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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (5 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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—Tienes visita —dijo Annika mirándolo por encima de las gafas.

—¿De quién?

—No lo sé, pero es una belleza. Más bien rellenita, quizá, pero me parece que te va a gustar.

—¡¿Pero qué dices?! —exclamó Patrik desconcertado, preguntándose por qué habría empezado Annika a buscar pareja a colegas felizmente casados.

—Bueno, tú ve y mira, está en tu despacho —respondió Annika con un guiño.

Patrik se encaminó a su despacho y se detuvo en la puerta.

—¡Hola, cariño! ¿Qué haces tú por aquí?

Erica estaba sentada delante del escritorio, hojeando distraída un ejemplar de la revista
Polis
.

—¡Qué tarde llegas! —observó ella sin responder a su pregunta—. ¿Ese es todo el estrés del poder policial?

Patrik resopló por toda respuesta: sabía que a Erica le encantaba chincharle.

—Bueno, ¿qué te trae por aquí? —preguntó mientras se sentaba en su sitio. Se inclinó hacia delante y observó a su mujer. Una vez más, tomó conciencia de lo guapa que era. Recordó la primera vez que lo visitó en la comisaría, cuando el asesinato de su amiga Alexandra Wijkner, y pensó que, desde entonces, se había puesto más guapa todavía. A veces se le olvidaba, con el trajín de la vida cotidiana, cuando pasaban los días, uno tras otro, entre el trabajo, ir y venir de la guardería, la compra y las noches en el sofá, agotados delante del televisor. Pero de vez en cuando caía en la cuenta, con toda lucidez, de hasta qué punto el amor que sentía por ella estaba lejos de ser mediocre y cotidiano. Y ahora que la tenía allí, en el despacho, con el sol del invierno realzando el rubio de su melena y embarazada de sus dos hijos, lo sentía tan fuerte que supo que aquellos instantes durarían toda la vida.

Patrik se dio cuenta de pronto de que no había oído la respuesta de Erica y le pidió que la repitiera.

—Pues eso, te decía que he estado hablando con Christian esta mañana.

—¿Qué tal está?

—Parecía que estaba bien, un poco afectado aún. Pero… —Guardó silencio y se mordió el labio.

—Pero ¿qué? Yo creía que había bebido un poco de más y que estaba nervioso, simplemente.

—Bueno… esa no es toda la verdad. —Con sumo cuidado, Erica sacó una bolsa de plástico y se la entregó a Patrik—. La tarjeta venía con las flores que le mandaron ayer. Y la carta es una de las seis que ha recibido este último año y medio.

Patrik miró largamente a su mujer y empezó a abrir la bolsa.

—Creo que es mejor que intentes leerlas sin sacarlas de ahí. Christian y yo ya las hemos tocado. No creo que hagan falta más huellas.

Patrik volvió a lanzarle otra mirada de reprobación, pero siguió su consejo y leyó el texto de la tarjeta y la carta a través del plástico.

—¿A ti qué te parece? —Erica se sentó más cerca del borde de la silla, que estuvo a punto de volcar, obligándola a repartir bien el peso de nuevo.

—Bueno, suena como una amenaza, aunque no sea muy directa.

—Sí, así lo veo yo. Y, desde luego, así es como lo ve Christian, aunque intente quitarle hierro al asunto. Si hasta se niega a enseñarle las cartas a la Policía.

—O sea, que esta… —Patrik sostenía la bolsa delante de Erica.

—Vaya, parece que me la llevé sin querer. Qué torpeza la mía. —Ladeó la cabeza e intentó parecer adorable, pero su marido no se dejó convencer tan fácilmente.

—Vamos, que se la has robado a Christian, ¿no?

—Robar, lo que se dice robar… La tomé prestada por un tiempo.

—¿Y qué quieres que haga con este material… prestado? —preguntó Patrik, aun sabiendo cuál era la respuesta.

