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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (29 page)

BOOK: La tía Mame
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—¡Rojo, rojo! —gritó la pequeña Deborah cogiendo el broche de rubíes que llevaba la tía Mame en la solapa—. ¡Mío!

—Suelta, pequeño…, encanto —dijo la tía Mame.

—Le has caído bien, Mame, querida —dijo la señora Upson—, se nota enseguida.

El perro llegó brincando y pusieron a Deborah a jugar con él, dejando una gran mancha de humedad en el regazo de la tía Mame.

—¡Boyd, no dejes que ese p–u–ñ–e–t–e–r–o
setter
lama la cara de Deborah! Dios sabe dónde habrá estado —gimoteó Emily.

El sol abrasador y la cerveza estaban colaborando mutuamente para levantarme dolor de cabeza y no recuerdo exactamente lo que dijeron. Había mucho ruido y todos hablaban al mismo tiempo acerca de banalidades. Reparé en que la tía Mame estaba bebiendo un montón de
whisky
y no la culpé.

A las siete, el mayordomo sacó una barbacoa de hierro fundido y llamaron a voces a la pequeña Deborah para echar una siestecita en la cama de la abuela. No obstante, la pequeña Deborah no quiso saber nada del asunto y hubo muchas órdenes, amenazas y discusiones que concluyeron con una persecución y con la pequeña Deborah gimiendo y chillando, y el perro soltando ladridos histéricos. Pero cuando Deborah pasó al lado de la silla de la tía Mame, tropezó y aterrizó limpiamente sobre la hierba. Habría jurado que el pie de la tía Mame se había cruzado en el camino de la niña, pero mi tía fingió mucha preocupación y pusieron a la pequeña Deborah a buen recaudo, por decirlo de algún modo, el resto de la tarde.

Una vez restablecida la calma, apareció el señor Upson con un gorro de cocinero y un delantal de tela con inteligentes frases estampadas en él, como «Cocinero y friegaplatos», «Cordon Bleu», «Soy tu cocinero», «Cuchara grasienta», y «Como en casa, en ninguna parte».

—¿No te parece un espectáculo digno de ver? —rió la señora Upson.

—Y tanto —asintió la tía Mame.

—Los domingos por la noche, Claude insiste en encargarse de la cena. Le compré esa barbacoa en Hammacher–Schlemmer y disfruta con ella como un niño.

—No me cabe la menor duda.

—Córcholis, papá —dijo Boyd—, me encantaría sacarte una foto con esa pinta. Sería la repanocha para una postal de Navidad.

—Bueno, Boyd, podrás sacar una foto de Arrumacos y yo manos a la obra, porque ayudarás un poco a Buster, ¿no, Arrumacos?

—¿Ah, sí? —preguntó inexpresiva la tía Mame.

—Puedes apostar las botas, Arrumacos. Sin ti, no podría preparar toda esa carne. Tráete la copa y dame un poco de apoyo inmoral. ¡Ja, ja, ja!

—Espero que la comida sea tan buena como tu daiquiri —dijo con coquetería la tía Mame, sirviéndose un trago largo de
whisky
.

—¿Quieres un poco de soda, Mame, querida? —preguntó solícita la señora Upson.

—No, gracias, Doris —respondió la tía Mame, y atravesó el césped para ir donde estaba el señor Upson con la barbacoa. Había tanto humo que no se les veía a ninguno de los dos, aunque la oí toser y atragantarse. Salió con los ojos llorosos a por más bebida y volvió a internarse valientemente entre las llamas con los vasos llenos de
whisky
hasta el borde.

Tardaron una eternidad en preparar los filetes «en su punto», como repetía sin cesar el señor Upson. «En su punto» significaba negro con carbón y cenizas por fuera y frío y crudo por dentro. Nos sirvieron uno por cabeza y me pareció el desperdicio más criminal de unos veinte dólares de ternera de buena calidad. También me dio la impresión de que el humo y el
whisky
habían afectado más de la cuenta al señor Upson.

