La República Romana (23 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: La República Romana
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Las guerras de Roma contra los aliados, contra los esclavos y sus propias guerras intestinas le habían impedido emprender una acción firme contra los piratas. En 74 antes de Cristo se había anexado la ciudad griega de Cirene, situada sobre la costa africana, al oeste de Egipto. Durante dos siglos, Cirene había formado parte del Egipto Tolemaico; finalmente se había convertido en una guarida de piratas, pero su anexión por Roma puso fin a esa situación.

Pero quedaban otros centros piratas. Uno de ellos estaba en la isla de Creta, al noroeste de Cirene, y otro estaba en Cilicia, en la costa sudoriental de Asia Menor.

En 68 a. C., Quinto Cecilio Metelo Pío (hijo del Metelo Numídico que había luchado con éxito contra Yugurta) se lanzó al mar contra los piratas. Había sido uno de los más triunfantes generales de Sila, y tampoco ahora le faltaron éxitos, pues conquistó Creta, y esta isla se convirtió en provincia romana en 67 a. C. Pero los piratas aún tenían Cilicia.

Por ello, en 67 a. C., Pompeyo fue llamado a terminar esa tarea. Se le dio el mando sobre toda la costa mediterránea hasta una distancia de ochenta kilómetros tierra adentro, por tres años, y se le dieron órdenes de destruir a los piratas. Tan grande era la confianza de Roma en Pompeyo que los precios de los alimentos cayeron apenas se hizo pública la noticia de su designación.

Y Pompeyo no defraudó a Roma. Tomó medidas de máximo rigor. En poquísimo tiempo limpió de piratas el Mediterráneo Occidental; luego navegó hacia el Este, derrotó a la flota pirata frente a Cilicia y logró la rendición con promesas de perdón y trato suave. Todo ello sólo le llevó tres meses.

Si antes Pompeyo era popular, ahora se convirtió en el niño mimado de Roma. Era evidente que Lúculo, dado el amotinamiento de su ejército, ya no era muy útil contra Mitrídates, y Pompeyo fue nombrado en su reemplazo. Pompeyo marchó al interior de Asia Menor, donde Lúculo había hecho todo el trabajo duro, pero fue nuevamente a Pompeyo a quien se atribuyó el mérito. Pompeyo derrotó fácilmente a Mitrídates, quien otra vez tuvo que retroceder hacia el Este y buscar seguridad en Tigranes de Armenia. Pero Tigranes ya tenía suficiente. Evitó problemas mayores negándole la entrada a Mitrídates y aceptando la dominación romana.

Mitrídates huyó al norte del mar Negro, donde Pompeyo no quiso seguirlo. Durante un tiempo, Mitrídates pensó en reunir una gran horda de bárbaros e invadir la misma Italia, pero los pocos seguidores que le quedaban empezaron a rebelarse contra sus inútiles guerras con Roma. Cuando su propio hijo pasó a la oposición, Mitrídates finalmente cedió y, en 63 a. C., se suicidó y puso fin a su largo reinado de cincuenta y siete años.

Mientras tanto, Pompeyo se dedicó a limpiar el Oriente. El Ponto fue convertido en provincia romana en 64 antes de Cristo, y Cilicia en otra ese mismo año. Ahora prácticamente toda la costa de Asia Menor era romana. En el interior había unas pocas regiones, como Capadocia y Galacia, que permanecían sujetas a la dominación nominal de gobernantes nativos. Pero estaban firmemente bajo el puño romano y treinta o cuarenta años más tarde también se convirtieron en provincias.

Véase el
Mapa 9
- Fin de las guerras contra Mitrídates, 64 a. C.

Resueltos los problemas en Asia Menor, Pompeyo se dirigió al Sur y marchó a lo largo de la costa oriental del Mediterráneo. Allí encontró al último resto del Imperio Seléucida que, bajo Antíoco III, siglo y cuarto antes, había osado desafiar a Roma. Ahora estaba reducido a un pequeño reino que sólo poseía la región de Siria que rodeaba a su capital, Antioquía.

Durante un siglo, la historia seléucida había consistido casi enteramente en luchas entre diversos aspirantes a un trono cada vez más inútil. El poseedor del trono en ese momento era Antíoco XIII, puesto allí cuatro años antes por Lúculo.

Pompeyo decidió dar término a esa inútil confusión. Derrocó a Antíoco y anexó el territorio a Roma con el nombre de Provincia de Siria.

Al sur de Siria estaba la tierra de Judea. Un siglo antes, Judea se había rebelado contra el Imperio Seléucida y había conquistado su independencia bajo un linaje de gobernantes conocidos como los Macabeos. Judea prosperó bajo ellos, al principio, pero luego su historia también fue sólo una larga serie de querellas entre diferentes miembros de la familia gobernante.

Cuando llegó Pompeyo, dos hermanos de la familia macabea estaban librando una guerra civil: uno de ellos era Hircano y el otro Aristóbulo, ambos judíos pese a sus nombres griegos. Cada hermano trató de ganar para sí el apoyo del poderoso romano.