—Pues es obvio que alguien está amenazando a Christian. Y que él tiene miedo. Hoy también me he dado cuenta. Él se lo toma de lo más en serio. No me explico por qué no quiere contárselo a la Policía, pero ¿quizá tú podrías indagar discretamente si hay algo de utilidad en la carta y en la tarjeta? —le dijo con voz suplicante. Patrik ya sabía que iba a capitular. Cuando Erica se ponía así, se volvía intratable, lo sabía por experiencia duramente adquirida.

—Vale, vale —dijo levantando las manos en son de paz—. Me rindo. Ya veré si podemos encontrar algo. Pero que sepas que no encabeza la lista de prioridades.

Erica sonrió.

—Gracias, cariño.

—Anda, vete a casa a descansar un rato —respondió Patrik, que no pudo evitar inclinarse y darle un beso.

Cuando Erica se hubo marchado, empezó a dar vueltas distraído a aquella bolsa llena de amenazas. Tenía el cerebro lento y como embotado, pero algo empezaba a moverse, pese a todo. Christian y Magnus eran amigos. ¿Podría…? Desechó la idea enseguida, pero se le imponía una y otra vez y miró la foto que tenía enfrente clavada en la pared. ¿Existiría alguna conexión?

B
ertil Mellberg paseaba empujando el carrito. Leo iba sentado como siempre, feliz y contento y, de vez en cuando, le sonreía mostrándole dos dientecillos en la mandíbula inferior. Había dejado a
Ernst
en la comisaría, pero cuando lo llevaba consigo, el animal solía caminar tranquilo junto al carrito y vigilar que nadie amenazase a quien se había convertido en el centro de su mundo. Y, desde luego, en el centro del mundo de Mellberg.

Él jamás sospechó que pudieran abrigarse tales sentimientos por una persona. Leo conquistó su corazón nada más nacer; Mellberg fue el primero que lo cogió en brazos en la sala de partos. Bueno, la abuela de Leo no se quedaba atrás, pero el primero de la lista de las personas más importantes de su vida era aquel pilluelo.

Muy a su pesar, Mellberg se encaminó de nuevo hacia la comisaría. En realidad, Paula iba a encargarse de Leo durante el almuerzo, mientras Johanna, su pareja, hacía unos recados. Sin embargo, Paula tuvo que acudir a la casa de una mujer cuyo anterior marido estaba resuelto a matarla a palos, de modo que Mellberg se apresuró a ofrecerse como voluntario para darle un paseo al pequeño. Y ahora lo disgustaba la idea de llevarlo de vuelta. Mellberg le tenía una envidia recalcitrante a Paula, que pronto se tomaría la baja maternal. A él no le importaría lo más mínimo pasar más tiempo con Leo. Por cierto, tal vez fuese una buena idea, como buen jefe y guía, quizá debiera ofrecer a sus subordinados la oportunidad de evolucionar sin su vigilancia. Además, Leo necesitaba desde el principio un modelo masculino fuerte. Con dos madres y sin padre a la vista, Paula y Johanna deberían pensar en el bien del pequeño y procurar que tuviese la oportunidad de aprender de un hombre hecho y derecho, de un hombre de ley. Por ejemplo, de alguien como él.

Mellberg empujó la pesada puerta de la comisaría con la cadera y tiró del carrito. A Annika se le iluminó la cara al verlos, Mellberg estaba henchido de orgullo.

—Vaya, hemos estado fuera dando un buen paseo, ¿no? —dijo Annika levantándose para ayudar a Mellberg con el carrito.

—Sí, las chicas necesitaban que les echara una mano —contestó Mellberg mientras le quitaba al pequeño las diversas capas de ropa. Annika lo observaba divertida. La era de los milagros aún no había pasado a la historia.

—Ven aquí, campeón, vamos a ver si encontramos a mamá —dijo Mellberg con voz infantil y cogiendo en brazos al pequeño.

—Paula no ha vuelto todavía —advirtió Annika antes de sentarse de nuevo en su puesto.