Nos sentamos en torno a una mesa de hierro y cristal, royendo decididos los filetes del señor Upson y murmurando guturales gruñidos de apreciación nada sincera. El señor Upson bebió mucho más
whisky
durante la comida y una o dos veces la señora Upson dijo:

—Claude, ¿crees que debes?

Por lo demás, cenamos en aplicado silencio. Emily sufrió varias molestias gástricas sin mayor importancia durante la comida —y no la culpo— hasta que la paz y el sosiego se vieron definitivamente quebrantados por Boyd, quien tenía la lamentable costumbre de hablar con la boca llena.

—Córcholis, papá —dijo—, ¿te acuerdas de la parcela de ahí detrás? Pues el viernes vine con Charlie Haddock en el tren de las cinco y siete y dice que están pensando vendérsela a unos de Summit, Nueva Jersey, llamados Bernstein, A–bra–ham Bernstein.

—¡Oh, no! —gimoteó la señora Upson.

El tenedor del señor Upson repiqueteó contra la mesa.

—¡Bernstein!

—¿No serán los Bernstein de Summit? —preguntó la tía Mame—. Los conozco muy bien. Él es editor, y ella una autoridad en Rimbaud. Son una pareja encantadora con dos hijos llamados…

—¡Basta! —la interrumpió el señor Upson—. Esto no es cosa de broma.

—No estoy bromeando. Los Bernstein son amigos del Co…

—Es imposible, Boyd. Esta zona es exclusiva.

—No más allá de tus lindes. Eso ya no es Mountebank.

—¡Oh, papá —gritó Gloria—, es terrible!

—No lo permitiré —rugió el señor Upson—. Me plantaré aquí con un fusil, si es necesario, y los mantendré a distancia…

—Buster —dijo la tía Mame—, ¿se puede saber qué te pasa? Son encantadores. Ella es morena y muy animada y una de las mejores cocineras de…

—No me cabe ninguna duda de que será morena y animada. Una grasienta e indecorosa canija de labios gruesos…

—Estás muy equivocado. Sylvia es verdaderamente divina, y Abe estudió en Harvard en la misma clase que Samuel…

—¿Insinúas que de verdad conoces a esa gente? —preguntó el señor Upson.

—Desde luego que sí. Él tiene un trabajo maravilloso en…

—Pero si son judíos.

—Bueno, claro que lo son. Él está emparentado de algún modo con el rabino Wise y…

—¿Es que no te entra en la mollera que son judíos? ¿Y que quieren instalarse casi en mi propia casa? —replicó el señor Upson.

—Claude, por favor —dijo la señora Upson.

—Sí, Buster, Floyd, Boyd, dice que van a comprar la parcela de al lado. Te encantarán. Una de las parejas más estimulantes que conozco.

—Oye, ya está bien —replicó en voz baja el señor Upson—, una broma es una broma, pero si crees que quiero que un montón de judíos arrojen su sucia basura en mi jardín…

—Buster, ¿de qué estás hablando? Te digo que son amigos míos. No conozco a nadie tan limpio.

—¡Cierra el pico de una vez!

—¡Claude! —gritó la señora Upson.

—¡Eh!, oiga… —dije incorporándome.

—Por favor —susurró Gloria—, papá está de mal humor.

—Me trae sin cuidado cómo esté, nadie le habla así a mi tía…

—Boyd —rugió el señor Upson—, aunque tú y yo tengamos que organizar un piquete, una patrulla de vigilantes, mantendremos a esos sucios judíos y toda su apestosa raza fuera de…

—No irás a decirme que eres tan ingenuo como para creer que los judíos son una raza —dijo la tía Mame—. Pero si cualquier antropólogo…

—¡No me vengas con tu antropología! Lo único que sé es que mientras me quede aliento en el cuerpo lucharé contra cualquiera de esos Izzys y Beckys que tratan de entrometerse en el territorio del hombre blanco. Y por Dios que…

—¿Pretendes plantarte ahí y decirme —dijo la tía Mame— que crees ser el dueño de Connecticut? ¿Que te has erigido en una deidad con poder supremo para decidir quién puede comprar qué propiedad, y dónde y cuándo?

