El mismo Flaminio fue enviado a Bitinia en 183 a. C. para exigir la entrega de Aníbal. El rey bitinio se vio obligado a aceptar, pero cuando Aníbal vio que los soldados rodeaban su casa, rápidamente privó a Roma de su victoria final, tomando el veneno que siempre llevaba consigo. Así murió Aníbal, treinta y tres años después de su victoria de Cannas y diecinueve años después de su derrota de Zama.
Después de la batalla de Magnesia, también la vida de Escipión entró en la sombra. Cuando volvió de Asia se encontró con que sus enemigos políticos en Roma estaban iniciando una investigación de su manejo de las indemnizaciones pagadas por Antíoco y acusaban a él y a su hermano de haberse quedado con parte del dinero.
Lucio Escipión estaba dispuesto a presentar los libros de contabilidad, pero el Africano, fuese porque era demasiado orgulloso para someterse a una investigación, fuese porque era culpable, se apoderó de los libros y los destruyó. Sus enemigos vociferaron que eso indicaba la culpabilidad de los hermanos. Se impuso a Lucio una pesada multa, y Escipión fue llevado a juicio en 185 a. C., acusado de haber aceptado soborno de Antíoco. Podía haber sido condenado, pero recordó al tribunal que ese día era el aniversario de la batalla de Zama. De inmediato, el griterío de la multitud obligó a absolverle. Escipión murió en 183 a. C., el mismo año en que murió Aníbal.
Por la época de la muerte de Aníbal y de Escipión, ya nadie podía desafiar a Roma ni en el Este ni en el Oeste. En todas partes, a lo largo de la costa mediterránea, los territorios eran romanos o aliados de Roma o estaban aterrorizados por ella. Sin embargo, hasta entonces no había efectuado anexiones en el Este. Sólo había actuado para debilitar a todo poder fuerte y para asegurarse de que todo poder débil dependiese solamente de ella.
Pero no estaba totalmente tranquila. Macedonia seguía siendo fuente de aprensiones. Filipo V había apoyado a Roma en su guerra contra Antíoco y se cuidaba de hacer nada que la ofendiera en los años posteriores a Cinoscéfalos. Pero trataba por todos los medios de fortalecer a Macedonia internamente y por afirmar su dominio en el Norte. También alimentó hábilmente el descontento entre los griegos, quienes por entonces sentían tanto disgusto por la dominación romana como lo habían sentido por la dominación macedónica, pues en realidad la «libertad» que habían recibido consistía solamente en un cambio de amo.
Filipo preparaba el futuro, lenta y cuidadosamente, e hizo ejecutar a uno de sus hijos, del que sospechaba que era demasiado genuinamente pro romano. En 179 a. C., Filipo murió sin que sus planes hubiesen madurado. Fue sucedido por su hijo Perseo, quien continuó fortaleciendo Macedonia y tratando de cimentar una unión de todos los griegos. Eumenes II de Pérgamo se atemorizó y envió misiones a Roma, pidiendo al Senado que actuase antes de que fuese demasiado tarde. Finalmente, Roma reconoció el peligro, y en 172 a. C. comenzó la Tercera Guerra Macedónica.
Perseo pronto fue abandonado por los griegos y bitinios, con quienes pensó que podía contar, pero hizo frente a la situación y llevó al campo de batalla el mayor ejército macedónico visto desde los días de Alejandro Magno, siglo y medio antes.
A los romanos no les fue muy bien al principio. Los macedonios, con su antiguo vigor y durante varios años, resistieron a las mejores tropas que los romanos pudieron enviar contra ellos.
Por último, el Senado dio el mando a un nuevo general, Lucio Emilio Paulo, hijo del cónsul que había muerto en Cannas. Paulo se había desempeñado eficazmente en España contra las tribus nativas, y en ese momento, cuando tenía alrededor de sesenta años, se hizo cargo con energía de la guerra macedónica.
En 168 a. C. obligó a Perseo a presentar batalla en Pidna, sobre la costa egea de Macedonia. Una vez más, que sería la última, la falange se enfrentó con la legión.
Mientras la batalla se libraba en terreno llano, la falange era invencible; avanzaba con sus largas espadas, como un terrible puercoespín, y barría a la legión. Pero cuando el terreno era desigual, empezaban a aparecer grietas en ella. Paulo ordenó a sus hombres que se introdujeran en esas grietas toda vez que aparecieran, y de este modo la falange fue quebrada y aniquilada. La falange nunca volvió a librar otra batalla.
Esta vez Roma decidió acabar totalmente con Macedonia. Perseo fue llevado prisionero a Roma y murió allí en cautiverio, mientras Paulo era recibido en triunfo, otorgándosele el nombre de «Macedónico». La monarquía macedónica fue abolida ciento cincuenta y cinco años después de la muerte de Alejandro Magno. En lugar de la monarquía se crearon cuatro pequeñas repúblicas.
