La Semilla del Diablo (19 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Y tenía que hacer ejercicios, mañana y tarde; porque daría a luz al niño de modo natural. Estaba decidida a ello y en esto el doctor Sapirstein coincidía con ella de todo corazón. Le daría un anestésico sólo en el último momento y si ella lo pedía. Tendida en el suelo, alzaba sus piernas rectas y las mantenía así hasta contar diez; practicaba la respiración superficial y entrecortada, imaginando el sudoroso y triunfal momento en que ella sentiría a fuera-el-que-fuese-su-nombre saliendo centímetro a centímetro de su cuerpo, y al que ayudaría de modo efectivo.

Pasó tardes con Minnie y Roman, una con los Kapps, y otra con Hugh y Elise Dunstan.

—¿Aún no tienes una niñera? —le preguntó Elise—, Deberías de haber encargado una hace tiempo; todas, estarán comprometidas ahora.

Pero el doctor Sapirstein, cuando ella le telefoneó, al día siguiente para hablarle de eso, le dijo que ya le había buscado una magnífica niñera que cuidaría del bebé todo el tiempo que Rosemary quisiera. ¿No se lo había dicho antes? Era la señorita Fitzpatrick, una de las mejores.

Guy le telefoneaba cada dos o tres noches después del espectáculo. Contó a Rosemary los cambios que estaban haciendo y le habló del artículo laudatorio que le habían dedicado en
Variety
; ella le contó lo de la señorita Fitzpatrick, lo del papel de empapelar y las botitas de forma tan contrahecha que estaba tejiendo Laura-Louise.

La obra dejó de presentarse tras quince representaciones y Guy volvió a casa, sólo para partir dos días después a California, donde haría una prueba cinematográfica para la Warner Brothers. Y de nuevo regresó a casa, muy satisfecho, con dos grandes papeles para la próxima temporada, de entre los cuales podía escoger, y trece medias horas que hacer en
Greenwich Village
. La Warner Brothers hizo una oferta y Alian la rechazó.

El bebé daba puntapiés como un demonio. Rosemary le dijo que si no se estaba quieto, ella empezaría a devolvérselos.

El esposo de su hermana Margarita le telefoneó para anunciarle el nacimiento de un bebé que pesaba tres kilos y medio y que se llamaría Kevin Michael. Después recibieron por correo una participación muy mona en la que se veía a un bebé anunciando por un megáfono su nombre, fecha de nacimiento, peso y longitud.

—¿Por qué no le habrán puesto también el tipo sanguíneo? —preguntó Guy.

Rosemary se decidió por unas tarjetas de participación sencillas, en las que sólo constara el nombre del bebé, los nombres de los padres y la fecha. Se llamaría Andrew John o Jennifer Susan. Ya definitivo. Tomaría el pecho; nada de biberón.

Trasladaron el televisor a la sala y dieron el resto del mobiliario del estudio a amigos que podían utilizarlo. Se recibió el papel de empapelar. Era perfecto. Y lo pegaron a las paredes; trajeron la camita del niño, la cómoda y la bañerita y todo fue colocado, primero de una manera y luego de otra. En la cómoda, Rosemary puso pañales, pantaloncitos impermeables, y camisitas tan diminutas que, sosteniendo una, no pudo por menos de reírse.

—Andrew John Woodhouse —le dijo—. ¡Para ya! ¡Aún te quedan dos meses!

Celebraron su segundo aniversario y el trigésimo-tercer aniversario de Guy; dieron una cena, a la que invitaron a los Dunstan, los Chen, y a Jimmy y Tiger. Vieron
Morgan
y un preestreno de
Mame
.

Rosemary tenía cada vez más barriga, y sus pechos se le habían elevado mucho más sobre su vientre redondeado, tenso como parche de tambor, con su ombligo aplastado, que se ajustaba y sobresalía con los movimientos del bebé. Ella hacía sus ejercicios mañana y tarde, alzando sus piernas, sentándose sobre sus talones, respirando superficialmente, jadeando.

