Véase el
Mapa 8
- Fin de la 3ª Guerra Púnica, 146 a. C.
Finalmente, en 147 a. C., fue enviado a Cartago Escipión el Joven. Este dio nuevo impulso a la campaña, y quizá contribuyó a su éxito la magia del nombre, aunque sólo fuese adoptado. En 146 a. C. (607 A. U. C.), Cartago finalmente fue tomada e incendiada hasta los cimientos. Aquellos de sus habitantes que no optaron por morir en las llamas fueron muertos o esclavizados, y Escipión el Joven se ganó el apodo de «Africanus Minor» («el Joven Africano»).
Cartago fue totalmente arrasada y su territorio anexado a los dominios romanos con el nombre de Provincia de África. Los romanos de la época no querían que jamás volviese a levantarse una ciudad en ese sitio. Pero cien años más tarde se fundó una nueva Cartago, pero una Cartago romana. Los viejos cartagineses de origen fenicio desaparecieron para siempre.
Polibio no permaneció en Grecia, sino que marchó presurosamente a África para estar con su amigo Escipión y presenciar el gran suceso que le serviría para dar fin a su historia. Relata que Escipión observó el incendio de Cartago con aire pensativo y citando versos de los poemas de Homero. Polibio le preguntó en qué pensaba, y Escipión le respondió que la historia tiene altibajos y no podía por menos de pensar que quizá algún día Roma sería saqueada como lo estaba siendo Cartago en ese momento.
Escipión, por supuesto, tenía razón. Unos cinco siglos y medio más tarde, Roma fue saqueada, y los invasores iban a provenir de... ¡Cartago!
Mientras los romanos libraban con Cartago la batalla final, nuevos desórdenes estallaron en el Este. Grecia y Macedonia estaban prácticamente en la anarquía. Los romanos no gobernaban ellos mismos la región, pero tampoco permitían la formación de gobiernos nativos fuertes. Esto hacía que toda ella fuese presa de interminables querellas políticas en tierra y de la piratería en el mar. Las cuatro repúblicas en que había sido dividida Macedonia reñían constantemente entre ellas.
Muchos griegos pensaron que había llegado el momento de luchar por la libertad. Un aventurero macedónico llamado Andrisco pretendió ser hijo de Perseo y se proclamó rey de Macedonia en 148 a. C. Ganó aliados en Grecia e hizo también una alianza con la pobre y agonizante ciudad de Cartago.
Los romanos enviaron rápidamente un ejército al mando de Quinto Cecilio Metelo, quien fácilmente derrotó a Andrisco en la Cuarta Guerra Macedónica. Fue el fin de toda aspiración a la independencia que pudiera abrigar Macedonia. En 146 a. C. fue transformada en una provincia romana, y así empezó Roma a anexarse directamente territorios del Este.
Pero en Grecia las cosas fueron demasiado lejos. La Liga Aquea estaba tan ansiosa de desafiar a Roma que no pudo refrenarse. Los enviados de Metelo fueron insultados, y éste se vio obligado a marchar hacia el Sur. Era un admirador de la cultura griega y deseaba tratar a Grecia lo más suavemente posible, pero en 146 a. C. fue reemplazado por Lucio Mummio, hombre de escaso saber. Mummio había adquirido cierta experiencia militar en España y no sentía el menor interés por los griegos; lo único que deseaba era ganar un triunfo.
La ciudad principal de la Liga Aquea era Corinto. Al acercarse Mummio, Corinto se rindió sin ofrecer ninguna resistencia, de modo que la Guerra Aquea terminó antes de haber comenzado. Pero no era esto lo que deseaba Mummio. Trató a Corinto como si hubiese sido tomada por asalto, saqueando y matando. Los habitantes fueron vendidos como esclavos y valiosísimas obras de arte fueron llevadas a Roma.
Mummio, que no entendía nada de arte, se puso en ridículo para siempre por las instrucciones que dio a los capitanes de los barcos en los que se embarcaron grandes pinturas. «Que no se arruinen —les dijo— o tendréis que reemplazarlas.» La Liga Aquea fue disuelta y se extinguieron las últimas miserables chispas de la libertad griega.
También en el Oeste lejano los ejércitos romanos tuvieron tarea. Las tribus nativas de España Occidental (la «Lusitania», que ocupaba el territorio de la moderna Portugal) se rebelaron contra la crueldad de los gobernadores romanos, bajo el liderazgo de un pastor lusitano llamado Viriato. Durante diez años, de 149 a 139 a. C., Viriato llevó una triunfal guerra de guerrillas contra los romanos. En una ocasión atrapó a un ejército romano en un paso de montaña e impuso una paz temporal. Pero en 139 a. C., el dinero romano compró la traición de algunos de los amigos de Viriato, y el lusitano fue asesinado.
Aun así, los lusitanos siguieron resistiendo. Una vez más fue llamado Escipión el Joven. En 133 a. C., finalmente (después de un largo asedio), capturó la ciudad de Numancia, en el noreste de España. Había sido el centro de la resistencia, y, después de tomada, la España Septentrional se convirtió en territorio romano. Ahora sólo conservaron su independencia los nativos del extremo noroccidental.
