La Semilla del Diablo (24 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Se estremeció.

Los... monstruos.

Y Guy.

Increíble, increíble.

Su vientre se endureció en la tirantez de una contracción, la más fuerte que había sentido hasta ahora. Y respiró superficialmente hasta que terminó.

Era la tercera de aquel día.

Se lo diría al doctor Hill.

* * *

Estaba viviendo con Brian y Dodie en una gran casa moderna en Los Ángeles, y Andy había empezado justamente a hablar (aunque sólo tenía cuatro meses)... cuando entró el doctor Hill y ella se encontró de nuevo en su sala de exámenes, tumbada en el sofá-cama, entre el frescor de un acondicionador de aire. Ella se protegió los ojos con la mano y le sonrió.

—He estado durmiendo —dijo.

Él abrió la puerta de par en par y entraron el doctor Sapirstein y Guy.

Rosemary se incorporó, bajando la mano de sus ojos.

Se le acercaron y se quedaron al lado de ella. El rostro de Guy estaba como petrificado y descolorido. Miró a las paredes, sólo a las paredes, no a ella. El doctor Sapirstein dijo:

—Véngase con nosotros por las buenas, Rosemary. No discuta ni arme un escándalo, porque si dice algo más de brujos o brujería nos veremos obligados a llevarla a un manicomio. Y allí estará en mucho peores condiciones para dar a luz. Y usted no querrá eso, ¿verdad? Cálcese.

—Sólo vamos a llevarte a casa —dijo Guy, mirándola finalmente—. Nadie va a hacerte daño.

—Ni al bebé —añadió el doctor Sapirstein—. Póngase los zapatos —recogió el frasco de cápsulas, se quedó mirándolo y se lo guardó en un bolsillo.

Ella se puso las sandalias y él le entregó el bolso de mano.

Salieron, el doctor Sapirstein sujetándola por un brazo, Guy tocándole un codo.

El doctor Hill tenía su maleta, y se la dio a Guy

—Ahora se encuentra bien —dijo el doctor Sapirstein—. Vamos a casa y a descansar.

El doctor Hill le sonrió.

—Eso es lo que hace falta casi siempre —dijo.

Ella se quedó mirándolo y no le contestó nada.

—Gracias por las molestias que se ha tomado, doctor —le dijo el doctor Sapirstein.

Y Guy añadió:

—Es una vergüenza que hayas venido aquí y...

—Me alegro de haberle sido útil, señor —dijo el doctor Hill al doctor Sapirstein, abriendo la puerta.

* * *

Les aguardaba un automóvil. El señor Gilmore estaba al volante. Rosemary se sentó entre Guy y el doctor Sapirstein en el asiento trasero.

Nadie habló.

Se dirigieron a la Bramford.

* * *

El ascensorista le sonrió mientras cruzaban el portal en dirección a él. Diego. Le sonrió porque ella le era simpática y la prefería a algunos de los otros inquilinos.

La sonrisa, al recordarle su individualidad, despertó algo en ella, reavivó algo.

Abrió su bolso de mano, metió un dedo en su llavero, y, al acercarse a la puerta del ascensor puso boca abajo el bolso de mano, derramando todo su contenido excepto las llaves. Por el suelo rodaron los lápices de labios y las monedas, todo, y los billetes de diez y de veinte de Guy revolotearon. Ella se quedó mirando aquello estúpidamente.

Guy y el doctor Sapirstein empezaron a recoger las cosas, mientras ella se quedaba muda, impotente por su preñez. Diego salió del ascensor, chasqueando la lengua. Se inclinó y empezó a ayudarles. Ella se apartó para dejarle pasar, y, mientras los observaba, apretó el gran botón redondo. La puerta se corrió automáticamente y ella cerró la puerta interior.

Diego intentó agarrar la puerta, y por poco no se pilló los dedos.

—¡Hey! ¡Señora Woodhouse!

