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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (32 page)

BOOK: La tía Mame
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Pero nuestra peor pérdida fue Ito. Aunque aquellos niños sentían cierta admiración por los nazis, convirtieron al amable e inofensivo Ito en su archienemigo. Lo llamaban Tojo, como el primer ministro japonés, y convirtieron su vida en un infierno en la Tierra. Una vez lo encontré encadenado en las dependencias para los esclavos que había encima de la cocina. Otra vez los críos descubrieron un poco de cemento en el cobertizo del jardín y lo vertieron sobre el
sukiyaki
del pobre Ito. Pero lo que remató a nuestro único criado fue la ocasión en que engrasaron las escaleras con margarina. Ito se fracturó la pierna por tres sitios. Conduje a toda velocidad la ranchera hasta el hospital de Port Jefferson, mientras Ito y la tía Mame gemían en el asiento trasero. Tardó seis meses en regresar. Después de aquello, hubo una interminable sucesión de sirvientas. Recuerdo una Ophelia, una Delia y una Celia; Jessie, Bessie y Tessie llegaron y se marcharon por donde habían venido; Mary, Margaret, Maude, Madeleine y Maureen se dieron la vuelta nada más cruzar el umbral de la señorita Peabody. La última, Anna, duró una semana. Al despedirse, dio un sencillo y prosaico consejo a la tía Mame: «Encierre a los niños, abra la llave del gas y márchese». Luego la llevé a la estación.

Nada más lógico que la colonia veraniega de Long Island diera la bienvenida a la tía Mame. Y, a lo largo del mes de junio, a los dos nos invitaron a menudo a cenar fuera. Una amable
grande dame
incluso consiguió que tuviésemos trato preferencial en el club náutico, pero, después del primer día de playa con los niños, la tía Mame recibió una carta de la junta directiva: «Usted y su sobrino —empezaba— siempre serán bienvenidos, pero los niños…». No volvimos a aparecer por el club náutico. Algunas mamás jóvenes incluso enviaron a sus hijos a jugar con nuestros niños…, una vez. En julio la tía Mame y yo nos habíamos convertido en parias, conocidos en todo el condado.

La biblioteca local nos retiró los carnés al cabo de una semana. Después de eso, los niños se contentaron con arrancar los registros históricos, encuadernados en piel, de la biblioteca de la señorita Peabody. Nunca les gustó la lectura. La tía Mame probó también a su coste con lo que ella llamaba «el hechizo de Talía». Una noche envió a toda la tropa a ver
What a Life
en el teatro veraniego local, pero volvieron al terminar el primer acto y se les prohibió para siempre la entrada en la sala. La cafetería local estableció el veto para nuestros seis niños, igual que la heladería, el restaurante Howard Johnson's, el parque infantil, la pizzería y el burdel del pueblo. A los críos les encantaba el cine, pero en el cine tampoco los quisieron. Mientras el dueño me reembolsaba el dinero de las butacas, dijo:

—Sé lo que usted y su tía tratan de hacer, y no crea que no admiro sus sentimientos, pero, qué demonios, tengo que ganarme la vida. Mire lo que han hecho esos granujas en los asientos: rajados de arriba abajo. Y no puedo comprar otros de repuesto por culpa de la guerra.

Aparte de la alimentación, el alojamiento, la ropa y los constantes destrozos, la tía Mame gastó una auténtica fortuna en pagar sus gastos médicos. Insistía en que volvieran a Inglaterra en plena forma, y contrató a sus expensas al médico local para que acudiese a casa cada domingo desde Stony Brook a fin de hacerles una revisión. Se llamaba Potter y era mucho más realista que la tía Mame con respecto a los niños.

—Demonios —decía una y otra vez—, no tienen nada que no se cure con una buena cámara de gas.

La tía Mame también invirtió un par de miles de dólares en arreglar sus descuidadas boquitas, y para mí era casi un placer cumplir con mi deber de llevarlos al dentista y escuchar cómo chillaban angustiados. Al final les arreglaron los dientes, pero el dentista se jubiló a los cuarenta y un años, vencido y cubierto de mordeduras.

