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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (36 page)

BOOK: La tía Mame
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—No sé, es un vino muy malo —observó Miranda apartando su copa—. El año pasado, cuando visitamos a los Chalfonte en Chantilly…

—Tonterías, niña —repuso la tía Mame dándole unos golpecitos con el abanico—, es un vinillo muy bueno y atrevido.

—Por favor, Miranda —dijo Margot un poco nerviosa.

—Es que odio este lugar, todo es tan frío, pobre y austero —replicó Miranda vaciando la copa. Para no gustarle el vino, no paraba de beber—. A mí dadme
Mon belle Trance
.


Ma belle
—la corrigió una voz casi inaudible. Era Pegeen, que entraba con una enorme bandeja llena de langostas y mantequilla.

—Eso…, Ma belle —respondió Miranda sin saber quién la había corregido—. ¡Francia, Francia, Francia, donde puedo pintar, pintar y pintar!

Extendió los brazos en un gesto que pretendía abarcar toda Francia. En lugar de eso, golpeó a Pegeen justo debajo del codo. Se oyó un estruendo ensordecedor y me quedé petrificado al ver a Miranda y Melissa cubiertas de langostas, almejas al vapor, patatas fritas, ensalada y kilos de mantequilla. La imagen era tan sobrecogedora que sólo acerté a mirarlas totalmente atónito.

No así Melissa y Miranda.

Miranda se puso en pie de un salto y se enfrentó a Pegeen con ojos iracundos.

—Estúpida, patosa, palurda de los suburbios irlandeses. ¡Mira lo que me has hecho!

—¿A ti? —chilló Melissa—. Mira lo que me ha hecho a mí. Y ha sido a propósito. Estos pueblerinos son…

—Eh, un momento —intervine—. Ha sido un accidente. La has golpeado en…

—Miranda —le espetó Margot—. ¡Recuerda quiénes somos!

—Sé muy bien quiénes somos y ella también. Por eso lo ha hecho, porque somos unas Maddox y ella no es más que…

—Señorita Miranda —repuso Pegeen encendida de rabia—, lo siento mucho, pero me golpeó usted el brazo cuando iba a…

—¡Mujerzuela vulgar! —gritó Melissa agitando sus rizos. Lo más fascinante era que llevaba una langosta enganchada a cada lado de la cabeza como si fuesen unos de los tantos pendientes exóticos de la tía Mame—. Tú…

—¡Melissa! —dijo Margot—. Ya está bien. No hay motivo para que te rebajes a su…

—¡Niñas! —gritó la tía Mame levantándose—. Por favor. No ha sido culpa de nadie. Sólo un…

—¡No te metas en esto! —aulló Miranda—. Tú no conoces a estos pueblerinos y sus trucos. Lo ha hecho a propósito para humillarnos y pagará por…

—Deje que le quite esas patatas del hombro, señorita Miranda —dijo Pegeen apretando los dientes y limpiándola con una servilleta.

—¡Quítame las sucias manos de encima! —rugió Miranda. Luego la abofeteó.

—Yo, en su lugar, no volvería a hacer eso, señorita Miranda —dijo Pegeen sin perder la calma. Luego dio un paso atrás y le soltó un bofetón que la hizo trastabillar.

No hizo falta más. Melissa se unió de un salto a la pelea y lo único que pude ver durante unos segundos fue las langostas rojas volando por doquier y el cabello pelirrojo de Pegeen.

—¡Alto, alto, por favor! —gritaba Margot—. ¿Es que no veis que lo estáis echando todo a perder? Yo…

—¡Chicas! —gritó la tía Mame enfadada y asustada, pero todavía en su papel de carabina—, si no paráis ahora mismo tendré que…

La llegada de Mickey el Irlandés le ahorró hacer lo que tuviera pensado hacer. Apareció resollando en el porche y, sin ponerles la mano encima, se las arregló para sacar a la tía Mame y a Margot, Miranda y Melissa del bar y echarlas a la calle. Luego regresó y me sacó a mí, con mucha menos amabilidad, por la misma ruta delante de todos los lugareños, los veraneantes y los guardacostas y me echó también a la calle.