Roma aún no se anexó territorios en el Este, pero se sintió muy disgustada por la tendencia de los griegos a simpatizar con Perseo y descargó varios golpes como castigo. Sus ejércitos asolaron el Epiro, en parte por sus acciones del momento y en parte en recuerdo de Pirro, con el que había luchado siglo y cuarto antes.
Rodas fue otra de las víctimas. Había apoyado lealmente a Roma en las guerras contra Filipo V y Antíoco III, pero pareció vacilar en el caso de Perseo. Como resultado de esto, Roma creó un centro comercial en la isla de Delos, situada a unos 260 kilómetros al noroeste de Rodas, y dirigió hacia ella su comercio. Rodas, cuya prosperidad dependía del comercio, empezó a declinar, aunque siguió siendo una ciudad más o menos libre durante dos siglos más.
Otra de las víctimas fue la Liga Aquea. Había sido totalmente pro romana desde la derrota de Filipo V y ofreció ayuda en la lucha contra Perseo, pero una parte importante de sus líderes quiso permanecer neutral. Roma rechazó la ayuda, pensando quizá que no podía confiar en los griegos. Después de la guerra decidió castigar a la Liga por tibieza. Mil de sus hombres principales fueron llevados como rehenes a Roma.
Entre ellos figuraba Polibio, quien había conducido la fuerza de caballería enviada por la Liga Aquea para ayudar a los romanos contra Perseo. Esto no fue tomado en cuenta por los romanos, porque se sabía que Polibio había sido uno de los que eran partidarios de la neutralidad. Afortunadamente para él, Polibio era un hombre culto que se ganó la amistad del general romano conquistador Paulo Macedónico y fue tutor de sus hijos.
El hijo menor de Paulo (que había luchado con su padre en Pidna) fue adoptado por el hijo de Escipión el Africano y fue conocido como Publio Cornelio Escipión Emiliano. Pero es mucho más conocido como «Escipión el Joven», mientras que su eminente abuelo por adopción es llamado a veces «Escipión el Viejo».
Escipión el Joven fue un ejemplo típico de romano admirador de lo griego («filohelénico»). Introdujo en Roma la costumbre de afeitarse el rostro, costumbre tomada de Grecia, donde la había introducido Alejandro Magno. También frecuentó a los hombres de saber, tanto griegos como romanos.
En el círculo de Escipión, por ejemplo, figuraba Cayo Lucilio, el primer romano que escribió sátiras, esto es, composiciones literarias que ridiculizan el vicio y el desatino.
Otro miembro del círculo era Publio Terencio Afer, conocido comúnmente como Terencio. Era cartaginés de nacimiento y había sido llevado a Roma como esclavo de un senador. Este, que era un hombre bondadoso, reconoció la inteligencia del joven esclavo, lo hizo educar y lo liberó. El joven liberto llevó el apellido de su viejo amo.
Terencio se hizo famoso escribiendo obras de teatro, que, como las del viejo Plauto, estaban tomadas de temas griegos y a veces eran poco más que traducciones del griego. Sus obras eran notables por la elegancia de su lenguaje; Terencio contribuyó a convertir el latín de una lengua de soldados y agricultores en una lengua de hombres cultos, aunque sus obras eran menos vigorosas y cómicas que las de Plauto.
La tendencia en Roma a admirar todo lo griego no era general. Había romanos de viejo cuño que desconfiaban y despreciaban lo que para ellos eran peligrosas ideas extranjeras. El más importante de esos hombres era Marco Porcio Catón. Nació en 234 a. C. y luchó bajo Fabio contra Aníbal. Estuvo en la batalla de Zama, y allí concibió odio por Escipión, a quien acusaba de extravagancia. Más tarde combatió en España y en la guerra contra Antíoco.
Catón era el prototipo de la anticuada virtud romana: totalmente honesto y cumplidor de sus obligaciones, pero frío, cruel, agrio, mezquino y de mente estrecha. Era despiadado con sus esclavos y carecía de todo sentimiento de ternura por su esposa y sus hijos. En 184 a. C. fue elegido censor y reprimió implacablemente todo signo de lo que él consideraba como inmoral. Multó a Lucio Escipión el Asiático, por ejemplo, por besar a su propia esposa en presencia de sus hijos (aunque en esto puede haber influido su odio hacia los Escipiones). A menudo es llamado «Catón el Censor», en recuerdo de su eficiencia en su cargo de censor.
Catón no mostró ningún favoritismo, y en todos los asuntos en que intervino actuó con rígida economía y eficacia. Los romanos posteriores (que no tuvieron que habérselas con él) lo admiraron mucho, pero no siguieron su ejemplo.
Catón fue uno de los primeros prosistas latinos de importancia. Escribió una historia de Roma y un tratado sobre la agricultura. Se cree que el poeta Ennio (véase
El ajuste de cuentas con Filipo
en este mismo capítulo) le enseñó griego. Sin embargo, siempre fue muy receloso de todo lo griego.
