La Semilla del Diablo (18 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Puso polveras grandes y pequeñas sobre la mesa, ante Rosemary, así como dos tubos largos y uno corto.

—Mirad mi vestido —dijo Rosemary.

—Eso se te quitará con un trapo húmedo —dijo Elise cogiendo la toalla y yendo hacia el fregadero con ella.

—¡El pan de ajo! —gritó Rosemary.

—¿Está dentro o fuera? —preguntó Joan.

—Dentro. —Rosemary señaló con un cepillo para pintarse las pestañas a dos hogazas envueltas en papel de estaño que estaban en la parte de arriba del refrigerador.

Tiger empezó a remover la ensalada y Elise frotó la mancha de la falda del vestido de Rosemary.

—La próxima vez que vayas a llorar —le dijo—, no te pongas nada de terciopelo.

Guy entró y se quedó mirándolas.

Tiger le dijo:

—Nos estábamos contando secretos de belleza. ¿Quieres algunos?

—¿Te encuentras bien? —preguntó a Rosemary.

—Sí, perfectamente —le contestó con una amplia sonrisa.

—Se le ha derramado encima un poco de ensalada —explicó Elise.

Joan preguntó:

—¿No se le podría servir una ronda de bebidas al personal de la cocina?

* * *

El
chupe
fue un éxito, así como la ensalada. (Tiger dijo al oído a Rosemary que eran sus lágrimas las que le habían dado el toquecito final).

Renato aprobó el vino, descorchó las botellas con la habilidad de un entendido, y lo sirvió con solemnidad.

Scott, el hermano de Claudia, estaba en el estudio con un plato en su rodilla, diciendo:

—Se llama Altizer y está creo que en Atlanta. Dice que la muerte de Dios es un hecho histórico específico que acaba de suceder en nuestra época. Que Dios ha muerto literalmente.

Los Kapps, Rain Morgan y Bob Goodman estaban sentados, escuchando y comiendo.

Jimmy, que estaba en una de las ventanas de la sala, exclamó:

—¡Hey! ¡Ha empezado a nevar!

Stan Keeler contó unos cuantos chistes verdes polacos y Rosemary se rió a carcajadas al oírlos.

—Ten cuidado con la bebida —murmuró Guy a su oído.

Ella se volvió y le enseñó su vaso, mientras seguía riendo.

—¡Pero si es sólo Ginger Ale! —aclaró.

El acompañante de Joan, el que tenía más de cincuenta años, se sentó en el suelo, junto a su silla, y con avidez empezó a acariciarle los pies y los tobillos. Elise hablaba con Pedro; él asintió, mientras observaba a Mike y Alian, que estaban al otro lado de la habitación. Claudia empezó a leer las palmas de las manos.

Andaban ya escasos de whisky; pero todo lo demás iba bien.

Ella sirvió el café, vació bandejas y retiró vasos sucios. Tiger y Carole Wendell la ayudaron.

Luego se sentó en una ventana salediza con Hugh Dunstan, tomando café a sorbitos y viendo cómo caían grandes copos de nieve, como si fueran un ejército interminable. De vez en cuando alguno chocaba contra los cristales, se deslizaba y se fundía.

—Año tras año juro que me marcharé de la ciudad —dijo Hugh Dunstan—, que me alejaré de sus delitos y ruidos y todas sus demás cosas desagradables. Pero cada año, cuando empieza a caer nieve o el
New Yorker
celebra su «Bogart Festival», yo me encuentro todavía aquí.

Rosemary sonrió y contempló la nieve.

—Por eso quise este apartamento —dijo—. Para sentarme aquí y contemplar la nieve con el fuego encendido.

Hugh se la quedó mirando y le dijo:

—Apostaría a que sigues leyendo a Dickens.

—Claro que lo leo —contestó ella—. Nadie deja de leer a Dickens.

Guy vino en busca de ella.

—Bob y Thea se marchan —le dijo.