* * *

Yo esperaba el primer día de colegio como si se tratara del Segundo Advenimiento. Por fin amaneció tan alegre mañana. Teníamos garantizadas siete horas al día, cinco días a la semana, de paz y tranquilidad…, es decir, siempre que alguno de los niños no tuviese que guardar cama por un resfriado o estuviese expulsado de clase por hacer alguna atrocidad. Esos días de libertad tan sólo teníamos que despertar a los niños, prepararles el desayuno, hacerles el bocadillo, llevarlos al colegio, fregar los platos, borrar las últimas blasfemias de las paredes, quitar el polvo, pasar el aspirador, encargar la comida, lidiar con el carnicero, dejar la ropa sucia en la lavandería y holgazanear. Cuando empezó el mal tiempo, también tuve que ocuparme de encender el horno, que era una auténtica antigualla, vaciar las cenizas, encender las doce chimeneas, quitar la nieve con una pala, hacer todas las reparaciones posibles en los muebles de la señorita Peabody y holgazanear. No dejaba de repetirme que la vida nunca me había ido tan bien, pero no lo creía.

Así fue pasando el invierno. A Ginger lo expulsaron tres veces del colegio. Un policía trajo un día a Enid después de que la pillaran robando en Woolworth's. Margaret Rose sufrió una grave dolencia renal. Albert contrajo amigdalitis en una especie de ataque de solidaridad, y tuvimos el placer de ingresarlos en el hospital, donde a Albert le extirparon las amígdalas y las vegetaciones: una leve mejora. Luego Enid robó a la tía Mame unas tijeras de manicura y apuñaló a Ginger, aunque no de muerte. Un comité ciudadano elevó una queja contra Gladys por ejercer la prostitución en plena vía pública, según dijeron. La tía Mame lo negó muy ofendida, aunque yo lo creí al pie de la letra. En marzo, Edmund dejó embarazada a una chica del pueblo y su padre amenazó con matarlo. Yo me mostré partidario de permitir que el padre desahogase su ira, pero la tía Mame pagaba, pagaba y pagaba.

Ahora sé que los niños traen un montón de dificultades, y la verdad es que no creo que a la tía Mame y a mí nos hubiera importado tanto si al menos uno de ellos hubiese sido mínimamente adorable. No lo eran. La tía Mame se preocupó y desvivió por ellos y se esforzó todo lo que pudo en fingir que los quería. Yo no. Los odiaba a muerte y me importaba un bledo que se me notara. Nos convertimos en auténticos prisioneros en aquella casa, y, al cabo de seis meses de soportar aquello, la tía Mame y yo nos enfadábamos y respondíamos con brusquedad sin el menor motivo.

Al llegar el domingo de Pascua, la primavera se husmeaba ya en el aire, y la casa exhalaba un nauseabundo aroma de lirios, mocosos y gominolas. Los críos se lo habían pasado en grande bombardeándose unos a otros con huevos de Pascua y Albert había roto la última pieza de la vajilla Lowestoft de la señorita Peabody. El doctor Potter llegó a hacer la consabida revisión médica dominical y se quedó a comer. La tía Mame se había convertido en una excelente cocinera y nos ofreció una comida maravillosa, o al menos lo habría sido si Margaret Rose no hubiese vomitado durante el postre.

El doctor Potter volvió a examinarla y la metió en cama.

—Probablemente no sea nada —dijo—, pero será mejor que guarde cama un día o dos. No me gusta el aspecto de su garganta. Aunque en realidad no me gusta su aspecto en general. Si empeora, llámeme y le daré una buena dosis de cianuro. —Luego se quedó mirando a la tía Mame con expresión preocupada—. La verdad es que a quien debería examinar es a usted, señora Burnside, no a ellos. Tiene un aspecto terrible: delgada, irritable, cansada, ha perdido varios kilos. Tenga cuidado de que esos chicos no acaben con usted.

