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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (34 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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Se fue derecho al despacho de Mellberg y llamó a la puerta. Fuerte.

—Entra. —Mellberg parecía absorto, hundido entre un montón de documentos—. Parece que la cosa está que arde, y debo decir que no da muy buena imagen entre la gente que salgamos a cubrir emergencias como estas sin que participe el alto mando.

Patrik abrió la boca para responder, pero Mellberg levantó la mano. Era obvio que aún no había terminado.

—Si no nos tomamos estas situaciones en serio, estamos enviando a los ciudadanos un mensaje erróneo.

—Pero…

—Nada de peros. Acepto tus disculpas. Pero que no se repita.

Patrik notó el pulso bombeándole en los oídos. ¡Maldito imbécil! Cerró los puños, pero volvió a abrirlos y respiró hondo. Tendría que pasar por alto a Mellberg y concentrarse en lo más importante. La investigación.

—Y ahora, cuéntame qué ha pasado. ¿Qué habéis averiguado? —Mellberg se inclinaba ansioso hacia delante.

—Yo había pensado celebrar una reunión en la cocina. Si a ti te parece bien —añadió Patrik con serenidad.

Mellberg reflexionó unos instantes.

—Sí, puede que sea buena idea. No tiene sentido contarlo dos veces. Bueno, pues manos a la obra. ¿Hedström? ¿Sabes que el factor tiempo es fundamental en investigaciones como esta?

Patrik le dio la espalda al jefe y entró en la cocina. Desde luego, Mellberg tenía razón en una cosa. El factor tiempo era fundamental.

T
odo consistía en cómo sobrevivir. Pero cada año que pasaba implicaba un esfuerzo mayor. La mudanza había beneficiado a todos menos a él. A su padre le gustaba su trabajo y a su madre le encantaba vivir en la casa de La bruja y reformarla hasta que quedase irreconocible, hasta borrar todo rastro de ella. Alice parecía estar bien y disfrutar de la paz y la tranquilidad reinantes al menos nueve meses al año
.

Su madre le daba clases en casa. Su padre se opuso al principio, decía que Alice necesitaba salir y tratar con compañeros de su edad, que necesitaba a otras personas. Su madre lo miró y le dijo con voz fría
:

—Alice solo me necesita a mí
.

Y con ello acabó la discusión
.

Él, entretanto, se iba poniendo cada vez más gordo, comía constantemente. Era como si el impulso de comer hubiese adquirido vida propia. Se obligaba a tragarse todo lo que caía en sus manos, solo que esa actitud ya no le valía la atención de su madre. A veces le lanzaba una mirada de repulsión, pero por lo general hacía caso omiso de él. Hacía ya mucho que no pensaba en ella como la hermosa madre de antes y que no añoraba su cariño. Se había dado por vencido y se había reconciliado con la idea de que él era una persona a la que nadie pudiera querer, que no merecía amor
.

La única que lo quería era Alice. Y ella era, como él, un engendro. Se movía convulsamente, farfullaba al hablar y no sabía hacer la mayoría de las cosas más sencillas. Tenía ocho años y no era capaz de atarse los zapatos siquiera. Siempre andaba tras él, siguiéndolo como una sombra. Por las mañanas, cuando salía camino del autobús de la escuela, ella se sentaba a mirarlo junto a la ventana, con las manos en el cristal y los ojos llenos de nostalgia. Él no lo comprendía, pero tampoco se lo impedía
.

La escuela era un suplicio. Todas las mañanas, cuando subía al autobús, se sentía como si lo condujeran a una prisión. Las clases sí le interesaban, pero los recreos le infundían terror. Si los cursos intermedios habían sido espantosos, en los superiores todo era peor aún. Siempre andaban tras él, chinchándole y acosándolo, le destrozaban la taquilla y lo perseguían por el patio insultándolo. No era tonto y sabía que estaba predestinado a ser una víctima. Con aquel cuerpo suyo tan obeso cometía el peor de todos los pecados: destacar. Lo comprendía, pero eso no lo hacía más llevadero
.