* * *

A las dos de la madrugada ya se había ido todo el mundo y se habían quedado solos en la sala, rodeados de vasos sucios, servilletas arrugadas y bandejas llenas de restos por todas partes. («No lo olvides», le susurró Elise al marcharse. No era muy probable que lo olvidara.)

—Bueno, ahora tendremos que movernos —dijo Guy.

—Guy.

—¿Sí?

—El lunes por la mañana iré a ver al doctor Hill.

Él se quedó mirándola, pero no dijo nada.

—Quiero que me examine —dijo—. El doctor Sapirstein me está mintiendo o... no sé, está chiflado. Un dolor como éste es la señal de que algo va mal.

—Rosemary —dijo Guy.

—Y no beberé más la bebida de Minnie —prosiguió ella—. Quiero vitaminas en pastillas, como todo el mundo. Ya hace tres días que no la bebo. La hago que la deje aquí y luego la tiro.

—Que la has...

—Me he hecho mi propia bebida a cambio.

Él se mostró a la vez muy sorprendido y enfurecido, y señalando por encima del hombro hacia la cocina, le gritó:

—¿Es eso lo que esas putas te estaban diciendo ahí dentro? ¿Es eso lo que te han aconsejado? ¿Que cambies de médico?

—Son mis amigas —replicó ella—. No las llames putas.

—Son un hatajo de putas de tercera que debían meter las narices sólo en sus malditos asuntos.

—Lo único que me han dicho es que consulte a otro médico.

—Tienes el mejor especialista de Nueva York, Rosemary. ¿Sabes quién es el doctor Hill? ¡Un Don Nadie! Eso es.

—Estoy harta de oír lo importante que es el doctor Sapirstein —replicó ella,
empezando
a gritar a su vez—. ¡Y tengo este dolor desde antes del Día de Acción de Gracias y todo lo que me dice es que ya se me pasará!

—Pues no cambiarás de médico —dijo Guy—. Tendríamos que pagar a Sapirstein y a Hill. Ni hablar.

—No voy a cambiar de médico —repuso Rosemary—. Lo único que quiero es que Hill me examine y me dé su opinión.

—No te lo permitiré —dijo Guy—. No estará bien hacerle eso al doctor Sapirstein.

—Que no estará... ¿Qué estás diciendo? Y de hacerlo bien conmigo ¿qué?

—¿Quieres otra opinión de médico? Muy bien. Díselo a Sapirstein; que sea él quien escoja quién te la ha de dar. Por lo menos ten esa cortesía con el hombre que es la mayor eminencia en esa especialidad.

—Quiero ver al doctor Hill —insistió ella—. Si tú no quieres pagarle, le pagaré yo.

Dejó de hablar de pronto y se quedó inmóvil, paralizada. Una lágrima rodó por un surco curvado hacia la comisura de su boca.

—¿Ro? —preguntó Guy.

El dolor había cesado. Se había ido. Como una bocina de automóvil estropeada que de repente dejara de tocar. Como todo lo que cesa y se ha ido, se ha ido para bien y no volverá jamás, gracias a Dios. Ido y acabado y ¡oh, qué bien se sentiría ella en cuanto recobrara el aliento!

—¿Ro? —dijo Guy, y dio un paso hacia ella, preocupado.

—Ha cesado —dijo—. El dolor.

—¿Cesado? —preguntó él.

—Ahora mismo —ella se esforzó por sonreírle—. Ha cesado. Así, por las buenas.

Cerró los ojos y respiró profundamente y aún más profundamente, más profundamente de lo que había respirado desde hacía edades. Desde antes del Día de Acción de Gracias.

Cuando abrió los ojos, Guy la seguía mirando, con cara de preocupación.

—¿Qué había en la bebida que hiciste? —preguntó.

El corazón le dio un sobresalto. Había matado al niño. Con el jerez. O un huevo en malas condiciones. O la combinación. El bebé había muerto y el dolor cesado. El dolor era el bebé y ella lo había matado con su arrogancia.

