El Senado miraba despectivamente a la clase comercial, pero a menudo entraba en una alianza no oficial con ella. Mientras el recaudador de impuestos hacía dinero, el gobernador de la provincia (que era de la clase senatorial) podía fácilmente obtener una parte del botín con sólo hacer la vista gorda y no investigar mucho los métodos empleados.
Cuando Cayo Graco se enfrentó con el Senado, trató de ganar a la clase comercial para la causa de la reforma haciendo asumir a sus miembros la función de jurados. Hasta entonces éste había sido un derecho exclusivo de la clase senatorial. Pero a medida que aumentó la corrupción de los senadores se hizo casi imposible castigar a cualquiera de ellos, por vergonzosa que hubiese sido su conducta, ya que los senadores —que eran jueces y jurados— no estaban dispuestos a condenar a uno de su clase. (A fin de cuentas, luego podía llegarle el turno a uno cualquiera de los jurados.)
Desafortunadamente, los
equites
no eran mejores, sino que demostraron ser tan corruptos y egoístas como los senadores. Por consiguiente, además de los objetivos habituales de los reformistas —la distribución de tierras, la fundación de colonias y la extensión de la ciudadanía—, la reforma judicial se convirtió en una preocupación fundamental.
En 91 a. C., un nuevo tribuno reformista, Marco Livio Druso, abordó ese problema. Era hijo de un hombre que había sido tribuno junto con Cayo Graco y que se había opuesto a las reformas de éste. Pero el hijo era muy diferente; era un idealista y un verdadero reformador. Propuso que a los 300 senadores se añadiesen 300
equites
y que asumiesen juntos la función judicial. La idea era que los senadores vigilasen a los
equites
y que éstos, a su vez, vigilasen a los senadores. De este modo, la nueva clase gobernante se vería obligada a ser honesta. Pero probablemente esto no habría dado resultado; las dos clases habrían formado una alianza que hubiese permitido la corrupción de unos y otros.
Para luchar contra esa corrupción conjunta, Druso también propuso crear una comisión especial que juzgase a todos los jueces acusados de corrupción.
Ni el Senado ni los
equites
habrían aceptado esto, por lo que Druso se dirigió al pueblo con el habitual programa de reforma agraria y colonización. Y como de costumbre, también, agregó la concesión de la ciudadanía a los aliados italianos, lo cual, como siempre, alarmó a los prejuiciosos.
Los senadores y los
equites
lograron paralizar todas las leyes de Druso aun después de haber sido aprobadas, y el mismo Druso murió misteriosamente. Nunca se encontró a su asesino.
Para muchos italianos, el asesinato de Druso fue la gota que colmó el vaso. Durante dos siglos habían sido fieles aliados de Roma, en los buenos como en los malos tiempos. En su gran mayoría habían permanecido junto a Roma después de los sombríos días de Cannas. ¿Y cuál fue su recompensa?
Sin duda, no era mucho otorgarles la ciudadanía. Esta implicaba que podían votar, pero sólo si se trasladaban a Roma, pues las costumbres romanas exigían la presencia de los votantes en Roma. No era de esperar que los italianos acudirían en grandes cantidades a Roma desde distancias de cientos de kilómetros para cada votación, de modo que no era probable, como sostenían muchos romanos que se oponían a la concesión de la ciudadanía, que los italianos llegasen a controlar el gobierno.
(Por desgracia, los romanos nunca tuvieron un «gobierno representativo» por el cual quienes habitaban en regiones alejadas pudieran elegir individuos que, residiendo en Roma, defendiesen los intereses de sus electores en el Senado.)
Pero aun dejando de lado la cuestión del voto, la ciudadanía romana era deseable. Como ciudadanos romanos, los italianos habrían tenido mayores derechos en los tribunales de justicia, habrían estado exentos de diversos impuestos y compartido las riquezas que afluían de las conquistas en el extranjero. Además, se habrían sentido más importantes y abrigado una mayor autoestima.
Era indudable que la ciudadanía no constituía una gran recompensa por su lealtad; sin embargo, una y otra vez, durante medio siglo, habían sido defraudados. Los romanos partidarios de conceder la ciudadanía a los italianos eran expulsados de sus cargos y, habitualmente, asesinados por los intransigentes senadores y sus secuaces. Después de cada una de esas victorias senatoriales, los regocijados italianos que acudían a Roma con la esperanza de que se les otorgara la ciudadanía eran expulsados ásperamente.
Pues bien, si Roma no necesitaba de los italianos, éstos no necesitaban de Roma. Llenos de furia, varios distritos italianos se declararon independientes y formaron una república separada que llamaron «Italia». Establecieron su capital en Corfinio, a unos 130 kilómetros al este de Roma.
Naturalmente, esto suponía la guerra, y la contienda que siguió es llamada habitualmente la Guerra Social, de la palabra latina que significa «aliados». Las tribus italianas que se rebelaron contra Roma en 91 a. C. eran en su mayoría del grupo samnita, por la que casi podríamos llamar a esa guerra la Quinta Guerra Samnita.