Las acompañé a la vieja mansión Maddox sumido en un profundo silencio. No me quedó más remedio, pues entre la disputa de las hermanas Maddox y los sollozos de la tía Mame, no habría podido decir nada aunque hubiera querido hacerlo. Las dejé en la puerta. Cuando regresé a Mickey el Irlandés, el local estaba cerrado y a oscuras. Mis maletas, muy bien hechas, esperaban delante de la puerta principal con una nota que decía: «Considere desocupada su habitación».

Pasé la noche debajo de un embarcadero, tiritando con mi esmoquin de verano.

* * *

A la mañana siguiente desperté entumecido y sintiéndome muy desdichado. Lo ocurrido la noche anterior parecía una pesadilla, pero al ver el muelle, las maletas y las lapas que se me habían pegado a la piel, supe que era verdad. Aterido y tembloroso, me puse ropa un poco más apropiada y emprendí el penoso regreso al hotel restaurante de Mickey el Irlandés. Estaba oficialmente cerrado, pero la puerta se encontraba abierta. El lugar estaba sumido en la penumbra, hacía fresco y no había nadie a excepción de Pegeen, que lavaba unos vasos detrás de la barra.

—Buenos días —dije.

—Los domingos está cerrado —respondió Pegeen—. Además, mi padre volverá en cualquier momento y, si te encuentra aquí, me temo que acabaremos en los tribunales.

—He venido a pagar la cuenta de anoche.

—¡Oh!, no te preocupes por eso, mi padre es muy generoso con los mendigos.

—Y también para disculparme por el modo en que…

—¿Un Maddox disculparse con un Ryan…? ¡Esta sí que es buena!

—Yo no soy ningún Maddox —dije en tono un tanto forzado.

—Como si lo fueras.

—¡Oh!, déjalo ya y sírveme una cerveza, ¿quieres?

—¡Sí, señor Maddox! ¡Será un placer, señor Maddox! ¡Siempre a su servicio, señor Maddox! Cárguelo a la cuenta, señor Maddox. Sólo somos un hatajo de pueblerinos. Y no abrimos los domingos.

—Pegeen, ¿quieres parar de una vez, por favor? Ya te he dicho que quiero disculparme. No soy responsable de lo que hagan Miranda y Melissa.

—Claro, disculpa —dijo—. Es difícil saber qué caballero corresponde a cada una de las Maddox.

—Eso es un golpe bajo innecesario. ¿Qué tienes contra Margot? ¿No ha sido siempre buena contigo?

—¡Oh, es un encanto! No hay nada que me haga cogerle aprecio a alguien tanto como el que me trate con condescendencia todos los veranos de mi vida. Sí, señorita Maddox. No, señorita Maddox. Me alegra verla de vuelta en la isla, señorita Maddox. Tanto como si hubiese una epidemia de cólera, señorita Maddox.

—¿A qué viene todo eso de Maddox? ¿No la llamas Margot?

—Nunca, los lugareños jamás nos mezclamos con los veraneantes…, y menos aún con los Maddox, que son los propietarios de la isla, o lo eran antes de arruinarse. Después de todo, mi abuelo era el jardinero de su abuelo. Ya te lo habrá dicho.

—No me lo ha dicho —respondí enfadado—. En todo caso, eso fue hace tres generaciones. Los tiempos cambian.

—Los Maddox no. Sólo se han vuelto más pobres, mientras los Ryan se hacían ricos. Pero siguen siendo las aristócratas y nosotros los lugareños. Mi madre me obligaba a hacer una reverencia cada vez que las veía. Para eso sirven los pueblerinos.

—¡Hablas como una comunista! —exclamé—. ¿A qué vienen todas esas tonterías sobre los pueblerinos? ¿Acaso te consideras una pueblerina?

—Uno es de donde nace —respondió—. Yo nací aquí, ergo soy una pueblerina.