Pusimos a Margaret Rose en dique seco, lavamos los platos, enviamos a los niños arriba a divertirse del modo lo más silencioso posible, y la tía Mame, el médico y yo pasamos al salón a tomar un whisky de centeno con total felicidad.

—¿Cree usted que Hitler se rendirá algún día, doctor Potter? —suspiró la tía Mame—. Quiero decir que, si viese alguna salida a esta… situación maternal, no creo que me importara tanto. Sé que es antinatural y horrible por mi parte, pero, por mucho que me he esforzado por querer a esos niños, he fracasado. Si hubiese algo…

Se oyó una explosión que estremeció la posada. Salí despedido de la silla y los tres aterrizamos en el suelo del salón.

—¡Dios mío! —gritó la tía Mame—. ¡Los niños! —Se puso en pie de un salto y corrió escaleras arriba, seguida del doctor y de mí.

El enorme cuarto de juegos estaba patas arriba. Todos los cristales de las ventanas se habían roto, el techo colgaba formando grotescas estalactitas y una pared había desaparecido.

—¡Oh, no! —susurró la tía Mame—. ¡Los niños! ¡Deprisa! Ayudadme. Deben de estar enterrados bajo los escombros.

Se sumergió en aquel desastre y empezó a abrirse camino entre la montaña de cascotes que había en el suelo. Al apartar una placa de escayola caída, oí una elocuente risita. Me volví y vi a los seis niños, sanos y salvos, desternillándose de risa con las manos en los costados.

Me abalancé sobre Edmund, pero el médico se me adelantó.

—¿Qué demonios ha pasado? —gritó sin que nadie respondiera—. ¿Qué es lo que habéis hecho, niños? Responde, maldita sea, antes de que te rompa hasta el último hueso del cuerpo. —Siguió sin conseguir respuesta alguna.

—Se lo diré si promete no tomarla conmigo. —Naturalmente, era Albert. Lo cogí por el hombro y le di una buena sacudida.

—Vas a decírnoslo ahora mismo o te lo saco a golpes.

—¡Ay! Me haces daño —lloriqueó Albert.

—Te haré mucho más si no me dices lo que ha pasado —aullé.

—Sólo estábamos haciendo una bomba volante —confesó Albert.

—¿Una bomba volante? ¿Con qué?

—¡Bah!, con unas cosas que encontramos en el cobertizo.

—¿Quieres decir dinamita? ¿Explosivos? ¿Cosas así?

—No fue idea mía —gimoteó Albert—. Empezaron los demás y yo les dije…, les advertí de que…

La tía Mame se plantó en medio de los escombros. Estaba cubierta de polvo, suciedad y trozos de yeso. De pronto, rompió a reír. Rió y rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

—No aguanto más…, es demasiado gracioso para…, y ni siquiera ha sido en mi habitación, sino en la de la señorita Peabody y sus antepasados, es lo más gracioso que he… —Se retorció de risa—. Y, por supuesto, lo más desternillante es… es que podríamos haber… volado todos por los aires. —Se dio una palmada en la rodilla.

Los niños rieron, nerviosos.

—Silencio —gruñí—. Volved a vuestras habitaciones. Luego hablaré con vosotros. —Estaban demasiado asustados para discutir.

—Pero, querido, ¿es que no ves lo que…? —El rostro de la tía Mame estaba contraído por una horrible mueca de diversión—. ¿No ves que es para morirse de risa? ¡Para morirse…, ésa sí que es buena! —Se balanceó adelante y atrás, con las manos en los costados.

La miré horrorizado.

—¡Basta! —gritó el médico—. ¡Basta ya! —Avanzó hacia ella y la abofeteó en la mejilla. Ella se quedó muda un instante, y luego rompió a llorar como si le hubiesen partido el corazón.

El médico la llevó a su habitación y la metió en la cama. Mientras él esterilizaba su aguja hipodérmica, la obligué a beber un coñac doble.