Roma no pensaba ceder, pero fue cogida por sorpresa. Los italianos habían estado preparándose, y, tan pronto como anunciaron su defección, sus ejércitos estaban listos y sus ciudades dispuestas a defenderse. Pero Roma no estaba preparada. Hasta había dejado que sus murallas se deteriorasen desde los días de Aníbal, más de un siglo antes.
Los ejércitos romanos reunidos apresuradamente sufrieron derrotas iniciales, particularmente en el Sur, contra los samnitas, donde el mismo cónsul Lucio Julio César sufrió una dura derrota. César, para evitar en lo posible la defección de los etruscos y los umbros del norte de Roma, decretó en 90 a. C. que se otorgaría la ciudadanía romana a los italianos que permaneciesen fieles.
El Senado, contra su voluntad, se vio obligado a pedir a Mario (quien había vuelto de una gira por el Este) que se pusiese al frente de las tropas romanas, pero evitaron concederle plenos poderes. Mario aceptó a regañadientes, pues, por supuesto, había sido partidario de dar la ciudadanía a los italianos. Ahora tenía que luchar contra su propia gente, por así decir, y en defensa del odiado Senado, después de haber destruido a Saturnino. Por ello, Mario trató de evitar la lucha y, cuando se veía obligado a combatir, trataba de mantener las pérdidas en un mínimo.
Pero después de la muerte de Lucio César, el antiguo ayudante de campo de Mario en los días de la guerra con Numidia, Sila, se puso al frente de los ejércitos romanos del Sur. No tenía las inhibiciones de Mario, sino que prosiguió la guerra vigorosamente. En 89 a. C. los rebeldes italianos fueron rechazados en todas partes.
Esto regocijó el corazón de los senadores. Su hombre, Sila, había tenido que combatir bajo el mando de Mario contra Yugurta y contra los bárbaros del Norte. Ahora, por fin, Sila iba a combatir independientemente, y lo haría mejor que Mario. Por fin el Senado tenía un campeón militar.
Los rebeldes italianos fueron aún más debilitados por la oferta romana de conceder la ciudadanía a todos los italianos que la pidieran dentro de los sesenta días siguientes. Puesto que era eso lo que originalmente habían pedido, muchos italianos cedieron. Los samnitas resistieron hasta el fin, pero en 88 a. C. la Guerra Social había terminado.
Desapareció la última chispa de libertad nativa italiana. Los samnitas fueron prácticamente barridos. Roma hasta tomó medidas para desalentar el uso de la lengua italiana nativa, el oseo (perteneciente a la misma familia de lenguas que el latín). El latín se convirtió en la lengua de casi toda Italia.
Parecía que Roma sufrió grandes perjuicios por la estrechez mental de los conservadores senatoriales. Al fin y al cabo tuvieron que otorgar la ciudadanía a los italianos. ¿Por qué no lo hizo tres años antes y se ahorró tanta muerte y destrucción?
El cambio de opinión de los romanos no se produjo porque repentinamente vieran la luz o por un sentimiento de afecto hacia los aliados y los daños que les habían causado. En realidad, un peligro nuevo y totalmente inesperado había surgido en el Este, que durante un siglo había permanecido tan quieto y dócil. Para hacer frente a ese peligro, Roma sencillamente debía tener paz y calma internamente, y la concesión de la ciudadanía a los aliados italianos fue el precio que se vio obligada a pagar.
El nuevo peligro surgió en Asia Menor, que hasta entonces nunca había planteado serios problemas a Roma. El tercio occidental había abarcado al leal aliado de Roma, Pérgamo, y ya hacía cuarenta años que era territorio romano, con el nombre de Provincia de Asia.
Al noroeste de esta provincia estaba Bitinia, que un siglo antes había sido el último refugio de Aníbal (véase
El ajuste de cuentas con Filipo
en el capítulo 6). Ahora era un títere romano, como lo había sido Pérgamo.
Al este y sudeste de Bitinia había una serie de otros reinos, todos los cuales habían sido creados después de la muerte de Alejandro Magno. Sobre la costa oriental del mar Negro, por ejemplo, estaba el Ponto, que tomó su nombre del nombre griego del mar Negro.
El Ponto había sido originalmente parte del Imperio Persa, pero había estado unido a él por débiles vínculos. Después de que Alejandro Magno conquistase el Imperio Persa y después de morir, el Ponto hizo fracasar todos los intentos de los generales macedónicos de apoderarse de él. En 301 a. C. afirmó su completa independencia bajo Mitrídates I, gobernante de ascendencia persa.
Al sur del Ponto estaban Galacia y Capadocia, cuya historia era semejante a la del Ponto. Galacia fue así llamada porque tribus galas que habían invadido Asia Menor dos siglos antes se habían establecido allí.
Al este del Ponto, desde el mar Negro hasta el Caspio, al sur de las elevadas montañas del Caucaso, estaba Armenia.
De estos reinos, el Ponto fue el que más floreció, bajo un linaje de reyes vigorosos (todos llamados Mitrídates). Luchó contra las monarquías helenísticas mayores, y sus más peligrosos enemigos fueron los seléucidas. Cuando Antíoco III fue humillado por los romanos, el Ponto tuvo ocasión de expandirse y logró dominar el mar Negro hacia el Oeste, hasta el límite con Bitinia.