«Lo siento, Diego», pensó.

Apretó la palanca y el ascensor se lanzó hacia arriba.

Telefonearía a Brian. O a Joan, o Elise, o a Grace Cardiff. A alguien.

¡Aún no se han salido con la suya, Andy!

Detuvo el ascensor en el noveno piso, luego en el sexto, luego entre el sexto y el séptimo, y, finalmente, lo bastante cerca del séptimo como para abrir las dos puertas y bajar hasta el suelo del piso.

Fue por las vueltas de los corredores lo más rápidamente que pudo. Sintió una contracción, pero siguió andando, sin reparar en ello.

El indicador del ascensor de servicio parpadeó del cuarto al quinto y ella comprendió que eran Guy y el doctor Sapirstein que venían a interceptarla.

Luego la llave no entraba en la cerradura.

Pero finalmente entró y ella se vio en el apartamento, cerrando de un portazo mientras se abría la puerta del ascensor, corriendo la cadena en el mismo momento en que Guy metía la llave en la cerradura. Ella descorrió el cerrojo con rabia y la llave giró de nuevo hacia atrás. La puerta se abrió y chocó contra la cadena.

—¡Abre, Ro! —ordenó Guy.

—¡Vete al infierno! —le contestó ella.

—No voy a hacerte daño, cariño.

—Les has prometido el bebé. Vete.

—No les he prometido nada —contestó él—. ¿De qué estás hablando? ¿Prometí a quién?

—Rosemary —dijo el doctor Sapirstein.

—Usted también. Váyase.

—Parece que ha imaginado alguna conspiración contra usted.

—Váyase —dijo.

Empujó la puerta y echó el cerrojo.

Retrocedió, mirándolo, y entonces fue al dormitorio.

Eran las nueve y media.

No recordaba el teléfono de Brian y su libreta de direcciones estaba en el pasillo o la tenía Guy, así que la operadora tuvo que llamar a Información, de Omaha. Cuando finalmente le dieron la llamada tampoco hubo respuesta.

—¿Quiere que vuelva a probar dentro de veinte minutos? —preguntó la operadora.

—Por favor —dijo Rosemary a la telefonista—. Pruebe dentro de cinco minutos.

—Volveré a probar dentro de cinco minutos —contestó la operadora—; pero también probaré a los veinte minutos si quiere.

Llamó a Joan, y Joan tampoco estaba en casa.

El número de Elise y Hugh era... ahora no recordaba. Información tardaba en contestar; pero en cuanto respondió, se lo dieron rápidamente. Telefoneó y le contestaron desde un servicio de encargos. Habían salido fuera aquel fin de semana.

—¿No están en algún sitio a donde pueda llamarlos? Es un caso urgente.

—¿Es usted la secretaria del señor Dunstan?

—No, soy una amiga de ellos. Es muy importante que les hable.

—Están en Fire Island —contestó la voz de mujer—. Puedo darle un número.

—Por favor.

Lo memorizó, colgó y ya iba a marcarlo cuando oyó murmullos fuera del pasillo y pasos en el suelo de vinilo. Se levantó.

Guy y el señor Fountain entraron en la habitación.

—Cariño, no vamos a hacerte daño —dijo Guy.

Tras ellos apareció el doctor Sapirstein con una aguja hipodérmica llena, alzada y goteante; con su dedo pulgar en el émbolo. Y el doctor Shand y la señora Gilmore.

—Somos sus amigos —dijo la señora Gilmore.

La señora Fountain añadió:

—No tiene nada que temer, Rosemary; de veras, no tiene nada que temer.

—Esto es sólo un sedante suave —explicó el doctor Sapirstein—. Para calmarla, a fin de que pueda pasar una buena noche.

Ella estaba entre la cama y la pared, y demasiado gruesa para saltar sobre la cama y escapar de ellos.

Se acercaron a ella.

—Ya sabes que no voy a permitir a nadie que te haga daño.