—Un huevo —dijo ella—. Leche, crema, azúcar —parpadeó, se secó la mejilla, y se quedó mirándolo—. Jerez —dijo finalmente, tratando de que aquello no sonara a tóxico.

—¿Cuánto jerez? —preguntó él.

Algo se movió en el interior de ella.

—¿Mucho?

De nuevo, donde nada se había movido antes. Una ligera agitación que presionaba suavemente. Ella soltó una risita.

—Rosemary, ¡por amor de Dios! ¿Cuánto?

—¡Está vivo! —exclamó ella, y volvió a soltar una risita—. ¡Se mueve! Está bien, no se ha muerto; se mueve.

Miró a su barriga de terciopelo marrón y se puso las manos encima, presionándola ligeramente. Ahora se movían dos cosas, dos manos o pies, uno aquí, otro allí.

Se acercó a Guy, sin mirarlo, y rápidamente le cogió la mano. Él se acercó a ella y se dejó coger. Ella le llevó la mano a un lado de su vientre y la mantuvo allí apretada. Dócil, el movimiento se repitió.

—¿Lo sientes? —le preguntó ella, mirándolo—. Otra vez. ¿Lo sientes?

Él apartó rápidamente su mano, pálido.

—Sí —dijo—. Sí. Lo siento.

—No hay nada que temer —dijo ella riendo—. No te va a morder.

—Es maravilloso —dijo él.

—¿Verdad que sí? —ella sujetó de nuevo su vientre, mirándolo—. Está vivo. Da patadas. Está ahí.

—Voy a recoger un poco las cosas —dijo Guy, y recogió una bandeja y un vaso, y otro vaso.

—Está bien ahora, David-o-Amanda —dijo Rosemary—. Ya has dado a conocer tu presencia, así que sé bueno y estáte quieto, y deja que mamá pueda recoger las cosas —se echó a reír—. ¡Dios mío! —exclamó—. No se está quieto. Eso quiere decir que es niño, ¿verdad?

Luego dijo:

—Está bien, tómatelo con calma. Aún te quedan cinco meses más, así que ahorra tus energías.

Y riéndose:

—Dile algo, Guy; tú eres su padre. Dile que no sea impaciente.

Y rió una y otra vez, y se echó a llorar también, sujetando su vientre con ambas manos.

16

Todo lo mal que habían ido antes las cosas, iban ahora bien. Con el cese del dolor vino el sueño, y se pasaba durmiendo hasta diez horas sin tener pesadillas; y con el sueño vino el hambre, con ganas de comer carne guisada, no cruda, y huevos, verduras, queso, frutas y leche. Al cabo de unos días el rostro cadavérico de Rosemary había perdido sus perfiles y estaba de nuevo redondeado por la carne; al cabo de unas semanas tenía el aspecto que se supone han de tener las mujeres embarazadas: lustroso, saludable, orgulloso; más lindo que nunca.

Bebía la bebida de Minnie tan pronto como se la daban, y la bebía hasta la última y fría gota, apartando de sí como si fuera un rito los recuerdos de culpabilidad del
Yo-maté-al-niño
. Con la bebida le traían ahora un trozo de pastel blancuzco y amazacotado que recordaba al mazapán, y que también se comía inmediatamente, tanto como para dar gusto a su paladar que ahora apetecía cosas dulces, como por haber resuelto ser la mujer en estado más consciente de todo el mundo.

El doctor Sapirstein podía haberse jactado de que el dolor había cesado, como él había predicho; pero no se jactó; sólo dijo:

—Ya era hora.

Puso su estetoscopio sobre la barriga ahora realmente abultada de Rosemary. Escuchando al bebé que se agitaba, traicionó una excitación impropia de un hombre que había guiado centenares y centenares de embarazos. Rosemary pensó que quizá esta clara excitación era lo que diferenciaba al gran tocólogo del tocólogo simplemente bueno.

Se compró prendas adecuadas para la maternidad: un vestido negro de dos piezas, un traje sastre color
beige
, y un vestido rojo con puntos blancos. Dos semanas después de la fiesta dada por ella, fue con Guy a una que daban Lou y Claudia Comfort.