—Vaya, qué pena, pues entonces tendrás que pasar un rato más con el vejestorio de tu abuelo —señaló Mellberg satisfecho, dirigiéndose a la cocina con Leo en brazos. Fue idea de las chicas cuando Mellberg se mudó a casa de Rita, ya hacía un par de meses: lo llamarían el abuelo Bertil. A partir de aquel momento, él aprovechaba toda ocasión para utilizar el título, habituarse a él y alegrarse de llevarlo. El abuelo Bertil.

E
ra el cumpleaños de Ludvig, y Cia se esforzaba por fingir que se trataba de un cumpleaños más. Trece años. Todo ese tiempo había transcurrido desde el día en que lo tuvo y se reía en el hospital ante el parecido casi ridículo entre padre e hijo. Un parecido que no había disminuido con los años, sino todo lo contrario. Y que ahora, con lo deprimida que se encontraba, hacía que le resultara casi imposible mirar a Ludvig a la cara. La combinación de aquellos ojos castaños salpicados de verde y el cabello rubio que, ya a principios de verano, se aclaraba tanto que casi se veía blanco. Ludvig tenía también la constitución física de su padre, los mismos movimientos que Magnus. Alto, desgarbado y con unos brazos que le recordaban a los de su padre cuando la abrazaba. Si hasta tenían las mismas manos…

Con pulso vacilante, Cia intentó escribir el nombre de Ludvig en la tarta Princesa. Otro punto que tenían en común: Magnus era capaz de engullir una tarta Princesa él solito y, por injusto que pudiera parecer, sin que se le notase en la barriga. Ella, en cambio, solo tenía que mirar un bollo de canela para engordar medio kilo. En cualquier caso, ahora estaba tan delgada como siempre soñó. Desde que Magnus desapareció, había perdido varios kilos sin querer. Cada bocado le crecía en la boca. Y el nudo en el estómago, desde que se despertaba hasta que se acostaba y caía en un sueño inquieto, parecía admitir solo porciones pequeñísimas de alimento. Aun así, apenas se miraba al espejo. ¿Qué importaba, si Magnus no estaba allí?

A veces deseaba que hubiese muerto delante de ella. De un ataque al corazón o atropellado por un coche. Cualquier cosa, con tal de saber y poder ocuparse de los detalles prácticos del entierro, el testamento y todo lo que había que atender cuando alguien moría. Entonces quizá el dolor habría empezado torturando y ardiendo para luego palidecer, dejando tan solo un sentimiento de añoranza mezclada con recuerdos preciosos.

Ahora, en cambio, no tenía nada. Todo era como un inmenso espacio vacío. Magnus había desaparecido y no había nada con lo que mitigar el dolor y ningún modo de seguir adelante. Ni siquiera era capaz de trabajar e ignoraba cuánto tiempo seguiría de baja.

Miró la tarta. El glaseado era un desastre. Resultaba imposible leer nada en los pegotes irregulares que cubrían el mazapán, y fue como si aquello le absorbiera los últimos restos de energía. Apoyó la espalda en la puerta del frigorífico y comprendió que el llanto surgía de dentro, de todas partes, que quería salir.

—Mamá, no llores. —Cia notó una mano en el hombro. Era la mano de Magnus. No, la de Ludvig. Cia meneó la cabeza. La realidad se le escapaba de las manos y ella quería dejarla ir y perderse en la oscuridad que sabía la aguardaba. Una oscuridad cálida y agradable que la envolvería para siempre si ella se lo permitía. Pero a través de las lágrimas vio los ojos castaños y el pelo rubio de Ludvig, y supo que no podía rendirse.

—La tarta —sollozó haciendo amago de incorporarse. Ludvig le ayudó y cogió cariñosamente el tubo de glaseado que su madre tenía en la mano.

—Ya lo hago yo, mamá. Tú ve y échate un rato que yo termino la tarta.