—Lo siento —murmuró—. Lo siento, pero ya no lo soporto más. Ojalá esa bomba me hubiese matado.

—¡Tía Mame!

—Oiga, Eleanora Duse, relájese y no le eche tanto dramatismo. En realidad no quiere usted morir. Ni yo tampoco que muera. Es usted una paciente demasiado rentable —dijo acariciándole la mano—. Ha pasado por más de lo que nadie podría soportar.

—Pero yo pensaba que sería como una madre para ellos…, como la señora Wiggs en la película de W. C. Fields. ¡Y he fracasado, fracasado, fracasado!

—Tiene que librarse usted de esos niños —respondió el médico—. Lo digo muy en serio. Está usted enferma.

—Pero es imposible. ¿Adónde irían?

—¿Puedo sugerir un buen reformatorio? —pregunté.

—Y siempre queda el orfanato de Bellevue —añadió el médico.

—No. Eso está descartado —suspiró la tía Mame—. No puedo. Prometí cuidar de ellos y…

—¿Y morir en el intento? No le pregunto si quiere o no librarse de ellos. Es que tiene que hacerlo. Ordenes del médico —dijo muy serio el doctor—. Ha hecho por esos monstruos más de lo que habría hecho nadie. Ha pasado un maldito año de su vida con ellos. Ha gastado en ellos miles y miles de dólares. Esta casa, la comida, la ropa, la escolarización. Sólo mi cuenta asciende a más de dos mil dólares. Bueno está lo bueno, pero no puede usted seguir así. Tiene que librarse de ellos, antes de que sean ellos los que se libren de usted.

—Pero ¿quién va a ser tan loco para querer acogerlos? —preguntó la tía Mame—. Aquí ya los conoce todo el mundo.

—Pues algo habrá que hacer —dijo con firmeza el médico.

—Tal vez pudiéramos mentir sobre la edad de Edmund y alistarlo en el ejército —sugirió la tía Mame.

—Y, de paso, enviar a Gladys a que entretenga a las tropas —propuso el médico.

—Escucha, tía Mame —dije—, podemos librarnos de ellos. Mañana iré al pueblo a ver a los de la agencia. Pero no tenemos por qué ofrecer a los seis niños en un único paquete. Será mejor dividir al grupo. Edmund podría ir a alguna granja y desahogar su terquedad en el campo…

—Sólo habrá que asegurarse de que no haya ninguna oveja cerca —apuntó el médico.

—… y a Gladys podríamos enviarla a una especie de convento…

—A ser posible, de clausura —dijo el médico.

—En cuanto a Albert y a Margaret Rose —proseguí—, tendrán que seguir juntos, ya que son hermanos. Aunque, al fin y al cabo, son los que se portan mejor.

—Albert es un pelota, cobarde y llorón —dijo la tía Mame.

—Pero aun así él y Margaret Rose se portan mejor que los demás.

—Yo daré encantado una sábana impermeable a quien se quede con la princesita —apostilló el médico.

—En cuanto a Enid y a Ginger, seguro que encontramos a dos pardillos que los acojan.

—Sí —respondió dubitativa la tía Mame—, supongo que podríamos.

—¿Que podrían? Deben hacerlo —insistió el médico—. Vamos, procure descansar. Pat y yo nos ocuparemos de los críos.

Abajo, una pequeña multitud se había congregado en el césped y estaba contemplando boquiabierta el agujero en la Posada de la señorita Peabody.

—No se preocupen, amigos —gritó el médico por una de las ventanas cuyo cristal se había roto—. Ya saben lo traicioneras que son estas condenadas ollas a presión modernas.

Luego bajó la persiana y nos quedamos solos.

Esa noche los niños cenaron un vaso de leche, una galleta y una buena reprimenda. No parecían muy afectados por lo que habían hecho. El médico tuvo que arrastrar a Margaret Rose a la cama tres veces.

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