—¡No dejo de admirarme del cambio que has experimentado! —le dijo Claudia, tomando ambas manos de Rosemary—. Estás un ciento por cien mejor. ¿Qué digo? ¡Un mil por cien!

Y la señora Gould a la que encontró en el pasillo del piso le dijo:

—¿Sabe que nos sentíamos muy preocupados por usted hace unas semanas? Tenía la cara tan chupada y parecía encontrarse tan mal. Pero ahora parece una persona enteramente diferente, de veras. Arthur comentó el cambio precisamente ayer noche...

—Ahora me encuentro mucho mejor —dijo Rosemary—. Algunos embarazos empiezan mal y acaban bien, y a otros les pasa al revés. Estoy contenta de que para mí lo malo haya sido lo primero y todo acabe de este modo.

Sentía pequeños dolores que antes no había notado, dominados por el dolor principal: dolores en los músculos de la espalda y en sus senos hinchados; pero esas molestias eran mencionadas en el libro en rústica que el doctor Sapirstein le hizo que tirara; pero aumentaban más que disminuían su sensación de bienestar. Seguía aborreciendo la sal, pero ¿qué era la sal al fin y al cabo?

El espectáculo de Guy, tras haber cambiado de director dos veces y de título tres veces, se estrenaba en Filadelfia a mediados de febrero. El doctor Sapirstein no permitió a Rosemary que le acompañara en la pesada gira; pero en la tarde del estreno ella fue con Minnie y Roman, y con Jimmy y Tiger, en el antiguo «Packard» de Jimmy. Durante el camino no fueron muy contentos. Rosemary, Jimmy y Tiger habían visto el ensayo final de la obra antes de que la compañía dejara Nueva York y dudaban de que tuviera mucho éxito. Lo más que esperaban era que uno o dos críticos elogiaran la actuación de Guy, destacándola del conjunto; esperanza que Roman fomentó citando casos de grandes actores que empezaron a hacerse notar en obras de poca o ninguna importancia.

A pesar de los decorados, trajes y luces, la obra no era más que tedio y verborrea; la fiesta que se celebró después se dividió en grupos separados, enclaves de desánimo y silencio. La madre de Guy, que había venido en avión desde Montreal, insistió en decir a los de su grupo que Guy había estado soberbio y que la obra era soberbia. Bajita, rubia y vivaracha, parloteó su confianza a Rosemary y Alian Stone, a Jimmy y Tiger, a Guy y a Minnie y Roman. Estos dos sonrieron serenamente; los otros se sentaron, preocupados. Rosemary pensó que Guy había estado mejor que soberbio; pero lo mismo pensó de él en
Lutero
y
Nadie quiere un albatros
, y en ninguna de las dos atrajo la atención de la crítica.

Trajeron dos revistas poco después de la medianoche; ambas destacaban la obra y elogiaban a Guy entusiásticamente, dedicándole una hasta dos párrafos. Una tercera revista, que apareció a la mañana siguiente, llevaba el titular
Asombrosa actuación centellea en nueva comedia-drama
y hablaba de Guy como de «un joven actor virtualmente desconocido, de enérgica autoridad» quien seguramente podría «continuar con producciones mejores y más grandes».

El viaje de vuelta a Nueva York fue mucho más feliz que el viaje de ida.

Rosemary tuvo muchas cosas en que ocuparse mientras Guy estuvo fuera. Tenía que encargar finalmente el papel blanco y amarillo para empapelar el cuarto de los niños, y la camita de niño, y la cómoda y la bañerita. También tenía que escribir cartas largo tiempo aplazadas, contándole a la familia todas las noticias; había que comprar más ropitas de bebé y vestidos maternales para ella; una serie de decisiones que tomar, sobre tarjetas anunciando el natalicio y si se le había de dar el pecho o alimentarlo con biberón, y el nombre, el nombre. Andrew o Douglas o David; Amanda o Jenny o Hope.

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