—¿Así que ergo, eh? Pues hablas de forma muy cultivada para descender de una familia de simples pescadores.

—¡Oh!, aquí también llegan los aires del continente. He ido a la universidad, con becas, ropa remendada y esas cosas. Pero al menos conseguí licenciarme.

—Se supone que para eso va uno a la universidad —respondí con mojigatería.

—Pues Margot no lo hizo. La catearon en segundo en Bennington, una universidad mucho mejor que la mía, aunque, por otro lado, Margot era tan culta y aristocrática que no había mucho que esos vulgares profesores pudieran enseñarle.

—Ya veo que no te cae muy bien Margot —respondí.

—¡Y yo que eres rápido captando una idea! —se burló—. Hablando en serio. Será mejor que te vayas. Mi padre se enfadará mucho si te encuentra aquí. Hay un código muy estricto sobre las pueblerinas y los caballeros veraneantes.

—Pero no lo entiendo… —empecé.

—Por lo visto, hay muchas cosas que no entiendes.

—Quiero decir que, si te molestaste en adquirir toda esa educación, ¿por qué eres…?

—¿Una simple camarera?

—¡Deja de poner palabras en mi boca! Me refiero a si pasas el año entero en la isla trabajando para tu padre.

—No, paso fuera todo el invierno. Enseño francés en una escuela de Nueva York. Y, si no te importa que lo diga, a Miranda no le vendrían mal algunas clases. Pero vuelvo todos los veranos. Soy la única pariente de mi padre, y, además, así no pierdo el contacto con mis raíces.

—Creí haberle dejado bien claro a usted y a sus amigas que no volvieran por mi restaurante y… —Era Mickey el Irlandés, que gritaba desde la puerta.

—Tranquilo, papá —dijo Pegeen—. Ya se marchaba.

—Toma —repuse avergonzado—, ¿cuánto te debo…?

—Invita la casa —respondió Pegeen.

Salí al caluroso callejón. No me apetecía demasiado volver a la mansión Maddox, así que me quedé delante de la droguería contemplando unas polvorientas bolsas de agua caliente y sintiéndome muy desdichado. No sé cuánto tiempo pasaría delante del escaparate, pero me interrumpió Pegeen Ryan. Llevaba puestos el sombrero y los guantes, y avanzaba deprisa calle abajo.

—Nada que ver con el escaparate de Bonwit, ¿verdad, urbanita? —dijo sin detenerse.

—¡Eh!, ¿adónde vas?

—Al cine.

—¿Sola?

—Sola. Echan
Los mejores años de nuestra vida
.

—¿Puedo ir yo también?

—Es un edificio público. No puedo impedirlo.

—¿Te importa si me siento a tu lado?

—No hay sitios reservados…, ni siquiera para los Maddox y sus amigos. Pero no hables durante la proyección. Y no entres conmigo. No quiero que los demás lugareños piensen que he perdido mi virtud con un caballero veraneante.

—¿Permites que te pague la entrada?

—Desde luego que no. Y no vayas a creer que esto es una cita. No lo es. Jamás se me ocurriría dedicarme al furtivismo en territorio de las Maddox.

Puso su dinero sobre el mostrador y entró en la sala. La seguí a una distancia respetuosa.

Al terminar la película, salimos juntos.

—Bueno, adiós —dijo.

—Oye, ¿no vas a dejar que te invite a tomar algo?

—No. El único sitio donde se puede tomar alguna cosa en la isla es el bar de mi padre y ya te he dicho que los domingos está cerrado. Vuelve con las Maddox.

—Bueno —respondí—. Ya nos veremos.

—Pues tendrás que darte prisa. Me voy en la lancha de esta noche, con mi
Petit Larousse, Candide, Le Malade imaginaire
y el vocabulario ilustrado de Heath. Empieza el colegio.

—Bueno —respondí—, tal vez podamos quedar un día en Nueva York.

—¿Te refieres a una cita? ¿Tú, Margot, Miranda, Melissa y yo, con tu tía de carabina? Creo que no me apetece. Gracias de todos modos…, y buena suerte.

