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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (7 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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Cuando bajó a la cocina, Cia estaba retirando los platos de la tarta. Lo miró interrogante y él le dijo en tono amable:

—Gracias por dejarme curiosear un poco. No sé si llegará a servir de algo, pero ahora tengo la sensación de que sé algo más de Magnus y de quién era… de quién es.

—Sí sirve. Para mí.

Se despidió y salió a la calle. Se detuvo en la escalinata y observó la corona ajada que colgaba de la puerta. Tras dudar unos segundos, la quitó. Con el sentido del orden que tenía Magnus, seguro que no le habría gustado verla allí a aquellas alturas.

L
os niños gritaban a pleno pulmón. El ruido rebotaba entre las paredes de la cocina de tal manera que creyó que le estallaría la cabeza. Llevaba varias noches sin dormir bien. Dando vueltas y vueltas a un montón de ideas, como si tuviera que procesarlas meticulosamente una a una antes de pasar a la siguiente.

Incluso había pensado ir a la cabaña y sentarse a escribir un rato. Pero el silencio y la oscuridad de la noche que reinaba fuera darían rienda suelta a los espectros, y se veía incapaz de acallarlos con su retórica. De modo que se quedó en la cama mirando al techo, traspasado de desesperanza.

—¡Ya está bien! —Sanna separó a los niños, que estaban peleándose por el paquete de cacao O’boy. Luego se volvió hacia Christian, que miraba al infinito con la tostada y el café aún sin probar.

—¡No estaría mal que ayudaras un poco!

—Es que he dormido mal —respondió tomando un sorbo del café ya frío. Acto seguido, se levantó y lo vertió en el fregadero, se sirvió otro y le añadió un poco de leche.

—Comprendo perfectamente que te encuentras en un momento de mucho trajín y sabes que te he apoyado siempre mientras has estado trabajando en el libro. Pero yo también tengo un límite. —Sanna le arrebató a Nils una cuchara un segundo antes de que se la estampara en la frente a su hermano mayor, y la tiró ruidosamente al fregadero. Respiró hondo para hacer acopio de fuerzas antes de seguir dando vía libre a todo lo que había ido acumulando. A Christian le habría gustado poder darle a un botón y detenerla. No podía más.

—No he dicho una palabra cuando, directamente del trabajo, te has ido a escribir a la cabaña y te has pasado allí toda la noche. He ido a recoger a los niños a la guardería, he preparado la cena y he procurado que se la coman, he recogido la casa, les he cepillado los dientes, les he leído el cuento, los he acostado. He hecho todo eso sin refunfuñar para que tú pudieras dedicarte a tu maldita
labor creadora
.

Las últimas palabras destilaban un sarcasmo que no le había oído nunca. Christian cerró los ojos y trató de que aquellas palabras no le alcanzaran la conciencia. Pero ella continuó implacable.

—Y, de verdad, me parece estupendo que la cosa vaya bien. Que hayas podido publicar el libro y que te hayas convertido en una nueva estrella. Me encanta y te mereces cada minuto que puedas disfrutar. Pero ¿y yo qué? ¿Dónde entro yo en todo esto? Nadie me elogia, nadie me mira y me dice: «Vaya, Sanna, eres genial, qué suerte tiene Christian contigo». Ni siquiera tú me lo dices. Tú simplemente das por hecho que yo tenga que vivir como una esclava, con los niños y la casa, mientras que tú haces «lo que tienes que hacer» —dijo describiendo en el aire el signo de las comillas—. Y desde luego, claro que lo hago, que cargo gustosa con todo. Sabes que me encanta cuidar de los niños, pero no por ello se me hace menos cuesta arriba. ¡Y por lo menos quiero que me des las gracias! ¿A ti te parece que es mucho pedir?

—Sanna, ahora no, nos están oyendo los niños… —protestó Christian, aunque comprendió que era inútil.

—Ya, siempre tienes una excusa para no hablar conmigo, ¡para no tomarme en serio! O estás muy cansado, o no tienes tiempo porque debes ponerte a escribir, o no quieres discutir delante de los niños, o, o, o…

Los pequeños estaban sentados en silencio y miraban aterrados a Sanna y a Christian, que notó cómo el cansancio daba paso a la ira.

Detestaba aquella actitud de Sanna y era algo que habían discutido infinidad de ocasiones. Que no se cortase a la hora de involucrar a los niños en los conflictos que surgiesen entre ellos. Sabía que trataría de convertir a los niños en sus aliados en aquella guerra cada vez más declarada que había estallado entre ellos. Pero ¿qué podía hacer él? Sabía que todos sus problemas se debían a que no la quería y nunca la había querido. Y ella lo sabía, aunque no quería reconocerlo. Si hasta la había elegido por esa razón, porque era alguien a quien no podría llegar a querer. No como a…

Dio un fuerte puñetazo contra el borde de la mesa. Sanna y los niños dieron un respingo por lo inesperado de aquel gesto. La mano le dolía muchísimo, y eso era lo que pretendía, precisamente. El dolor ahuyentaba todo aquello en lo que no podía permitirse pensar, y notó que estaba recuperando el control.