Ese mismo año, Roma se estableció por primera vez en Asia. El rey de Pérgamo, el leal y viejo aliado de Roma, era Atalo III. Había llegado al trono en 138 antes de Cristo, no tenía herederos directos ni esperaba tenerlos. Si moría sin tomar alguna medida concerniente a la sucesión, otros reinos de Asia Menor se disputarían el país y los romanos intervendrían para perjuicio de todos. Consideró juicioso recibir lo inevitable con una sonrisa. En su testamento dejó su reino a Roma.
Cuando murió, en 133 a. C., Roma aceptó el don y reorganizó el país, que pasó a ser la provincia de Asia. Tuvo que sofocar una rebelión de algunos que no querían convertirse en romanos, pero lo hizo con pocas dificultades, y en 129 a. C. el país estaba en calma.
En 133 a. C., pues, el mundo mediterráneo era casi totalmente romano. Un siglo antes, Roma sólo dominaba Italia. Ahora casi toda España era suya, como lo eran el África Central del Norte, Macedonia, Grecia, Pérgamo y las islas del Mediterráneo Occidental y Central. A lo largo de todas las costas de este mar había reinos nominalmente independientes, pero que eran aliados romanos o, al menos, reinos intimidados y sumisos.
El Egipto Tolemaico siguió bajo el gobierno de reyes débiles que se preocupaban por obtener el favor romano y que eran poco más que títeres romanos.
Sólo el Imperio Seléucida conservó cierto poder durante un tiempo. Antíoco III murió en 187 a. C., pero bajo sus hijos el reino se recuperó del daño que le había hecho Roma. En 175 a. C. subió al trono Antíoco IV. Había sido llevado como rehén a Roma después de la batalla de Magnesia y había sido educado allí. Pero una vez que fue rey pensó que podía seguir luchando con los egipcios al viejo estilo. Trató de hacerlo y obtuvo algunas victorias, pero los romanos intervinieron y lo obligaron a retroceder.
Antíoco IV, resentido por la derrota, buscó batallas más fáciles en otras partes. Judea estaba bajo su dominio, de modo que declaró ilegal el judaísmo e intentó obligar a los judíos a aceptar la cultura griega. Los judíos se rebelaron y, bajo la familia de los Macabeos, crearon un reino independiente.
Después de la muerte de Antíoco IV, en 163 a. C., empezó la decadencia final del Imperio Seléucida. Las tribus nativas del Este, que habían sido sometidas primero por Alejandro Magno y luego por Antíoco III, se independizaron para siempre y, en 129 a. C., hasta tomaron Babilonia. Después de esto, el poderoso Imperio Seléucida quedó reducido a Siria solamente y agotó sus energías en guerras civiles entre diferentes miembros de la familia seléucida, cada uno de los cuales quería subir a ese trono sin valor. Tampoco ellos pudieron ofrecer resistencia a Roma.
Es obvio que Roma se benefició con la conquista del mundo mediterráneo, sobre todo con sus victorias sobre el opulento Este, donde largos siglos de civilización habían acumulado gran riqueza. Los tributos impuestos a Cartago, Macedonia y Siria, el botín arrancado a las provincias y las ganancias derivadas del comercio efectuado en condiciones establecidas por los romanos hicieron que entraran en la ciudad enormes riquezas.
En efecto, en 167 a. C., después de la batalla de Pidna y la derrota final de Macedonia, las autoridades romanas dispusieron de tantas riquezas que liberaron a los ciudadanos de todo impuesto directo. Fueron mantenidos por los pueblos que habían conquistado.
Pero Roma no se convirtió en la mayor potencia del mundo sin pagar un precio por ello. Cien años de guerras habían cambiado completamente a la sociedad romana.
Antes de las Guerras Púnicas, los pequeños agricultores eran la columna vertebral de Roma. Trabajaban sus tierras parte del año y combatían en el ejército el resto del tiempo. Las campañas eran breves y cercanas a su hogar.
Pero un siglo de guerras había causado la muerte de muchos de esos robustos corazones (había menos ciudadanos romanos en 133 a. C. que en 250 a. C.) y había arruinado económicamente a otros. Vastas regiones de Italia habían sido devastadas por Aníbal o por los mismos romanos como castigo por cooperar con los cartagineses.
Además, las campañas se fueron haciendo cada vez más prolongadas y distantes del hogar. Los hombres ya no podían ser soldados y agricultores. Los soldados debían ser profesionales, y las armas su modo de vida.
En cuanto al dinero que afluyó a Roma, aunque benefició en cierta medida a todos los ciudadanos romanos, benefició a algunos mucho más que a otros. Los senadores, los administradores, los funcionarios y los generales se enriquecieron. Aquellos a cuyas manos llegó la riqueza extranjera invirtieron en tierras y compraron las granjas de los pequeños agricultores arruinados por la guerra. Se practicó la agricultura en grandes plantaciones, más que por pequeñas familias, de modo que se profesionalizó tanto como la guerra.