Cogió el teléfono y golpeó a Guy en la cabeza con el auricular. Él la agarró por la muñeca, el señor Fountain la agarró por el otro brazo y el teléfono cayó mientras ella tiraba de él con asombrosa fuerza.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Soco...

Le metieron un pañuelo o algo en su boca y una mano fuerte se lo sujetó allí.

La apartaron a rastras de la cama, de modo que el doctor Sapirstein pudiera acercarse a ella con la aguja hipodérmica y un mechoncito de algodón. Una contracción mucho más agotadora que cualquiera de las otras atenazó su vientre y ella tuvo que cerrar los ojos con fuerza. Contuvo el aliento, luego aspiró aire poquito a poco por la nariz. Una mano palpó su vientre; unos dedos muy hábiles en sus golpecitos.

—¡Un momento! ¡Un momento! —exclamó el doctor Sapirstein—. ¡Está dando a luz aquí!

Silencio, y alguien fuera de la habitación susurró la noticia:

—¡Está dando a luz!

Ella abrió los ojos y miró fijamente al doctor Sapirstein, respirando penosamente por la nariz, mientras sentía relajarse su bajo vientre. Él asintió con la cabeza, y, de pronto, tomó el brazo que el señor Fountain le estaba sujetando, lo tocó con el algodón, y le clavó la aguja.

Ella recibió la inyección sin tratar de moverse, demasiado asustada y aturdida.

Él retiró la aguja y frotó el sitio, primero con su pulgar, y luego con el algodón.

Ella vio que las mujeres se volvían hacia la cama.

¿Aquí?

¡Se había supuesto que sería en el hospital! ¡En el hospital, con equipo y enfermeras y todo limpio y esterilizado!

La sujetaron mientras ella se esforzaba.

—Estarás pronto bien, cariño. ¡Te lo juro por Dios que pronto estarás bien! ¡Te lo juro por Dios! No sigas luchando así, Ro, ¡por favor, no te resistas! ¡Te doy mi palabra de honor de que todo irá bien!

Y entonces sintió otra contracción.

Y luego estuvo sobre la cama, y el doctor Sapirstein le puso otra inyección.

Y la señora Gilmore le secó la frente.

Y el teléfono sonó.

Y Guy dijo:

—No, anúlela.

Y hubo otra contracción, débil y desconectada de su flotante cabeza de cascarón.

Los ejercicios no le habían servido de nada. Todo fue energías perdidas. Esto no fue un nacimiento natural en absoluto; ni ella ayudaba, ni veía.

¡Oh, Andy, Andy-o-Jenny! ¡Lo siento, mi cariño pequeñín! ¡Perdóname!

21

Luz.

El techo.

Y dolor entre sus piernas.

Y Guy. Sentado junto a la cama, observándola con mirada ansiosa y una sonrisa incierta.

—Hola —le dijo él.

—Hola —contestó ella.

Y entonces recordó. Todo había terminado. Todo había terminado. El bebé había nacido.

—¿Todo fue bien? —preguntó ella.

—Sí, bien —contestó él.

—¿Qué ha sido?

—Un niño.

—¿De veras? ¿Un niño?

Él asintió.

—Y ¿se encuentra bien?

—Sí.

Cerró los ojos y luego logró abrirlos de nuevo,

—¿Llamaste a «Tiffany's»? —preguntó.

—Sí —contestó él

Ella cerró los ojos y se quedó dormida.

* * *

Después recordó más. Laura-Louise estaba sentada a su lado, leyendo el
Reader’s Digest
con una lente de aumento.

—¿Dónde está? —preguntó.

Laura-Louise dio un salto.

—¡Vaya por Dios, querida! —exclamó, la lente de aumento en su seno mostrando cuerdas rojas entretejidas—. ¡Qué susto me ha dado al despertarse tan de repente! ¡Vaya por Dios!

Cerró los ojos y respiró profundamente.