—Mame, el hogar de un hombre es su castillo. Puede que suene anticuado, pero no por eso deja de ser cierto, y no he trabajado como una mula todos estos años para construir esta preciosa casa y ver cómo se echa a perder por culpa de un hatajo de judíos que deciden mudarse justo delante de mi…

—Claude —repuso la tía Mame con ojos entornados y voz acerada—. Te he dicho tres veces que esos sucios judíos de los que hablas son amigos míos desde hace años. Gente atractiva, inteligente y bien educada. Resérvate tus opiniones hasta que los conozcas.

—¿Ah, sí? Es fácil hablar así desde tu preciosa mansión de Washington Square, pero ¿qué dirías si se mudaran al piso de al lado?

—Diría: «Bienvenida a Washington Square, Sylvia, y si tú y Abe queréis comer en casa mientras dure la mudanza…».

—¡Y una mierda!

—¡Claude! —exclamó la señora Upson.

—Maldita sea, Doris —chilló su marido—, ¡hablo en serio! —Se volvió hacia la tía Mame—. Te sientas ahí hablando como el
New Republic
o una roja de salón mientras otro cristiano se enfrenta a un grave…

—Te agradecería que no empleases la palabra cristiano de un modo tan obviamente equivocado —respondió con firmeza la tía Mame.

—Oye, Mame… —empezó la señora Upson.

—Por favor —les interrumpió Gloria—, ¿no podríamos cambiar de tema?

—Para hablar de qué, Gloria, ¿de los negros? —preguntó la tía Mame.

—Tú no te metas, cariño —dijo el señor Upson—. Mira he estado en tu casa y he visto todos tus refinamientos europeos; tal vez yo sea un obtuso agente de seguros sin el gran estilo de ese judío de Roosevelt, pero no te vi alternando con una panda de tipos de nariz ganchuda cuando fui a cenar allí. ¡Oh, no, tenías a un aristócrata inglés, a un príncipe francés y a una actriz famosa! ¡No a un hatajo de judíos!

—Supongo que sería cruel informarte de que el verdadero nombre de Vera Charles, a quien Doris y tú admiráis tanto, es Rachel Kollinsky, la hija de un comediante judío de segunda fila.

—¡Imposible! —exclamó sin aliento la señora Upson.

—¡Bueno, eso es cosa tuya! —rugió—. Con la gente del teatro es diferente, todo el mundo sabe que a ésos hay que echarles de comer aparte. Ahora hablamos de tener judíos como vecinos…, prácticamente en tu familia…

—Claude —dijo con mucha calma la tía Mame—, ¿te das cuenta de que en este preciso momento hay un maníaco en Alemania llamado Adolf Hitler que habla exactamente igual que tú?

—No mezcles la política con esto. Apuesto a que estás encantada con el New Deal.

—Siempre he admirado al presidente Roosevelt.

—Ahora hablábamos de los judíos, y, en lo que a ellos respecta, creo que Hitler tiene ideas muy sensatas.

—No puedes decirlo en serio. Los está masacrando.

—No he dicho que quisiera masacrarlos…

—Pues cualquiera diría que es lo que pretendías con tus patrullas de vigilantes —replicó con frialdad la tía Mame.

—¡Sí, por Dios, eso es lo que haría!

—¿A cuántos judíos conoces personalmente, Claude?

—Conozco a más de los que necesito conocer —gritó—, son prepotentes, autoritarios y chillones.

—¿Tanto como tú ahora?

—¡Maldita sea! Estamos hablando de que una panda de judíos se muden aquí y empiecen a tratarse con gente buena y respetable.