Luego le acarició la mejilla: tenía trece años, pero ya no era un niño. Ahora era su padre, era Magnus, la roca de Cia. Sabía que no debía cargarlo con tal responsabilidad, que aún era pequeño. Pero no tenía fuerzas para hacer otra cosa que, llena de gratitud, intercambiar con él los papeles.

Se secó las lágrimas con la manga del jersey mientras Ludvig sacaba un cuchillo, y, con mucho cuidado, retiraba los pegotes de la tarta de cumpleaños. Lo último que vio Cia antes de salir de la cocina fue a su hijo que, concentrado, trataba de formar la primera letra de su nombre. La ele de Ludvig.


T
ú eres mi hijo precioso, ¿lo sabes? —dijo su madre peinándolo despacio. Él asintió sin más. Sí, claro que lo sabía. Él era el hijo precioso de mamá. Ella se lo había repetido una y otra vez desde que se fue con ellos a casa, y nunca se cansaba de oírlo. A veces pensaba en el pasado. En la oscuridad, la soledad. Pero le bastaba con mirar un instante la hermosa figura de la que ahora era su madre para que todo se esfumara, desapareciera, se desvaneciera. Como si nunca hubiera existido
.

Estaba recién bañado y su madre lo había envuelto en el albornoz verde de flores amarillas
.

—¿Qué quiere mi niño? ¿Un poco de helado?

—Lo estás malcriando —se oyó la voz de su padre desde el umbral
.

—¿Y qué hay de malo en malcriarlo? —preguntó su madre
.

Él se acurrucó en el albornoz y se puso la capucha para esconderse del tono duro de aquellas palabras que rebotaron contra los azulejos; de lo negro, que emergía de nuevo a la superficie
.

—Lo único que digo es que no le haces ningún favor consintiéndoselo todo
.

—¿Insinúas que no sé cómo educar a nuestro hijo? —Los ojos de su madre se volvieron oscuros, abismales. Se diría que quisiera destruir a su padre solo con la mirada. Y, como de costumbre, aquella ira casi derretía el enojo del padre. Cuando ella se levantó para acercarse, él pareció encoger. Se hizo un ovillo. Un padre pequeño y gris
.

—Sí, tú sabrás lo que haces, seguramente —murmuró antes de marcharse con la mirada clavada en el suelo. Luego, el sonido al ponerse los zapatos y la puerta, que cerró despacio. Su padre iba a dar un paseo, una vez más
.

—No le haremos caso —le susurró su madre al oído enterrado en la capucha verde—. Somos tú y yo y nos queremos. Solo tú y yo
.

Él se apretó como un cachorro contra aquel pecho cálido y se dejó consolar
.

—Solo tú y yo —repitió él también con un susurro
.

—¡
Q
ue no! ¡No quiero! —Maja liberaba gran parte de su escaso vocabulario aquella mañana de viernes mientras Patrik hacía intentos desesperados por dejarla en la guardería, en brazos de Ewa. La pequeña se aferraba chillando a su pernera, hasta que tuvo que despegarle los dedos uno a uno. Se le rompía el corazón al ver que se la llevaban llorando con los brazos extendidos hacia él. Aún le resonaba en la cabeza aquel lacrimoso «¡papá»! cuando se dirigía al coche. Se quedó un buen rato sentado mirando por la ventanilla, con la llave en la mano. Así llevaban dos meses y, seguramente, era una más de las formas que Maja tenía de protestar por el embarazo de Erica.

Era él quien tenía que encarar aquello todas las mañanas. Porque él mismo se había ofrecido. A Erica le resultaba demasiado trabajoso vestir y desvestir a Maja, y lo de agacharse a atarle los zapatos era un imposible. De modo que no quedaba otra alternativa. Pero era agotador. Y comenzaba mucho antes de que llegaran a la guardería. Desde el momento en que iba a vestirla, Maja se le colgaba y enredaba, y lo avergonzaba mucho admitirlo pero, en algunas ocasiones, se desesperaba tanto y la agarraba con tanta brusquedad que Maja gritaba a pleno pulmón. Después, Patrik se sentía como el peor padre del mundo.

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