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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (4 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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—¡Cuidado! —exclamó Erica—. Sospecho que te has pasado un pelín. No creo que debas beber más antes del acto. —Con suma delicadeza, le retiró la copa de la mano y la colocó en la mesa más próxima—. Te prometo que irá bien. Gaby empezará por presentaros a ti y el libro, luego yo te haré las preguntas que ya hemos repasado. Tú confía en mí. El único problema lo tendremos a la hora de subirme a mí a la tarima.

Erica se echó a reír y Christian la secundó. No de corazón, y con una risa un tanto chillona, pero funcionó. Se relajó un poco y notó que empezaba a respirar otra vez. Acorraló el recuerdo de las cartas en lo más recóndito de la memoria. No debía permitir que aquello le afectase en una noche tan importante. Le había dado a la sirena la oportunidad de expresarse en el libro y, por lo que a él se refería, el asunto estaba zanjado.

—Hola, cariño. —Sanna se les unió contemplando la sala con ojos chispeantes. Sabía que aquel era un momento de capital importancia para ella. Quizá incluso más que para él.

—¡Qué guapa estás! —le comentó Christian mientras ella disfrutaba del cumplido. Sanna era guapa. Y él sabía que había tenido suerte al conocerla. Le aguantaba muchas de sus rarezas, más de lo que aguantaría la mayoría. Pero no era culpa suya, Sanna no podía llenar el vacío que sentía dentro. Seguramente, nadie podía. Le pasó el brazo por los hombros y le besó la melena.

—¡Qué monos! —Gaby se les acercó esquivando a la gente y haciendo resonar los tacones—. Aquí tienes, Christian, te han regalado unas flores.

Se quedó mirando el ramo que Gaby sostenía en el regazo. Era muy bonito, aunque sencillo. Todo de lirios blancos.

Con la mano temblándole descontrolada, fue a coger el sobre blanco que había prendido en el ramo. Era tal el temblor que lo abrió a duras penas, consciente solo a medias de las miradas de extrañeza que le dirigían las dos mujeres.

También la tarjeta era sencilla. Blanca, de papel grueso, con el mensaje en negro escrito con letra elegante, la misma que en las cartas. Se quedó mirando fijamente aquellas líneas. Acto seguido, todo se volvió negro a su alrededor.

E
ra lo más hermoso que había visto nunca. Olía bien y llevaba la melena larga peinada hacia atrás con una cinta blanca. Brillaba tanto que casi tenía que entrecerrar los ojos. Dio un paso indeciso hacia ella, dudando de que le estuviera permitido participar de tanta belleza. Ella extendió los brazos en señal de que así era y él se arrojó en ellos con paso rápido. Lejos de lo negro, lejos de la maldad. En cambio, se veía ahora envuelto en lo blanco, en luz, en el aroma floral y la suavidad sedosa del cabello en la mejilla
.

—¿Ahora sí eres mi madre? —preguntó por fin dando un paso atrás, aunque a su pesar. Ella asintió—. ¿Seguro? —Él temía que alguien entrase de pronto y lo destrozara todo con un comentario brusco, que le desvelara que estaba soñando, que alguien tan maravilloso no podía ser la madre de alguien como él
.

Pero no se oyó ninguna voz. Y ella volvió a asentir y él no pudo contenerse. Se arrojó en sus brazos y sintió que no quería dejarlo nunca, nunca jamás. En algún lugar recóndito de su cabeza se hallaban otras imágenes, otros aromas y sonidos que querían aflorar, pero se sumergían en el perfume floral y el rumor de su ropa. Intentó ahuyentarlos. Los obligó a esfumarse y los sustituyó por lo nuevo, lo fantástico. Lo increíble
.

Alzó la vista hacia aquella nueva madre y el corazón se le aceleró de felicidad. Cuando le cogió la mano y se lo llevó de allí, él la siguió lleno de alegría
.


T
engo entendido que anoche la cosa terminó en un pequeño drama. ¿En qué estaría pensando Christian? Mira que emborracharse en un momento así… —Kenneth Bengtsson llegaba tarde a la oficina tras una mañana tremenda en casa. Dejó la chaqueta en el sofá pero, tras la mirada reprobatoria de Erik, la cogió y la colgó en el perchero de la entrada.

—Sí, desde luego, fue un final lamentable —respondió Erik—. Por otro lado, Louise parecía dispuesta a zambullirse en la niebla de la bebida, al menos eso me lo ahorré al largarme.

—Pero ¿tan grave es? —preguntó Kenneth observando a Erik. No era frecuente que Erik le confiase nada personal. Siempre había sido así. Cuando eran niños y jugaban juntos, y ahora que ya eran adultos. Erik trataba a Kenneth como si apenas lo tolerase, como si le estuviese haciendo un favor rebajándose a relacionarse con él. De no haber sido porque Kenneth tenía algo que ofrecerle a Erik, habrían perdido la amistad hace tiempo. Como así fue durante los años en que Erik estudiaba en la universidad y trabajaba en Gotemburgo. Kenneth se quedó en Fjällbacka y puso en marcha su modesta asesoría fiscal. Un negocio que había ido ganando popularidad con los años.