Cuando Roma se apoderó de Pérgamo, era rey del Ponto Mitrídates V. Al igual que los otros reyes de Asia Menor, hizo alianza con Roma y se cuidó siempre de hacer nada que ofendiese a la ciudad conquistadora. Pero hizo todo lo que pudo para aumentar el poder del Ponto y anexarse partes de Galacia y Capadocia, esforzándose por lograr que Roma aceptase este aumento de su poder. Pero en 121 a. C. fue asesinado por sus propios cortesanos y le sucedió en el trono su hijo de once años, con el nombre de Mitrídates VI (a veces llamado «Mitrídates el Grande»).
Se cuentan toda clase de historias sobre Mitrídates VI. Evitó ser muerto y aun dominado por sus guardianes y parientes por pura habilidad y coraje. Recibió una educación muy vasta y se decía que había aprendido veintidós lenguas. Quizá la historia más famosa que se cuenta de él es que tomaba pequeñas cantidades de toda clase de venenos para inmunizarse a ellos. Esperaba, de este modo, evitar el asesinato por envenenamiento. (Esto sólo es posible lograrlo con respecto a muy pocos venenos, dicho sea de paso.)
Cuando Mitrídates tuvo edad suficiente comenzó un vigoroso programa de expansión, principalmente en la dirección opuesta a los dominios romanos. Se apoderó de la legendaria tierra de Cólquida, a la que llegaron Jasón y los argonautas para obtener el vellocino de oro, según los mitos griegos. Extendió su poder también a las costas septentrionales del mar Negro, donde seis siglos antes se habían establecido ciudades griegas en lo que es ahora la Península de Crimea. Afirmó la dominación del Ponto sobre Galacia y Capadocia, y formó una estrecha alianza con Armenia.
Pudo hacer todo esto sin la intervención romana, pues la atención de Roma estaba puesta concentradamente en Yugurta, al Sur, y en las hordas bárbaras del Norte. No tenía tiempo para preocuparse por un reyezuelo oriental que combatía en montañas y costas remotas.
Mitrídates odiaba a Roma, la cual, durante su juventud, se había anexado un territorio que él consideraba suyo y dominaba a los reyes nativos de Asia Menor. Observaba cómo ese pueblo conquistador era humillado en África y era presa de pánico ante los bárbaros del Norte. Es cierto que había vencido, en definitiva, pero luego en la misma Italia había estallado la guerra civil.
Mitrídates debe de haber pensado que no tenía nada que temer. En 90 a. C. era sin duda la mayor potencia de Asia Menor (excepto los romanos), y avanzó hacia el Oeste, apoderándose del Reino de Bitinia.
Pese a la Guerra Social, Roma reaccionó inmediatamente. Bitinia era su leal aliada y Roma debía prestarle ayuda. Ordenó firmemente a Mitrídates que se retirase de Bitinia, y el monarca del Ponto, sorprendido de la cólera romana, lo hizo. Pero luego Roma estimuló a Bitinia a invadir el Ponto como venganza, y Mitrídates se enfureció. Tomó las armas contra Roma y así comenzó la Primera Guerra del Ponto, en 88 a. C.
Mitrídates estaba bien preparado. Sus ejércitos, conducidos por experimentados generales griegos, se extendieron en Asia Menor como reguero de pólvora. No sólo Mitrídates ocupó los reinos nativos, sino que hasta se apoderó de la misma Provincia de Asia. Luego, como si hubiese querido quemar las naves detrás de sí, ordenó matar a todo comerciante italiano que se hallase en Asia Menor; se ha dicho que 80.000 de ellos fueron asesinados en un solo día, pero esto es probablemente una grosera exageración.
Mitrídates luego envió un ejército a Grecia. Los griegos, asombrados de que alguien pudiera resistir a los arrolladores romanos, se unieron a Mitrídates en número considerable; todo el dominio romano sobre el Este parecía a punto de desplomarse.
Los romanos estaban pasmados ante esta súbita irrupción del que fue su mayor enemigo desde los días de Aníbal. Era importante que actuasen de manera inmediata, pero no podían hacerlo, aunque había dos hombres calificados para recibir el honor de conducir los ejércitos romanos, pues cada uno de ellos tenía el apoyo de uno de los partidos poderosos de Roma, y ninguno quería ceder. Ambos habían estado en el Este en años recientes y ambos habían enfrentado a Mitrídates.
El Senado sabía bien a cuál de los dos preferir y rápidamente nombró a Sila para que condujese a un ejército contra Mitrídates. Mario no pudo tolerar esto y abordó al tribuno Publio Sulpicio Rufo, quien estaba de parte del Senado, pero se hallaba abrumado por las deudas. Se supone con buen fundamento que Mario le prometió pagar sus deudas con los beneficios de la guerra, y Sulpicio Rufo se pasó de inmediato al bando popular. Hizo aprobar una ley que daba mayor importancia a los votos de los nuevos ciudadanos italianos y llevó a cantidad de ellos a Roma. Así, fue elegido Mario para comandar un ejército contra Mitrídates.