Y, diciendo esas palabras, se marchó.

Volví despacio a la mansión Maddox. Por alguna razón no tenía prisa por llegar. Margot estaba tumbada en la hamaca de la tía Mame leyendo un ejemplar de Circle 6. Dejó la revista y me miró preocupada, con los ojos muy abiertos.

—Cariño, ¿dónde has estado? Estábamos muy preocupadas. Miranda iba a enseñarnos los figurines que ha diseñado para una posible representación de Amerika por un grupo muy experimental. Ahora se los está enseñando a la pobre Mame.

—¿Por qué la llamas así? ¿Qué le ocurre, aparte de estar viendo los diseños de Miranda?

—Ha cogido un buen resfriado. ¿Dónde has estado todo el día?

—En el cine.

—¿En el cine? ¡Estás de broma! —soltó una exquisita carcajada—. Aquí nunca ponen nada que valga la pena, salvo para esos pueblerinos.

—Pues ésta era fascinante. Un grupo experimental de Minnehaha Falls ha rodado una nueva y arriesgada versión de la leyenda de Leda y el cisne, con letra de Gertrude Stein y música de Virgil Thomson y Bix Beiderbecke.

—¡No! ¿Por qué no me lo dijiste? Podríamos haber ido todos…

—A Leda la interpreta una niña jorobada de trece años y los secundarios son Laurel y Hardy, los hermanos Ritz, Bela Lugosi y Buster Keaton. Los decorados son de Salvador Dalí y el vestuario de Christian Bérard.

—¿Ah, sí? Yo no habría escogido a Bérard, pero… ¡Oh, me tomas el pelo!

—Escucha, Margot —dije—. Quiero hablar contigo muy en serio…, a solas y ahora.

—De acuerdo. Yo también quiero hablar contigo. He estado hablando de nuestros proyectos con Melissa y Miranda.

—Ésa es una de las cosas de las que quiero hablar —respondí.

—… en el velero. Y se nos ha ocurrido una idea magnífica…

—¿No crees que deberías hacer planes conmigo? —pregunté.

—… que cuidará de ti, de mí, de Melissa y de Miranda y nos garantizará una vida valiosa, interesante y cultivada para todos…

—Mi vida ya es bastante valiosa, interesante y cultivada —respondí. Pero Margot no parecía estar oyendo una sola palabra de lo que decía. Prosiguió:

—Creo que lo mejor será que nos casemos a finales de septiembre, tal como habíamos planeado. Luego iremos de viaje a Europa.

—No estoy seguro de poder ausentarme del despacho.

—… y cuando los cuatro volvamos de Europa, nos estableceremos…

—¡Margot! ¿Estás oyendo lo que te digo?

—Pues claro, cariño. Verás, Melissa ha sugerido Capri, pero allí hay tanta chusma que no podríamos hacer nada creativo, así que se me ha ocurrido que Mame podría alquilar una casa en Ischia o…

—¿De qué estás hablando?

—Pues de nosotros —dijo con languidez.

—¿De ti y de mí?

—Naturalmente…, de ti, de mí, de Melissa y de Miranda.

—No creo que mi agencia tenga sucursal en Ischia ni en Capri —repliqué—. De hecho, sólo tienen oficinas en Nueva York. Es una agencia pequeña.

—Eso no importa, cariño.

—Es mi medio de vida —respondí—. Mi trabajo.

—¡Trabajo! ¿Llamas trabajo a escribir banalidades para ganarte un plato de sopa?

—Me tiene ocupado la mayor parte del día —repliqué con frialdad.

—En cuanto a ganarte la vida, no lo necesitas. Tienes dinero de sobra. Y, por supuesto, Mame también.

—¿Y?

—No, sé, Patrick, cariño, ¿por qué quitarle el empleo a quien lo necesita de verdad? —Parecía muy tranquila—. Tal como te he dicho, no es un trabajo para una persona inteligente.

—¿Y qué trabajo tienes tú, Margot?

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