Porque Kenneth tenía talento. Era consciente de que no podía considerarse ni guapo ni atractivo, y tampoco se hacía ilusiones de que su nivel de inteligencia se hallase por encima de la media. Pero tenía una habilidad extraordinaria para trabajar con los números. Y era capaz de hacer malabares con las diversas cantidades de las cuentas de beneficios y los balances como un David Beckham de la contabilidad. Aquello, en combinación con su capacidad para poner al fisco de su parte, hacía que, de repente y por primera vez en su vida, fuese un ser de capital importancia para Erik. Y Kenneth se convirtió en la pareja imprescindible cuando Erik decidió aventurarse en el mundo de la construcción en la Costa Oeste, que tan lucrativo venía siendo últimamente. Claro que Erik le dejó bien claro cuál era su sitio, y Kenneth no poseía más que un tercio de la empresa, no la mitad que le correspondía en razón de sus aportaciones al negocio. Pero eso no era tan importante. Kenneth no aspiraba a hacerse rico ni a acumular poder. Estaba satisfecho haciendo aquello que tan bien se le daba y siendo el socio de Erik.

—Pues sí, la verdad es que no sé qué hacer con Louise —confesó Erik al tiempo que se levantaba de la silla—. Si no hubiera sido por las niñas… —Meneó la cabeza y cogió el abrigo.

Kenneth asintió comprensivo. En realidad, sabía a la perfección dónde le apretaba el zapato. Y no era por las niñas, precisamente. Lo que le impedía a Erik separarse de Louise era el hecho de que ella se quedaría con la mitad del dinero y las propiedades.

—Me largo a comer. Estaré fuera un buen rato. Almuerzo largo.

—Vale —dijo Kenneth—. Almuerzo largo, claro.

—¿
E
stá en casa? —Erica se encontraba en la escalinata de la casa de los Thydell.

Sanna pareció dudar unos segundos pero, finalmente, se hizo a un lado y la invitó a entrar.

—Está arriba, en el despacho. Sentado ante el ordenador mirando la pantalla.

—¿Puedo subir?

Sanna asintió.

—No parece oír nada de lo que le digo. A ver si tú tienes más suerte.

Erica percibió cierta amargura en el tono y la observó detenidamente. Parecía cansada. Cansada y algo más que Erica no logró identificar.

—Veré lo que puedo hacer. —Erica subió como pudo la escalera, con una mano a modo de apoyo en la barriga. Hasta un esfuerzo nimio como aquel la dejaba exhausta últimamente.

—Hola. —Dio unos golpecitos en la puerta abierta y Christian se volvió. Estaba sentado en la silla, delante de la pantalla negra del ordenador—. Ayer nos diste un susto —dijo Erica sentándose en el sillón que había en un rincón.

—Es que estoy extenuado, eso es todo —explicó Christian. Pero tenía unas arrugas profundas alrededor de los ojos y le temblaban las manos ligeramente—. Y luego está lo de Magnus, que me tiene preocupado.

—¿Seguro que no hay nada más? —Sonó más seria de lo que pretendía—. Ayer me encontré esto y te lo he traído. —Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó la tarjeta del ramo de lirios blancos—. Se te debió caer.

Christian se quedó mirando la tarjeta.

—Quítala de mi vista.

—¿Qué significa? —Erica miraba extrañada a aquel hombre, al que había empezado a considerar un amigo.

Él no respondió. Erica repitió, en tono más suave:

—Christian, ¿qué significa esto? Ayer reaccionaste de forma exagerada. No intentes hacerme creer que es solo porque estás cansado.

Él seguía guardando un silencio que interrumpió de pronto la voz de Sanna, que resonó desde la puerta:

—Háblale de las cartas.

Se quedó en el umbral, esperando a que su marido respondiera. Christian continuó en silencio un instante más, antes de abrir el último cajón del escritorio y sacar un pequeño fajo de cartas.

—Llevo un tiempo recibiendo cartas como estas.

Erica las cogió y las hojeó con cuidado. Folios blancos con tinta negra. Y, sin duda, la misma letra que en la tarjeta que ella le había llevado. Aunque las palabras le resultaban familiares. Expresiones diferentes, pero el tema era el mismo. Leyó en voz alta la primera misiva:

—«Ella camina a tu lado, ella te acompaña. No tienes derecho sobre tu vida, lo tiene ella.»

Erica levantó la vista claramente perpleja.

—¿Qué quiere decir? ¿Tú entiendes algo?

—No —respondió rápido y resuelto—. No, no tengo ni idea. No conozco a nadie que quiera hacerme daño. Y tampoco sé quién es «ella». Debería haberlas tirado —dijo extendiendo la mano hacia las cartas, pero Erica no hizo amago de devolvérselas.

—Lo que deberías hacer es ir a la Policía.

Christian meneó la cabeza.

—No, seguro que es alguien que se está divirtiendo a mi costa.

—Pues esto no suena a broma. Y tampoco parece que tú pienses que tiene la menor gracia.