—¿Te encuentras el pito cuando vas a mear o te estorba la barriga?

Erik. Sentado con actitud indolente a una de las mesas del patio, rodeado del grupo habitual de secuaces ansiosos. Él era el peor. El chico más popular de la escuela, guapo y seguro de sí mismo, descarado con los profesores y con acceso permanente a cigarrillos que él fumaba y que también compartía con sus adeptos. No sabía a quién despreciaba más, si a Erik, que parecía actuar por pura maldad, siempre buscando nuevos modos de herir a la gente, o a los imbéciles de sonrisa bobalicona que lo admiraban calentándose al resplandor de su brillo
.

Al mismo tiempo, sabía que daría cualquier cosa por ser uno de ellos. Por poder sentarse a la mesa con Erik, aceptar sus cigarrillos, comentar el aspecto de las chicas que pasaran por delante y recibir el premio de las risitas de complacencia y el rubor de las mejillas
.

—¡Oye! ¡Que te estoy hablando a ti! Y cuando yo te hable, tú me respondes, ¿te enteras? —Erik se levantó de la mesa mientras los otros dos lo miraban expectantes. La mirada de Magnus, aquel chico tan deportista, se cruzó con la suya. A veces creía advertir en él un atisbo de compasión, pero, en tal caso, no era suficiente para que Magnus se atreviera a caer en desgracia con Erik. Kenneth era sencillamente un cobarde y siempre evitaba mirarlo a la cara. Ahora estaba concentrado en Erik, como esperando seguir sus instrucciones. Pero Erik no tenía hoy energía suficiente para meterse con él, porque se sentó otra vez y le gritó
:

—Anda, lárgate, ¡pringoso repugnante! Hoy te libras de la paliza, si corres un poco
.

Lo que más deseaba en el mundo era plantarle cara y decirle a Erik que se fuera a la mierda. Darle una buena tunda, con fuerza y precisión, mientras los demás, que habrían ido acudiendo a mirar, comprendían que su héroe estaba cayendo. Y Erik levantaría la cabeza del suelo con esfuerzo y, con la nariz chorreando sangre, lo miraría con un respeto nuevo. A partir de ahí, se habría ganado un puesto en la pandilla. Pertenecería al grupo
.

En cambio, se dio media vuelta y echó a correr. Cruzó el patio tan rápido como pudo. Le dolía el pecho y le temblaba la grasa mientras corría. Los oyó reír mientras se alejaba
.

E
rica dejó atrás la rotonda de la carretera de Korsvägen con el corazón en un puño. El tráfico de Gotemburgo la ponía siempre muy nerviosa y justo aquel cruce le daba pánico. Pero salió ilesa y tomó la calle Eklandagatan mientras buscaba la calle adecuada por la que girar.

Rosenhillsgatan. El bloque de apartamentos se hallaba al final de la calle, con vistas a Korsvägen y a Liseberg. Comprobó el número y aparcó el coche delante del portal. Miró el reloj. El plan consistía en llamar a la puerta y confiar en que hubiera alguien en casa. Si no era así, había acordado con Göran que pasaría un par de horas en casa de su madre, y luego volvería a intentarlo. En ese caso, llegaría muy tarde a casa, así que cruzó los dedos deseando tener la gran suerte de que el inquilino estuviera en casa. Había memorizado el nombre cuando hizo las llamadas camino de Gotemburgo, y lo encontró enseguida en el portero automático. Janos Kovács.

El timbre sonó una vez. Nadie respondía. Volvió a llamar y entonces se oyó un ruidito seguido de una voz que hablaba sueco con mucho acento.

—¿Quién es?

—Soy Erica Falck. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre una persona que vivió antes en este apartamento, Christian Thydell —dijo expectante. Aquella explicación sonó sospechosa incluso a sus oídos, pero esperaba que el hombre sintiera curiosidad y la invitara a entrar. El zumbido de la puerta le demostró que había tenido suerte.