También afluyeron a Italia esclavos de África, Grecia, Asia y España, lo cual contribuyó a empeorar la situación del pequeño agricultor. Se usaron grandes cuadrillas de esclavos para las labores agrícolas, bajo la supervisión de capataces cuya única tarea consistía en hacer trabajar hasta la extenuación a los infortunados que estaban bajo su control. El propietario podía vivir en Roma, lejos de la vista del sufrimiento humano y, por ende, sin sentirse responsable por él. (Este «ausentismo del propietario» siempre estimula el mal trato de los arrendatarios y esclavos.) Los pequeños agricultores que lograban conservar su tierra pese a los estragos de la guerra no podían competir con las cuadrillas de esclavos.
Como resultado de esto eran muchos los que abandonaban en tropel el campo para marcharse a Roma y buscar allí cualquier trabajo. Así surgió en la ciudad una gran clase de
proletarios
. (Esta palabra proviene de una voz latina que significa «criar hijos», pues para la aristocracia gobernante la única función de los pobres era la de producir hijos que sirvieran en las legiones.)
Dentro de Roma, un ciudadano de Roma tenía cierto poder. Por pobre que fuese podía votar, lo cual significaba que los aristócratas que aspiraban a un cargo elevado tenían que tomarlo en cuenta. Los políticos astutos e inescrupulosos comprendieron cada vez más claramente que esos votos romanos estaban en venta. Buscaban la popularidad pujando unos contra otros, votando asignaciones de alimentos a precios reducidos para los ciudadanos romanos y de tanto en tanto distribuyendo cereales gratuitamente. También montaban juegos y espectáculos de todo género gratuitos. De este modo se sobornaba a la gente para que combatiese en las batallas de un líder contra otro, a menudo contra sus propios intereses.
Esta política, que provocó el enriquecimiento de los políticos y la ruina de Roma, es llamada habitualmente «panem et circenses». A menudo se traduce esta frase por «pan y circo», pero «circo» no significaba para los romanos lo que significa para nosotros. Es la palabra latina para «anillo» y alude al recinto (que, en realidad, era habitualmente ovalado) dentro del cual se realizaban competiciones y espectáculos para entretenimiento del pueblo. Allí se llevaban a cabo carreras de carros, combates de gladiadores y luchas con animales, que hacían de tales espectáculos la versión romana de nuestros espectáculos de variedades (una versión ruda y sangrienta, sin duda). Sería mejor traducir «panem et circenses» por «alimentos y espectáculos».
Mientras el rico se hizo cada vez más rico y el pobre cada vez más pobre, mientras los agricultores libres desaparecían y los esclavos se multiplicaban, Roma no avanzó políticamente. Hasta las guerras cartaginesas se produjo una constante ampliación de la base del gobierno, haciéndolo más democrático. Este proceso terminó después de la invasión de Aníbal.
Ello se debió, entre otras causas, a que, durante el mortal peligro de la Segunda Guerra Púnica, todo el mundo reconoció la necesidad de un gobierno fuerte. No había tiempo para experimentos políticos. El Senado impuso tal gobierno fuerte; en realidad, nunca gobernó mejor en la historia de Roma que en la época de tensiones de la Segunda Guerra Púnica y después de ella.
Pero a ningún grupo gobernante le resulta fácil ceder el poder voluntariamente. La aristocracia terrateniente que formaba el Senado no tenía la menor intención de modificar una situación que ponía en sus manos las riendas del poder, aun después de que la crisis pasara.
Como resultado de esto se dio una enorme y trágica paradoja, pues a Italia se le robó el reposo.
Una vez expulsado Aníbal de la Península, Roma no tenía por qué temer que ningún ejército extranjero, en un futuro previsible, la pusiera en peligro en su propio terreno. En verdad, durante más de cinco siglos Italia no iba a experimentar la amenaza de un ejército extranjero.
Sin embargo, no iba a haber paz en Italia. La estrecha política del Senado y su decisión de no abandonar el poder condujo a un nuevo y más temible tipo de guerra. Fue la guerra de los esclavos contra los hombres libres, de los pobres contra los ricos, de Roma contra sus aliados y de Roma contra Roma.
El primer indicio de que se iniciaba una nueva época de revolución social apareció en la forma de la más temible de todas las guerras: una insurrección de esclavos.
Los esclavos eran importados en cantidades particularmente grandes a Sicilia, que se había convertido en poco más que una enorme plantación de cereales destinados a proveer de trigo barato al proletariado romano. Los esclavos sicilianos eran tratados aún más brutalmente que los animales, pues eran menos valiosos y más fácilmente reemplazables.
Pero no hacía mucho tiempo que esos esclavos habían sido también hombres libres. Muchos de ellos habían sido ciudadanos respetables cuyo único crimen consistía en haber vivido en un país conquistado, o soldados cuyo único crimen era el haber sido derrotados. Puesto que para ellos la vida era peor que la muerte, sólo necesitaban un líder para rebelarse con loca desesperación.