hielo. Nuestra ley era la bomba y el pico. Y no nos molestábamos en obedecer las reglas cuando no nos apetecía. Los feudos eran lógicos, lo que ahora llamamos Invariantes, pero nosotros los llamábamos los no muertos.

«El plan era que el tío Kassad yacería en el ataúd que enviaran para mi padre, y tomaría un retardador y se haría pasar por muerto, hasta quedar fuera del alcance de los monitores en el arroyo funerario. Entonces despertaría, disolvería el suelo hasta subir a la superficie, y partiría al sur en busca del intruso. Llevaba su pico filtrador plegado sobre el pecho como una lanza, y lo usaría para perforar el traje protector del intruso y bombearle la sangre y filtrar la humedad, hasta obtener un volumen equivalente al del hielo que habíamos perdido.

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