El ascensor se detuvo en la segunda planta y Erica salió al rellano. Vio entreabierta una de las tres puertas y un hombre de unos sesenta años, bajito y con algo de sobrepeso, la miraba maliciosamente por la rendija. Al ver la barriga gigantesca de Erica quitó la cadena y abrió la puerta de par en par.

—Entre, entre —dijo efusivo.

—Gracias —respondió Erica al entrar. Le llegó a la nariz un olor penetrante a muchos años de comidas muy especiadas y notó que se le revolvía el estómago. En realidad, no se trataba de un olor desagradable, pero el embarazo le había agudizado el sentido del olfato y se había vuelto sensible a los olores intensos.

—Tengo café, café del bueno, fuerte. —Señaló hacia una pequeña cocina que había enfrente, al final del pasillo. Erica lo siguió y echó un vistazo a la habitación que parecía ser la única del apartamento. Servía de sala de estar y dormitorio.

Así que allí había vivido Christian antes de mudarse a Fjällbacka. Erica notó que el corazón se le aceleraba de ansiedad.

—Siéntate. —Janos Kovács poco menos que la sentó en una silla antes de servirle el café. Con un grito triunfal, colocó una gran bandeja de galletas.

—Galletas de semilla de amapola. ¡Una especialidad húngara! Mi madre suele mandarme paquetes de estas galletas porque sabe que me encantan. Pruébelas. —La animó a coger una y Erica la probó. Un sabor nuevo, desde luego, pero muy rico. De repente cayó en la cuenta de que no había probado bocado desde el desayuno y las tripas le rugieron con gratitud cuando el primer bocado aterrizó en el estómago.

—Tiene que comer por dos, coja otra galleta, coja dos, ¡coja las que quiera! —Janos Kovács empujó la bandeja con ojos chispeantes—. Menudo niño, qué grande —dijo sonriendo y señalándole la barriga.

Erica le devolvió la sonrisa. No pudo evitar que se le contagiara su buen humor.

—Bueno, lo que ocurre es que hay dos.

—Ah, gemelos. —Dio una palmadita de entusiasmo—. Qué bendición.

—¿Usted tiene hijos? —preguntó Erica con la boca llena de galleta.

Janos Kovács se irguió lleno de orgullo.

—Tengo dos hijos estupendos. Ya son mayores. Los dos con buen trabajo. En la casa Volvo. Y también tengo cinco nietos.

—¿Y su mujer? —preguntó Erica tímidamente mirando a su alrededor. No parecía que allí viviese ninguna mujer. Janos Kovács seguía sonriendo, pero con menos alegría.

—Hará siete años más o menos que, un buen día, llegó a casa y me dijo «me voy». Y se marchó. —Hizo un gesto de impotencia—. Y entonces fue cuando me mudé aquí. Vivíamos en la casa, en el piso de abajo. —Señaló el suelo—. Pero cuando me jubilé anticipadamente y mi mujer me dejó, no podía seguir en la casa. Y, al mismo tiempo, Christian conoció a aquella chica y decidió mudarse, y yo me trasladé aquí. Al final todo se arregla de la mejor manera —exclamó como si de verdad pensara lo que acababa de decir.

—O sea que conocía a Christian desde antes de que se mudara, ¿no? —dijo Erica tomando un sorbito de café, que también estaba buenísimo.

—Bueno, conocerlo no lo conocía. Pero nos cruzábamos a menudo por el edificio. Yo soy bastante mañoso —dijo Janos Kovács levantando las manos—, así que ayudo a la gente siempre que puedo. Y Christian no sabía ni cambiar una bombilla.

—Ya, me lo imagino —respondió Erica sonriendo.

—¿Usted conoce a Christian? ¿Por qué pregunta por él? Hace muchos años que se fue. No le habrá pasado nada, ¿verdad?

—Soy periodista —explicó Erica antes de recurrir a una excusa que había ido inventando por el camino—. Christian es escritor y yo había pensado escribir un artículo sobre él, así que estoy intentando averiguar algo sobre su pasado.