A finales de mayo, cuando entró en su noveno mes, metió en un maletín las cosas que necesitaría en el hospital: batines, sostenes especiales para madres lactantes, una bata acolchada, etc., etc., y lo dejó listo junto a la puerta del dormitorio.

* * *

El viernes 3 de junio Hutch murió en su lecho del Hospital de St. Vincent. Axel Allert, su yerno, telefoneó a Rosemary el sábado por la mañana y le comunicó la noticia. Se celebraría un servicio fúnebre el martes por la mañana a las once, le dijo, en el Centro de Cultura Ética de la Calle Sesenta y Cuatro Oeste.

Rosemary lloró, en parte de sentimiento por el fallecimiento de Hutch y en parte por haberlo olvidado en los pasados meses, y ahora sentía como si hubiera apresurado su muerte. Grace Cardiff le había telefoneado un par de veces y, una vez, Rosemary telefoneó a Doris Allert; pero no había ido a ver a Hutch. Le pareció innecesario, puesto que él seguía en estado de coma, y cuando ella recuperó su propia salud, sintió aversión a estar cerca de alguien enfermo, como si ella y el bebé pudieran ser dañados por aquella cercanía.

Guy, cuando se enteró de la noticia, se quedó pálido como un muerto y estuvo callado y apartado durante algunas horas. Rosemary se sorprendió ante esta profunda reacción.

Fue sola al servicio fúnebre; Guy estaba filmando y no pudo ir y Joan se excusó por estar enferma. Se congregaron unas cincuenta personas en un auditorio adornado con bellos paneles. El servicio comenzó poco después de las once y fue muy breve. Habló Axel Allert, y luego otro hombre que al parecer había conocido a Hutch muchos años. Después, Rosemary siguió el movimiento general y se acercó a la presidencia del acto, para dar su pésame a los Allert y a la otra hija de Hutch, Edna, y al esposo de ésta. Una mujer la tocó en el hombro y le dijo:

—Perdone, usted es Rosemary, ¿verdad? —era una mujer elegantemente vestida, de unos cincuenta años de edad, con cabellos grises y muy buen tipo—. Soy Grace Cardiff.

Rosemary tomó su mano, la saludó y le agradeció las llamadas telefónicas que le había hecho.

—Iba a enviarle esto por correo ayer —le dijo Grace Cardiff, mostrándole un paquete envuelto en papel marrón que parecía contener un libro—; pero luego pensé que probablemente la vería esta mañana.

Dio a Rosemary el paquete; en él estaban escritos su nombre y dirección, así como los de la remitente, Grace Cardiff.

—¿Qué es? —preguntó.

—Es un libro que Hutch quería que usted tuviera; insistió mucho en ello

Rosemary no comprendió.

—Al final estuvo consciente durante unos minutos —explicó Grace Cardiff—. Yo no estaba allí; pero él dijo a una enfermera que me dijera que le entregara a usted el libro que había sobre su escritorio. Por lo visto, lo estaba leyendo la noche que sufrió el colapso. Insistió mucho en ello, y se lo dijo a la enfermera dos o tres veces. Le hizo prometer que no lo olvidaría. Y además tengo que decirle que «el nombre es un anagrama».

—¿El nombre del libro?

—Eso parece. Estaba delirando, así que es difícil estar seguros. Parece que luchó para salir del coma y que luego murió por el esfuerzo. Primero pensó que era la mañana siguiente, la mañana después de que comenzara el coma, y habló de que tenía que encontrarse con usted a las once de la mañana.

—Sí, teníamos una cita —dijo Rosemary.

—Y entonces pareció darse cuenta de lo que había ocurrido y comenzó a decir a la enfermera que yo tenía que darle a usted el libro. Lo repitió varias veces, y luego murió. —Grace Cardiff sonrió como si estuviera hablando de algo agradable—. Es un libro inglés sobre brujería,

Rosemary, mirando con cara de duda al paquete, contestó:

—No tengo la menor idea de por qué quería que yo lo tuviera.