—¿Y esto es un ejemplo de tu bondad y tu respetabilidad? —La tía Mame tomó aliento como hacía siempre que se disponía a entrar hasta el fondo del asunto, e, incluso a pesar de mi desdicha, comprobé que estaba fascinado—. Claude —dijo—, he conocido a docenas de judíos a lo largo de mi vida y también he tenido la triste experiencia de oír a algunos gentiles hablar como tú lo haces. Conozco todos los adjetivos. Decís que los judíos son tacaños, prepotentes, avariciosos, posesivos, ruidosos, vulgares, chabacanos y autoritarios. Sin embargo, no he conocido a ninguno, desde el más mísero vendedor ambulante de la Primera Avenida, hasta el más rico filántropo de la Quinta, que os llegue a la altura del zapato si se trata de demostrar esas cualidades.

—¡Mame! —exclamó boquiabierta la señora Upson.

—Dios, no voy a permitir ni un minuto más que me insulten en mi propia casa. Ya puedes largarte de aquí, regresar a tu gueto neoyorquino y acostarte con todos los sucios judíos que quieras…

—¡Cierre esa sucia boca! —grité levantándome de un brinco de la silla.

El señor Upson se sentó con los ojos abiertos como platos, y al otro lado de la mesa Boyd se incorporó y me miró con ojos furiosos. Gloria soltó un grito.

—¡Coge tu anillo y vete de aquí! Cásate con alguna judía tacaña, si tanto te gustan. Así serás mucho más feliz. No eres de nuestra misma clase, y, lo que es más, nunca lo serás.

—Gloria…

—Patrick todavía no lo sabe, Gloria —dijo la tía Mame levantándose de la mesa—, pero acabas de hacerle el mayor cumplido que le harán jamás. Te doy las gracias en su nombre. Y ahora, espero que me disculpen. Patrick, ¿vienes conmigo o llamo a un agradable taxista cristiano…, tal vez un ario de Darien?

—Espera —respondí—, voy contigo.

Conduje deprisa, con el viento refrescándonos las caras. Al cabo de un rato, la tía Mame dijo:

—Patrick, ya sabes que siempre me ha gustado dedicar parte de mi fortuna a las obras benéficas. Tengo tanto dinero…

—Mmmm —murmuré.

—¿Qué dirías si ofreciese más dinero que Sylvia y Abe por la parcela contigua a la de los Upson y construyese un hogar para los refugiados de guerra judíos?

—Me parece una idea maravillosa.

—Estupendo —comentó—, esperaba que respondieras eso.

El enorme anillo de compromiso brilló fríamente en mi mano mientras nos alejábamos a toda velocidad de los suburbios de Connecticut.

IX.
LA TÍA MAME Y EL LLAMAMIENTO A LAS ARMAS

Al llegar al crepúsculo de la vida, el personaje inolvidable se queda sola en casa con su jardín y su gato. El expósito ha crecido y se ha independizado, y todos coinciden en que ha hecho una labor estupenda al criarlo. Tiene amigos, aficiones y negocios que atender, y cualquiera diría que la buena mujer tendría que sentirse satisfecha. Pero no, echa de menos el ruido de pisadas por la casa, y lo que hace es adoptar a otros dos expósitos y volver a empezar desde el principio.

Semejante desenlace ha de sorprender por fuerza a todo el mundo. No a mí. La tía Mame no habría hecho nada tan trivial. Ella se hizo cargo de media docena de niños y vivió para contarlo.

Después de que Gloria Upson me devolviese el anillo, mi corazón quedó oficialmente destrozado, aunque ahora dudo de que estuviese siquiera lastimado. Pero cuando se hace algo tan drástico como romper un compromiso, hay que hacer algo no menos drástico para equilibrar las cosas. Yo me fui a la guerra. Europa ya estaba inmersa en ella, y parecía cuestión de minutos que América hiciera lo propio. El mismo día que devolví el anillo a Cartier me hice voluntario del American Field Service. Dos semanas después me embarqué para el norte de África, mientras la tía Mame lloraba en Washington Square.

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