—¿Que Christian es escritor? Vaya, no está nada mal. Desde luego, siempre lo veía con un libro en la mano. Y en el apartamento tenía una pared entera llena de libros.

—¿Sabe a qué se dedicaba cuando vivía aquí? ¿En qué trabajaba?

Janos Kovács meneó la cabeza.

—No, no lo sé. Nunca le pregunté. Hay que tener un poco de respeto por los vecinos. No inmiscuirse. Si alguien quiere contar algo, lo cuenta.

A Erica le pareció una filosofía muy sana y pensó que le gustaría que hubiera más personas en Fjällbacka que compartieran esa opinión.

—¿Recibía muchas visitas?

—Nunca. La verdad es que a mí me daba un poco de pena. Siempre estaba solo. El ser humano no está hecho para la soledad. Necesitamos compañía.

En eso tenía toda la razón, pensó Erica con la esperanza de que Janos Kovács sí tuviese quien lo visitara de vez en cuando.

—¿Se dejó algo aquí? ¿En el trastero, por ejemplo?

—No, cuando yo me mudé, esto estaba vacío. No había dejado nada.

Erica decidió darse por vencida. No parecía que Kovács tuviese más información sobre la vida de Christian. Le dio las gracias y rechazó con amabilidad, pero con determinación, la oferta de llevarse una bolsa de galletas.

Estaba a punto de salir cuando Janos Kovács la detuvo.

—¡Pero bueno! No sé cómo he podido olvidarlo. Me estaré volviendo viejo —dijo golpeándose la sien con el dedo índice, se dio la vuelta y entró en la habitación. Al cabo de unos minutos, volvió con algo en la mano.

—Cuando vea a Christian, ¿podría entregarle esto? Dígale que hice lo que me pidió, que tiré todo el correo que recibía. Pero esto… bueno, me pareció un poco raro tener que tirarlas. Teniendo en cuenta que ha recibido una o dos al año desde que se mudó, es obvio que se trata de alguien que, decididamente, quiere ponerse en contacto con él. Como no me dio su nueva dirección, las fui guardando. Déselas y salúdelo de mi parte. —Y con otra de sus espléndidas sonrisas, le dio las cartas.

A Erica le temblaban las manos cuando las cogió.

D
e repente, el silencio resonaba en la casa. Se sentó a la mesa de la cocina y apoyó la cabeza en las manos. Le retumbaba el pulso en las sienes y habían vuelto los picores. Le ardía y le escocía todo el cuerpo cuando se rascaba las heridas de la palma de la mano. Cerró los ojos y apoyó la mejilla en la mesa. Trató de adentrarse en el silencio y de ahuyentar la sensación de que algo lo invadía penetrándole la piel.

Un vestido azul. La imagen le pasó fugaz bajo los párpados. Desaparecía y volvía a aparecer. El bebé en el regazo. ¿Por qué nunca veía la cara del bebé? Era un vacío sin contorno y no lograba distinguirlo. ¿Lo logró alguna vez, o habría quedado el bebé ensombrecido por aquel amor inmenso que le profesaba a ella? No lo recordaba, hacía tanto de eso.

Empezaron a aflorar las lágrimas y poco a poco se formó en la mesa un charco diminuto. El llanto cobró fuerza, ascendió por el pecho y surgió en oleadas hasta que empezó a temblarle todo el cuerpo. Christian levantó la cabeza. Tenía que ahuyentar aquellas imágenes; apartarlas de sus pensamientos. De lo contrario, estallaría y se rompería en mil pedazos. Dejó caer la cabeza pesadamente sobre la mesa, estampó en ella la mejilla. Notó la madera contra la piel, y luego levantó la cabeza y la estampó una y otra vez, aplastándola contra la dura superficie de la mesa. En comparación con la picazón y el escozor que sentía en todo el cuerpo, aquel dolor resultaba casi agradable. Pero no le servía para apartar las imágenes. Ella se le aparecía igual de nítida, igual de viva. Le sonreía y le tendía una mano, se hallaba tan cerca que habría podido tocarlo tan solo extendiendo la mano un poco más.

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