—Eso mismo le he dicho yo —intervino Sanna—. A mí me parece muy desagradable, y con los niños y todo. Imagínate que es algún trastornado que… —Hablaba con la mirada clavada en Christian y Erica comprendió que no era la primera vez que discutían aquel tema, pero él negó tozudo con la cabeza.

—No quiero darle tanta importancia.

—¿Cuándo empezó todo esto exactamente?

—Fue cuando empezaste con el libro —respondió Sanna, que se ganó una mirada iracunda de su marido.

—Sí, más o menos entonces —admitió Christian—. Hace un año y medio.

—¿Habrá alguna relación? ¿Hay en el libro alguna persona o suceso real? ¿Alguien que pudiera sentirse amenazado por lo que has escrito? —Erica miraba con firmeza a Christian, que parecía extremadamente incómodo. Era obvio que no deseaba mantener aquella conversación.

—No, es una obra de ficción —dijo, y apretó los labios—. Nadie puede sentirse aludido. Tú has leído el manuscrito. ¿A ti te parece que es autobiográfico?

—No, yo no diría eso —respondió Erica encogiéndose de hombros—. Pero sé por experiencia que uno trenza fragmentos de su realidad con lo que escribe, consciente o inconscientemente.

—Pues no, yo no —estalló Christian retirando la silla y levantándose. Erica comprendió que había llegado el momento de irse, e intentó levantarse del sillón. Pero las leyes de la física estaban en su contra y de sus esfuerzos solo resultaron resoplidos y jadeos. A Christian se le dulcificó el semblante y le tendió la mano.

—Seguro que no es más que un loco que oyó que estaba escribiendo un libro y se le llenó la cabeza de ideas raras. Nada más —añadió, ya más tranquilo.

Erica dudaba de que aquella fuera toda la verdad, pero se trataba más bien de una sensación sin fundamento. Se encaminó al coche con la esperanza de que Christian no notase que, en lugar de seis cartas, ahora solo había cinco en el cajón del escritorio. Al salir, se había guardado una en el bolso. No se explicaba cómo se había atrevido, pero si Christian no quería contárselo, tendría que investigar por su cuenta. Las cartas tenían un tono claramente amenazador y su amigo podía hallarse en peligro.

—¿
H
as tenido que cancelar a alguien? —preguntó Erik olisqueando el pezón de Cecilia. Ella dejó escapar un gemido y se estiró en la cama de su apartamento. Tenía la peluquería a una cómoda distancia, en la planta baja de la casa.

—Eso quisieras tú, que empezara a cancelar clientes para hacerte hueco en mi agenda. ¿Qué te hace pensar que eres tan importante?

—No creo que haya nada más importante que esto —dijo lamiéndole el pecho. Incapaz de esperar, Cecilia lo atrajo hasta que lo tuvo encima.

Después, se quedó tumbada con la cabeza apoyada en su brazo, sintiendo el cosquilleo del vello en la mejilla.

—Me resultó un poco extraño toparme ayer con Louise. Y contigo.

—Ummm —respondió Erik con los ojos cerrados. No tenía el menor interés en hablar de su mujer, ni de su matrimonio, con su amante.

—A mí Louise me cae bien —Cecilia jugaba enredando los dedos en el vello del pecho—. Y si ella supiera…

—Ya, pero no lo sabe —la interrumpió Erik bruscamente incorporándose a medias—. Y no lo sabrá nunca.

Cecilia levantó la vista, lo miró a los ojos y él supo, por experiencia, adónde los llevaría aquella conversación.

—Tarde o temprano lo sabrá.

Erik suspiró para sus adentros. Que siempre tuvieran que andar discutiendo sobre el después y sobre el futuro… Se levantó de la cama y empezó a vestirse.

—¿Ya te vas? —preguntó Cecilia. Se le notaba en la cara que se sentía herida, lo que irritó más aún a Erik.

—Tengo mucho trabajo —respondió él sin muchas explicaciones mientras se abotonaba la camisa. Notaba el olor a sexo en la nariz, pero ya se ducharía cuando llegase a la oficina, donde tenía una muda para ocasiones como aquella.

—O sea, que vamos a seguir así, ¿no? —Cecilia estaba medio tumbada en la cama y Erik no pudo evitar fijarse en aquel cuerpo desnudo. Los pechos apuntaban hacia arriba y tenía los pezones oscuros y otra vez duros por el fresco que hacía en la habitación. Hizo una estimación rápida. En realidad, tampoco tenía tanta prisa por volver a la oficina y no tenía nada en contra de otra ronda. Claro que ahora la cosa exigiría cierta persuasión y delicadeza sugestiva, pero la tensión que ya sentía en el cuerpo le decía que valdría la pena el esfuerzo. Se sentó en el borde de la cama, suavizó la voz y la expresión y le acarició la mejilla.

—Cecilia —le dijo, y continuó con aquel discurso que tan fácilmente le rodaba por la lengua, como en tantas otras ocasiones. Cuando ella respondió apretándose contra él, sintió los pechos a través de la camisa. Y volvió a desabotonarla.

T
ras un almuerzo tardío en el restaurante Källaren, Patrik aparcó delante de aquel edificio bajo de color blanco que nunca ganaría ningún premio de arquitectura y entró en la recepción de la comisaría de Tanumshede.

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