—El bebé, ¿dónde está? —preguntó.

—Espere un momento —dijo Laura-Louise, levantándose y metiendo un dedo entre las páginas cerradas del
Reader’s Digest
—. Voy en busca de Guy y del doctor Abe. Están ahora en la cocina.

—¿Dónde está el bebé? —preguntó de nuevo.

Pero Laura-Louise se marchó sin contestarle.

Trató de levantarse, pero se dejó caer, como si no tuviera huesos en los brazos. El dolor en la entrepierna era como el de un puñado de puntas de cuchillo. Se quedó tendida y aguardó, recordando, recordando...

Era de noche. Las nueve y cinco, según indicaba el reloj.

Guy y el doctor Sapirstein entraron, con gesto grave y resuelto.

—¿Dónde está el bebé? —les preguntó.

Guy se acercó por un lado de la cama, se puso en cuclillas y le tomó una mano.

—Cariño —le dijo.

—¿Dónde está?

—Cariño... —trató de decir más y no pudo. Miró hacia el otro lado de la cama como pidiendo ayuda.

El doctor Sapirstein la estaba mirando. En su bigote quedaba un poco de cacao.

—Hubo complicaciones, Rosemary —le explicó—; pero nada que afecte a futuros nacimientos.

—Está...

—Muerto —le dijo.

Ella lo miró fijamente.

Él asintió.

Ella se volvió hacia Guy.

Éste asintió con la cabeza también.

—Estaba en mala posición —explicó el doctor Sapirstein—. En el hospital podría haber hecho algo; pero no tuvimos tiempo de llevarla allí. Intentar otra cosa habría sido... demasiado peligroso para usted.

Guy dijo:

—Podemos tener otros, cariño, y los tendremos, en cuanto te encuentres mejor. Te lo prometo.

El doctor Sapirstein agregó:

—Pues claro. Puede tener otro dentro de pocos meses, y las probabilidades son de miles contra uno de que una cosa así no volverá a suceder. Fue un desgraciado contratiempo. El bebé era normal y estaba perfectamente sano.

Guy acarició su mano y sonrió tratando de animarla.

—En cuanto estés mejor —le dijo.

Ella se quedó mirándolos, a Guy, al doctor Sapirstein con las gotas de cacao en su bigote.

—Están mintiendo —dijo—. No les creo. Los dos están mintiendo.

—Cariño... —protestó Guy.

—No murió —prosiguió ella—. Os lo llevasteis. Estáis mintiendo. Sois brujos. Estáis mintiendo. ¡Estáis mintiendo! ¡Estáis mintiendo! ¡ESTÁIS MINTIENDO! ¡ESTÁIS MINTIENDO! ¡ESTÁIS MINTIENDO!

Guy la sujetó por los hombros contra la cama y el doctor Sapirstein le puso una inyección.

* * *

Tomó un poco de sopa y comió triángulos de pan blanco untados con mantequilla. Guy estaba sentado al lado de la cama, mordisqueando un triángulo.

—Estabas loca —le dijo—. De veras que estabas completamente chiflada. Eso ocurre a veces en las dos últimas semanas. Es lo que dice Abe. Y lo llama Prepartum no se qué. Una especie de histeria. Tú la padeciste y ya has visto el resultado.

Ella no contestó nada. Tomó una cucharada de sopa.

—Escucha —prosiguió él—. Sé de dónde te vino la idea de que Minnie y Roman eran brujos; pero ¿qué te hizo pensar que Abe y yo formábamos parte del grupo?

Ella se quedó callada.

—Sé que es estúpido de mi parte —siguió él—. Imagino que el prepartum como se llame no necesita razones.

Tomó otro de los triángulos y mordió primero una punta y luego otra.

Ella le preguntó:

—¿Por qué cambiaste de corbatas con Donald Baumgart ?

—¿Por qué cambié...? Bueno, ¿y qué tiene eso que ver con nada?

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