—No vamos a discutir este asunto ahora —dijo secamente evitando mirar a Sanna a los ojos. Notó sus miradas en la espalda mientras se dirigía al recibidor, se ponía la cazadora y los zapatos y salía a la calle. Lo último que oyó antes de cerrar la puerta fue que Sanna les decía a los niños que su padre era un idiota.

L
o peor era el aburrimiento. Llenar las horas que las niñas pasaban en la escuela con algo que tuviese, al menos, un atisbo de sentido. No era que no tuviese cosas que hacer. Conseguir que la vida de Erik transcurriese sin preocupaciones no era tarea para una persona perezosa. Las camisas debían estar siempre colgadas en su sitio, lavadas y planchadas, había que planificar y preparar cenas para los socios y la casa debía estar siempre reluciente. Verdad era que contaban con una asistenta sin contrato que limpiaba una vez a la semana, pero siempre había cosas que atender. Millones de pequeños detalles que debían funcionar y estar en su lugar, sin que Erik tuviera que notar que alguien se había esforzado para que así fuera. El único problema era que resultaba condenadamente aburrido. Le encantaba todo lo relacionado con las niñas cuando eran pequeñas, incluso los pañales, algo a lo que Erik jamás dedicó un segundo siquiera. Pero a ella no le importaba, se sentía necesaria. Útil. Ella era el centro del mundo para sus hijas, la que se levantaba antes que ellas por las mañanas para hacer que brillara el sol.

Esa época era ya historia. Las niñas iban a la escuela. Se dedicaban a sus amigos y a sus actividades y ahora la veían más bien como el sector servicios. Exactamente igual que Erik. Por si fuera poco, veía con dolor que empezaban a convertirse en dos seres bastante insoportables. Erik compensaba su falta de implicación comprándoles todo lo que pedían, y les había contagiado el desprecio que sentía por ella.

Louise pasó la mano por la encimera de la cocina. Mármol italiano, importado expresamente. Lo había elegido Erik en uno de sus viajes de negocios. A ella no le gustaba. Demasiado frío y demasiado duro. Si hubiera podido elegir, a ella le habría gustado algo de madera, quizá roble oscuro. Abrió una de las puertas lisas y relucientes de los armarios. Más frío, buen gusto sin sentimientos. Para aquella encimera de roble oscuro ella habría elegido puertas blancas de estilo rústico, pintadas a mano, para que se notasen las pinceladas y diesen cuerpo a la superficie.

Rodeó con la mano una de las grandes copas de vino. Regalo de boda de los padres de Erik. De vidrio soplado, naturalmente. El día de su boda su suegra le soltó un discurso sobre la fábrica danesa, pequeña pero exclusiva, en la que habían encargado tan costosa cristalería.

Algo se estremeció en su interior, se le abrió la mano como por voluntad propia. El vidrio estalló en mil pedazos contra el suelo de guijarro. Un suelo que, naturalmente, también era italiano. Era una de las muchas cosas que Erik parecía tener en común con sus padres: lo sueco nunca era lo bastante bueno. Cuanto más remoto era el origen, tanto mejor. Bueno, siempre y cuando no fuese de Taiwán, naturalmente. Louise soltó una risita. Cogió otra copa y, pisando los cristales con las zapatillas, se encaminó decidida hacia la caja de vino que había en la encimera. Erik se burlaba de aquella caja. Él solo se conformaba con vino embotellado de varios cientos de coronas la botella. No se le pasaría por la cabeza mancillarse las papilas gustativas con un vino de doscientas coronas la caja. A veces, solo por chincharle, le llenaba la copa con su vino, en lugar de aquellas botellas francesas o sudafricanas tan finolis cuya especial naturaleza él alababa en largas peroratas. Curiosamente, la misma especial naturaleza de su vino barato, puesto que Erik jamás notó la diferencia.

Y solo gracias a aquellas pequeñas venganzas podía soportar su existencia y que volviera a las niñas contra ella, que la tratase como a un trapo y que se acostase con una vulgar peluquera.

Louise puso la copa debajo de la espita y lo llenó hasta el borde. Luego, brindó con el reflejo de su imagen en la puerta de acero inoxidable del frigorífico.

E
rica no lograba dejar de pensar en las cartas. Andaba en casa de un lado para otro, hasta que se vio obligada a sentarse a la mesa de la cocina al cabo de un rato, cuando empezó a notar el dolor en los riñones. Cogió un bloc y un bolígrafo que había en la mesa y empezó a escribir rápidamente lo que recordaba de las cartas que había visto en casa de Christian. Tenía buena memoria para retener textos y estaba casi segura de haber reproducido la mayor parte.

Leía lo que había escrito una y otra vez y, cuanto más lo leía, más amenazador se le antojaba el contenido. ¿Quién tendría motivos para sentir tanta rabia contra Christian? Erica meneó la cabeza, como hablando consigo misma. En realidad, resultaba imposible decir si el autor de las cartas era hombre o mujer. Pero había algo en el tono, en la construcción de las frases y las expresiones, que la hacían pensar en un odio de mujer. No de hombre.