Pompeyo exigió la rendición de todas las fortalezas de Judea. Esta exigencia fue rechazada, y Jerusalén se negó a permitirle entrar en ella. Pompeyo la asedió durante tres meses, y luego los tercos judíos cedieron con renuencia.

Pompeyo tomó la ciudad y, por curiosidad, entró en el sanctasantórum del Templo, el recinto más sagrado del Templo, en el que sólo podía entrar el Sumo Sacerdote, y aun él sólo en el Día de la Expiación.

Sin duda, muchos judíos esperaban que Pompeyo muriese en el lugar, como resultado de la cólera divina, pero salió de allí totalmente indemne. Sin embargo, es interesante el hecho de que a partir de entonces, desde el momento de su violación del Templo, terminaron los éxitos de Pompeyo. El resto de su vida fue un largo y frustrante fracaso.

En 63 a. C., Pompeyo puso fin al linaje de los Macabeos como reyes, pero permitió a Hircano conservar el cargo de Sumo Sacerdote. Como poder real en Judea (bajo supervisión romana), Pompeyo puso a Antípatro, que no era judío de nacimiento, sino idumeo, esto es, oriundo de la región situada al sur de Judea. Antípatro fue un leal aliado de Roma, y desde ese momento Judea permaneció firmemente bajo la dominación romana.

Pompeyo estaba entonces en la cima del mundo. En 61 a. C., a la edad de cuarenta y cinco años, retornó a Italia y recibió el más magnífico triunfo que Roma había visto hasta esa época. El Senado tenía terror de que Pompeyo usase su ejército para imponerse como dictador en Roma, a la manera de Sila, pero Pompeyo no tenía el temperamento de Sila. En cambio, disolvió su ejército y pasó en Roma a ser un ciudadano más.

Indudablemente, Pompeyo supuso que ahora dominaría el mundo por la mera magia de su nombre, sin necesitar el apoyo de un solo soldado. Si fue así, estaba equivocado. Escipión el Africano no pudo dominar a Roma por la magia de su victoria sobre Aníbal, ni Mario por la magia de su victoria sobre cimbrios y teutones. Tampoco iba a lograrlo Pompeyo. Para dominar Roma hacía falta gran astucia, una cabeza fría, una gran capacidad para idear ardides... y un ejército.

Pompeyo no tenía ninguna de estas cosas.

9. El triunvirato
La conspiración de Catilina

Mientras Pompeyo estaba en Asia, Craso había estado ascendiendo como líder del partido popular. Tenía como partidario al encantador pero extravagante aristócrata Cayo Julio César, quien había osado resistirse al mismo Sila y no había sido castigado.

César, nacido en 102 a. C., pertenecía a una de las más antiguas y más nobles familias de Roma, por lo que se habría supuesto que estaría firmemente de parte de los conservadores del Senado. Pero había nacido el año de la gran victoria de Mario sobre los bárbaros; su tía se había casado con Mario, y él mismo se había casado con la hija del compañero de Mario, Cinna. Al parecer, César experimentaba un fuerte vínculo emocional con la memoria de Mario, y esto lo llevó al bando del partido popular.

Prudentemente, después de su refriega con Sila, en la que perdió propiedades y posición, aunque salvó la vida, no tentó al destino. Abandonó Italia para incorporarse a los ejércitos romanos que combatían en Asía Menor y no volvió hasta que Sila murió. Entonces, como Cicerón, se hizo famoso como orador ante los tribunales. En verdad, en cuanto a habilidad oratoria, sólo Cicerón lo superó.

En 76 a. C. zarpó hacia la isla de Rodas para estudiar oratoria aún más a fondo con los mejores maestros griegos. En el camino fue capturado por los piratas, quienes pidieron un rescate por él. Pedían algo así como 100.000 dólares en dinero moderno. Mientras amigos y parientes trataban de reunir el dinero, César encantó a sus capturadores (encantaba a todo el mundo). Al parecer, lo pasaban muy bien todos y, en el curso de una conversación amistosa, los piratas preguntaron a César qué haría cuando estuviese libre. César respondió tranquilamente que retornaría con una flota, capturaría y haría ejecutar a quienes ahora pedían rescate por él.

Los piratas se rieron de la broma. Pero cuando llegó el rescate de César y éste estuvo libre, procedió a reunir barcos, volvió, capturó a los piratas y los hizo ejecutar... como había prometido. Con el joven y alegre aristócrata no se jugaba.

Después de una breve estancia en Rodas, César pasó nuevamente a Asia Menor y prestó servicios contra Mitrídates. Luego volvió a Roma y decidió entrar en la política de lleno. Se hizo elegir para diversos cargos, comprando popularidad. Derramó como agua la riqueza que había heredado, para que nadie quedase con las manos vacías; patrocinó enormes juegos para el populacho y encantó a todo el mundo con su dadivoso y alegre modo de vida.

Más aún, hizo suya la causa de Mario, cuya memoria todavía era venerada por muchos entre el pueblo. Sila había hecho quitar la estatua de Mario y los trofeos en su honor que estaban en el Capitolio. Pero en el 68 a. C., cuando murió la tía de César (la viuda de Mario), César hizo audazmente figurar un busto de Mario en la procesión fúnebre. Luego, en 65 a. C., hizo reponer la estatua y los trofeos de Mario en el Capitolio. El Senado estaba horrorizado, pero no se atrevió a actuar por temor al rugido de alegría de la multitud.