—Pero él lo quería y por eso se lo he traído. Y el nombre es un anagrama. ¡Pobre Hutch! Hace que todo esto parezca como una aventura de chico, ¿verdad?

Salieron juntas del edificio.

—Voy hacia la parte alta de la ciudad, ¿puedo dejarla en alguna parte? —le preguntó Grace Cardiff.

—No, gracias —contestó Rosemary—. Yo voy hacia abajo y luego atravesaré.

Fueron hasta la esquina. Otras personas que habían asistido al servicio fúnebre estaban llamando taxis; uno se detuvo, y los dos hombres que lo habían conseguido se lo ofrecieron a Rosemary. Ella no quiso aceptarlo, y como los hombres insistieran, se lo ofreció a Grace Cardiff.

—Ni hablar de eso —dijo—. Aprovéchese de su maravilloso estado. ¿Para cuándo espera el niño?

—Para el 28 de junio —contestó Rosemary.

Dando las gracias a aquellos dos caballeros, se metió en el taxi. Era un auto pequeño y meterse en él no fue fácil.

—¡Buena suerte! —le deseó Grace Cardiff, cerrando la puerta.

—Gracias —dijo Rosemary—, y gracias por el libro.

Al taxista le indicó:

—A la casa Bramford, por favor.

Sonrió a través de la ventanilla abierta a Grace Cardiff, mientras el taxi arrancaba.

17

Pensó en desenvolver el libro allí mismo, en el taxi; pero era un taxi que había sido provisto por su conductor con ceniceros y espejos extra, y con letreros escritos a mano rogando limpieza y respeto por el vehículo, y la cuerda y el papel habrían sido demasiado fastidio. Así que fue primero a casa y se quitó los zapatos, vestido y cinturón, metió los pies en las zapatillas y se puso un gran camisón de rayas color menta.

Sonó el timbre de la puerta y ella fue a contestar, llevando en la mano el paquete aún no abierto; era Minnie con la bebida y el pequeño pastel blanco.

—La oí entrar —dijo—. No ha tardado mucho.

—Fue muy emotivo —dijo Rosemary, tomando el vaso—. Su yerno y otro hombre hablaron un poco acerca de cómo era y por qué lo echaremos de menos, y eso fue todo.

Bebió algo de aquella bebida verde pálido.

—Me parece un modo muy razonable de hacer las cosas —comentó Minnie—. ¿Ya ha recibido el correo?

—No, esto me lo ha dado alguien —explicó Rosemary.

Volvió a beber, decidiendo no dar explicaciones de quién y por qué y toda la historia de la recuperación del conocimiento por Hutch.

—Déme, ya se lo sostendré yo —dijo Minnie, tomando el paquete.

—¡Oh, gracias! —exclamó Rosemary, quien así pudo tomar el pastel blanco.

—¿Un libro? —preguntó Minnie, sopesando el paquete.

—Sí, me lo iban a enviar por correo; pero luego pensaron que me verían allí.

Minnie leyó el remite:

—¡Ah! Conozco esa casa —dijo—. Los Gilmore vivían allí, antes de que se mudaran a donde viven ahora.

—¿Sí?

—He estado allí muchas veces. Grace. Es uno de mis nombres favoritos. ¿Es una de sus amigas?

—Sí —contestó Rosemary (era más fácil que explicar y, al fin y al cabo daba lo mismo).

Acabó con el pastel y la bebida, tomó el paquete de manos de Minnie y le devolvió su vaso.

—Gracias —le dijo, sonriendo.

—¡Ah! Roman va a ir a la lavandería dentro de un momento, ¿tiene algo que llevar o recoger?

—No, nada, gracias. ¿Nos veremos luego?

—Seguro. ¿Por qué no descabeza un sueñecito?

—Eso haré. Adiós.