Puesto que Polibio y los otros rehenes griegos en Roma eran amigos de Escipión el Joven, naturalmente consideraban a Catón, que odiaba a los Escipiones, como su enemigo particular. Durante años, Polibio trató de usar su influencia sobre Escipión y otros filohelénicos para que se permitiese el retorno de los rehenes a su patria, pero Catón siempre impedía que se adoptase esa medida. Escipión tampoco luchó muy fieramente contra Catón, pues más bien admiraba al severo viejo y él mismo era un firme conservador en muchos aspectos, por mucho que le atrayesen las costumbres griegas.
Finalmente se produjo la ruptura cuando Escipión el Joven tuvo la oportunidad de ganar gloria militar. Aunque Roma se había establecido en la España cartaginesa, las tribus nativas del Norte habían luchado tenazmente durante siglo y medio contra el avance romano. Escipión el Joven marchó a España en 151 a. C., y mediante una hábil diplomacia y un inteligente manejo de la situación aplacó a las tribus y logró la paz. Cuando volvió a Roma, su reputación había aumentado hasta el punto de que Catón tuvo que admitir, de mala gana, que los griegos se marchasen.
Pero lo admitió de la manera más grosera posible. Cuando el Senado discutía si liberar o no a los griegos, Catón se levantó y dijo: «¿No tenemos otra cosa que hacer más que estar aquí sentados todo el día discutiendo si un puñado de viejos griegos tendrán sus féretros aquí o en Grecia?» Entonces, los griegos fueron liberados después de diecisiete años de exilio.
Polibio pagó con creces su deuda hacia los Escipiones, pues escribió una historia de Roma durante el período de su ascenso a la dominación mundial. Aún sobreviven partes de su historia, y este griego tan tardíamente liberado por Roma nos legó el mejor relato que poseemos de los hechos de ésta durante su época más heroica.
El cruel tratamiento de los rehenes griegos, hechos prisioneros por una razón tan endeble, y el endurecimiento en general de la dominación romana inflamaron los sentimientos antirromanos de los griegos, quienes esperaron la oportunidad para liberarse.
Desde la batalla de Zama, Cartago luchó para sobrevivir, dedicándose a sus asuntos internos y, sobre todo, tratando de no provocar a los romanos. Pero los romanos necesitaban pocos pretextos. Nunca perdonarían a Cartago las humillantes victorias de Aníbal.
Masinisa, en connivencia con los romanos, hizo todo lo que pudo para irritar y acosar a los cartagineses. Los insultaba, invadía su territorio, y cuando Cartago se quejaba a Roma, ésta no le proporcionaba ayuda alguna.
El romano más furiosamente anticartaginés era, desde luego, Catón. En 157 a. C. formó parte de una misión romana que viajó a África para dirimir otra disputa entre Masinisa y Cartago. Catón se horrorizó de ver que Cartago gozaba de prosperidad y su pueblo de bienestar. Esto le pareció intolerable e inició una campaña para ponerle fin.
A partir de ese momento terminaba todos sus discursos, cualquiera que fuese el tema, con la frase: «Praeterea censo Carthaginem esse delendam» («soy también de la opinión de que Cartago debe ser destruida»).
En realidad, se trataba de algo más que de un mero prejuicio de su parte. Cartago, al hacer florecer nuevamente su comercio, competía con Italia en la venta de vino y aceite, y los terratenientes italianos (uno de los cuales era Catón) se veían perjudicados. Pero, por supuesto, con frecuencia el provecho privado se oculta tras una apariencia de gran patriotismo.
En 149 a. C., finalmente Catón tuvo su oportunidad. Las acciones de Masinisa finalmente arrastraron a Cartago a levantarse en armas contra su incansable enemigo. Se libró una batalla, que ganó Masinisa, y los cartagineses comprendieron de inmediato que Roma consideraría esa acción como una violación del tratado de paz, pues Cartago había hecho la guerra sin permiso de Roma.
Cartago envió delegados a dar explicaciones e hizo ejecutar a sus generales. Pero los romanos ya tenían una excusa. Aunque Cartago perdió la batalla, se hallaba completamente inerme y, además, estaba dispuesta a cualquier cosa para mantener la paz; Roma le declaró la guerra.
El ejército romano desembarcó en África y los cartagineses se dispusieron a aceptar cualquier exigencia, hasta la de entregar todas sus armas. Pero lo que exigían los romanos era que Cartago fuese abandonada, que los cartagineses construyesen una nueva ciudad a no menos de quince kilómetros del mar.
Los horrorizados cartagineses se negaron a eso. Si su ciudad iba a ser destruida, ellos serían destruidos con ella. Con el coraje y vigor de la desesperación, los cartagineses se encerraron en su ciudad, fabricaron armas casi sin elementos y lucharon, lucharon y lucharon sin pensar para nada en rendirse. Durante dos años, los asombrados romanos vieron fracasar todos sus intentos de abatir a su enloquecido adversario.
En ese lapso murieron los dos enemigos de Cartago: Catón y Masinisa, el primero a los ochenta y cinco años de edad y el segundo a los noventa. Ninguno de esos crueles hombres vivieron para ver destruida a Cartago. Ambos pasaron sus últimos años observando la humillación de las armas romanas por el enemigo cartaginés.