Las increíbles extravagancias de César agotaron completamente su fortuna y lo dejaron con deudas de millones de dólares. Esto podía haber acarreado su destrucción, pero no fue así. Craso comprendió la utilidad de un individuo como César: buen orador, lleno de encanto para el pueblo y con una constante necesidad de dinero. Si Craso proporcionaba el dinero, podría contar con el encanto, el ingenio y la popularidad de César para su propio provecho, y César podía seguir siendo extravagante.

El partido popular atrajo a muchas personas que, por una u otra razón, querían socavar la sociedad romana y poner en marcha algún género de revolución. No siempre era por idealismo o por simpatías hacia los pobres y oprimidos. A veces, quienes deseaban un cambio sólo lo deseaban para obtener poder, riqueza o venganza.

Uno de esos revolucionarios egoístas era un noble cargado de deudas, Lucio Sergio Catilina. Como César, pertenecía a una familia aristocrática, y, como César, se había arruinado por extravagancia. Pero, a diferencia de César, carecía de atractivo y del don del éxito.

Las únicas descripciones que tenemos de Catilina son las de sus enemigos e indudablemente son muy exageradas. Pero, aunque sólo una parte de lo que se dice de él fuese verdad, de ello se desprende que era una persona horrible, cruel, viciosa y hasta un asesino. Había sido partidario de Sila y miembro del partido conservador. Pero cuando su situación financiera tocó fondo no vaciló en volverse violentamente contra los conservadores para salir del paso.

Pensó que el único modo en que podría liberarse de sus deudas era hacerse elegir cónsul. Para lograrlo cortejó al partido popular, favoreciendo su programa de división de la tierra entre los que carecían de ella y de saquear las provincias en beneficio de Roma.

Craso lo apoyó, como apoyó a César, pero Catilina no logró el consulado. Empezó a planear la realización de un plan mucho más desesperado: la de asesinar a los cónsules y saquear a la ciudad misma. (Al menos esto era lo que decían sus enemigos.) Es dudoso que Craso y César siguieran apoyando a Catilina en este siniestro plan. Parece improbable que Craso quisiese ver a Roma trastornada y saqueada, cuando él mismo era el más rico cebo posible para el saqueo. Quizá no conocía los planes más extremos de Catilina; o quizá los planes de Catilina no fuesen tan radicales como decían sus enemigos.

Sea como fuere, los conservadores luego afirmaron que Craso y César estaban totalmente comprometidos en la conspiración; y la mayoría de los historiadores parecen creer que así fue.

Contra Catilina se alzó resueltamente el líder de los conservadores del Senado, Marco Porcio Catón, bisnieto y tocayo del viejo Catón el Censor. (Este nuevo Catón es llamado a veces «Catón el Joven» y a veces «Catón de Utica», por el lugar en que murió.)

Catón el Joven era un modelo de rígida virtud. Había prestado servicios en Asia bajo el mando de Lúculo, cuya severa disciplina admiraba mucho. Catón condujo deliberadamente su vida según los principios implícitos en las historias que se contaban sobre los antiguos romanos. Como siempre hacía ostentación de su virtud, fastidiaba a otras personas; como jamás toleraba las debilidades humanas de los demás, los encolerizaba; y como nunca aceptaba compromisos, finalmente era derrotado. (Las generaciones posteriores, que no tuvieron que tratar con él, admiraron mucho su rígida honestidad y su inflexible devoción a sus principios.)

Contra Catilina también estaba Cicerón, que no pertenecía al partido senatorial ni al popular. En general, Cicerón fue un hombre amable, noble y honesto, con elevados principios. Cicerón tenía la honestidad de Catón sin su presunción. Pero no era un hombre fuerte. A menudo permanecía indeciso con respecto al curso de acción que debía seguir en casos particulares, y esta indecisión le hacía parecer a veces un cobarde.

Pero en esta ocasión Cicerón actuó con la mayor decisión de su vida. Se presentó como candidato al consulado para el 63 a. C. contra Catilina, y fue elegido. Como cónsul, Cicerón emprendió rápidamente la acción. Por indiscreción de uno de los conspiradores, Cicerón obtuvo un conocimiento específico de algunos de los planes de la conspiración, que incluían el intento de asesinar al mismo Cicerón. Reunió diligentemente nuevas pruebas. Además, se previno contra una posible insurrección militar. Hizo guarnecer de hombres las murallas de Roma, armó a los ciudadanos y luego convocó a una reunión del Senado.

Catilina tuvo el descaro de aparecer en la reunión, pues a fin de cuentas era senador. Cicerón se levantó y pronunció el discurso más elocuente y eficaz de su vida, exponiendo frente a Catilina todos los planes, las acciones y las intenciones de éste. A medida que hablaba, los senadores que estaban sentados cerca de Catilina se alejaron de él, dejando al conspirador solo y rodeado de asientos vacíos.

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