Cerró la puerta y se dirigió a la cocina. Con un cuchillo cortó la cuerda del paquete y quitó el envoltorio de papel marrón. Dentro había un libro. Se titulaba
Todos ellos brujos
, por J. R. Hanslet. Era un libro negro, de segunda mano, con sus letras doradas semiborradas. En la sobrecubierta había la firma de Hutch, con la inscripción
Torquay
, 1934. En la cubierta, debajo había pegada una etiqueta con letras azules:
J. Waghorn e hijo, libreros
.

Rosemary se llevó el libro a la sala, hojeando sus páginas mientras andaba. Había algunas fotografías de personas del siglo pasado, de aspecto respetable, y, en el texto, varios de los subrayados de Hutch y notas al margen que ella reconoció de libros que él le había prestado durante el período Higgins-Eliza de su amistad. Una frase subrayada era
el hongo que ellos llaman «Pimienta del Diablo»
.

Se sentó en una de las ventanas saledizas y miró el índice. El nombre de Adrián Marcato le saltó a la vista; era el título del capítulo cuarto. Otros capítulos trataban de otras personas, todos ellos, era de suponer por el título del libro, eran brujos: Gilles de Rais, Jane Wenham, Aleister Crowley, Thomas Weir. Los capítulos finales eran
Prácticas de brujería
y
Brujería y Satanismo
.

Volviendo al capítulo cuarto, Rosemary echó un vistazo a sus veintitantas páginas; Marcato había nacido en Glasgow en 1846, y fue traído poco después a Nueva York (subrayado), y murió en la isla de Corfú en 1922. Había relatos del tumulto de 1896, cuando él pretendió haber conjurado a Satanás y fue atacado por la muchedumbre frente a la Bramford (no en el portal, como había dicho Hutch), y de sucesos similares en Estocolmo en 1898 y París en 1899. Era un hombre de mirada hipnótica y barba negra quien, en un retrato de pie, pareció vagamente familiar a Rosemary. A la vuelta había una foto menos seria de él, sentado ante la mesa de un café de París con su esposa Hessia y su hijo Steven (subrayado).

¿Era para esto por lo que Hutch había querido que ella tuviera el libro? ¿Para que pudiera enterarse con detalle de cosas relativas a la vida de Adrián Marcato? Pero ¿por qué? ¿No les había advertido ya hacía tiempo, y reconoció luego que sus temores eran injustificados? Hojeó el resto del libro, deteniéndose cerca del final para leer otras frases subrayadas: «El hecho sigue siendo cierto —decía una—, creámoslo o no, de que ellos hacen esas cosas». Y unas páginas más adelante: «La creencia universalmente mantenida en el poder de la sangre fresca». Y «rodeados por velas, que, innecesario es decirlo, son negras».

Las velas negras que Minnie había traído la noche del apagón. A Hutch le habían causado gran impresión y empezó a hacer preguntas acerca de Minnie y Roman. ¿Era eso lo que significaba el libro? ¿Que eran brujos? Minnie con sus hierbas y sus amuletos, Roman con sus ojos penetrantes. Pero los brujos no existían. ¿Verdad que no? Claro que no.

Entonces recordó la otra parte del mensaje de Hutch, que el nombre del libro era un anagrama.
Todos ellos brujos
. Trató de hacer combinaciones con las letras en su imaginación, de trasponerlas para formar con ellas algo significativo y revelador. No pudo; eran demasiadas y resultaba difícil combinarlas en la mente. Necesitaba un papel y un lápiz. O mejor aún, el juego del abecedario.

Fue en busca de él al dormitorio y, sentándose de nuevo en la ventana salediza, puso el tablero sobre sus rodillas y sacó de la caja las letras necesarias para formar
Todos ellos brujos
. El bebé, que se había estado quieto toda la mañana, comenzó a moverse dentro de ella. «Vas a ser un jugador de letras nato», pensó ella sonriendo. Le dio un puntapié. «¡Eh, cuidado!», dijo ella.

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