Hecha un mar de dudas, cogió el teléfono inalámbrico. Pero lo dejó otra vez. Sería una tontería. Pero, tras haber leído las palabras del bloc una vez más, cogió el aparato y marcó un número de móvil que sabía de memoria.

—Gaby —respondió la editora jefe después de un solo tono de llamada.

—Hola, soy Erica.

—¡Erica! —La voz chillona de Gaby se elevó una octava y Erica apartó el auricular de la oreja—. ¿Cómo va todo, querida? ¿No vienen todavía esos bebés? Ya sabes que los gemelos suelen adelantarse. —Parecía que Gaby estuviese andando por la calle.

—No, todavía no —contestó Erica esforzándose por ocultar la irritación que sentía. No comprendía por qué la gente tenía que recordarle a todas horas que los gemelos solían nacer antes de tiempo. En todo caso, ya lo descubriría ella misma llegado el momento—. Te llamo por Christian.

—Ah, sí, ¿cómo está? —preguntó Gaby—. Lo he llamado varias veces, pero su mujercita se limita a decirme que no está en casa, lo cual no me creo ni por un momento. Fue horripilante verlo desplomarse así. Mañana tiene la primera sesión de firmas y deberíamos avisar cuanto antes si hubiera que cancelarlo, lo cual sería una verdadera lástima.

—Yo lo he visto hoy y diría que está en forma para firmar mañana. Por eso no tienes que preocuparte —dijo Erica tomando impulso para poder hablar de lo que realmente le interesaba. Respiró tan hondo como le permitían las actuales limitaciones de su cavidad pulmonar y continuó—: Quería hacerte una pregunta.

—Claro, adelante, pregunta.

—¿Habéis recibido en la editorial algo relacionado con Christian?

—¿A qué te refieres?

—Sí, verás, me preguntaba si ha llegado alguna carta o algún mensaje para Christian. Alguna amenaza.

—¿Una carta de amenaza?

Erica empezaba a sentirse como un niño delatando a un compañero de clase, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

—Pues sí, verás, resulta que Christian lleva año y medio recibiendo cartas de amenaza, más o menos desde que empezó con el libro. Y lo he visto preocupado, aunque no quiere admitirlo. Pensaba que quizá también hubiese llegado alguna a la editorial.

—¡Pero, qué me dices! Qué va, aquí no hemos recibido nada de eso. ¿Se sabe de quién son? ¿Lo sabe Christian? —Gaby hablaba atropelladamente y ya no se oía el ruido de los tacones sobre el asfalto, así que debía de haberse parado.

—Son anónimas y no creo que Christian sepa quién se las envía. Pero ya lo conoces, tampoco es seguro que dijera nada aunque lo supiera. De no haber sido por Sanna yo no lo habría averiguado. Y el desmayo que sufrió el miércoles pasado fue a causa de la tarjeta que llevaba el ramo de flores, porque parecía escrita por la misma persona.

—Me parece una verdadera locura. ¿Guarda alguna relación con el libro?

—Eso mismo le pregunté yo a Christian, pero él insiste en que nadie puede sentirse aludido en lo que narra.

—Bueno, pues es terrible. Ya me avisarás si averiguas algo más.

—Lo intentaré —respondió Erica—. Y no le digas a Christian que te lo he contado, por favor.

—Por supuesto que no. Esto queda entre nosotras. Estaré atenta al correo que nos llegue a nombre de Christian. Seguro que empieza a llegar ahora que la novela está en las librerías.

—Las reseñas, estupendas —dijo Erica para cambiar de tema.

—¡Sí, es maravilloso! —exclamó Gaby con tanto entusiasmo que Erica tuvo que apartar de nuevo el auricular de la oreja—. Ya he oído el nombre de Christian en la misma frase que el premio Augustpriset. Por no hablar de los diez mil ejemplares que ya van camino de las librerías.

—Increíble —respondió Erica con el corazón henchido de orgullo. Ella, mejor que nadie, sabía cuánto había trabajado Christian con aquel manuscrito, y se alegraba muchísimo de que tanto esfuerzo diera su fruto.

—Desde luego —gorjeó Gaby—. Querida, no puedo seguir hablando, tengo que hacer una llamada.

Hubo algo en la última frase de Gaby que sembró en Erica cierto malestar. Debería habérselo pensado un poco antes de llamar a la editora. Debería haberse calmado. Y como para confirmar que tenía razón, uno de los gemelos le atizó una patada tremenda en las costillas.

E
ra una sensación tan extraña. Felicidad. Anna había ido aceptándola gradualmente y había aprendido a vivir con ella. Pero hacía tanto tiempo, si es que alguna vez la había experimentado.

—¡Dámelo! —Belinda corría detrás de Lisen, la hija menor de Dan, que, entre gritos, buscó refugio detrás de Anna. La pequeña agarraba fuertemente el cepillo de Belinda.

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