La Red del Cielo es Amplia (22 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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—¿Y si los Iida no permiten que sus hijos regresen?

—Tenemos que encontrar alguna forma de presionarlos para que accedan.

—¿Por ejemplo? —preguntó Kiyoshige—. No tenemos gran cosa para negociar.

—¿Señor Irie?

—Me temo que Kiyoshige tiene razón. Podemos amenazarlos con otros ataques, pero probablemente éstos más que persuadirlos les enfurecerían y reafirmarían en su posición. Además, debemos ser muy precavidos para no dejarnos arrastrar a una guerra a gran escala, pues todavía no estamos preparados.

—¿Cuánto tiempo tardarían los Otori en organizarse para librar una guerra contra los Tohan?

—Podría ser el año que viene, quizá dentro de dos años.

—¡Ahora mismo somos tan buenos como ellos! —exclamó Kiyoshige acaloradamente.

—Hombre a hombre, no lo dudo; pero nos superan en número y cuentan con más soldados de infantería.

—Razón de más para conservar la lealtad de hombres como Kitano —concluyó Shigeru—. También tenemos que empezar a aumentar nuestras tropas y equipamiento en cuanto regresemos a Hagi.

* * *

Los ciudadanos de Chigawa se mostraron tan asombrados como eufóricos ante la inesperada aparición del heredero del clan. Al igual que los habitantes de la aldea, se preguntaban si habían sido abandonados y temían que en poco tiempo pudieran pertenecer a los Tohan. Shigeru y sus hombres recibieron una emocionada bienvenida y fueron alojados en la mejor de las posadas. Se enviaron mensajeros a Tsuwano. Irie y Kiyoshige se dispusieron a aguardar en la ciudad la respuesta de Kitano y los refuerzos de Harada, e hicieron las disposiciones necesarias para proveer a los hombres y los caballos de comida y alojamiento. Dos días más tarde, Shigeru partió con sus hombres en dirección al sur para ver con sus propios ojos lo que los Tohan se traían entre manos con la población Otori.

Varios jóvenes de la ciudad acompañaron al heredero del clan, ansiosos por actuar de guías y posiblemente, según pensó Shigeru, con la esperanza de una escaramuza contra los odiados Tohan. Como la mayor parte de los habitantes de la zona este del País Medio, eran delgados y pequeños de estatura, dinámicos y de genio vivo. Llevaban consigo armas, cuerdas y lámparas, así como recipientes con ascuas donde encender mechas. Shigeru se preguntó la razón de tales objetos, pero a medida que cabalgaban rumbo al sur la respuesta fue quedando clara. Al sur de Chigawa, la meseta de roca calcárea llamada Yaegahara se desplegaba hacia la frontera como un dedo extendido. La propia carretera se alejaba de la línea divisoria entre países, formando una curva. El valle parecía quedar abierto todo el camino hasta Inuyama.

—Deberíamos mantener esta zona bien custodiada —comentó Shigeru—. Es un portal de acceso al País Medio.

—El terreno es traicionero por estas tierras —explicó el mayor de los guías, un hombre de unos diecinueve o veinte años llamado Komori—. Si no se conoce el camino, es fácil desviarse del sendero y caer en las cavernas. Mucha gente desaparece y nunca encuentra la forma de salir. Sin embargo, para examinar la propia frontera, tenemos que seguir esa dirección, si es que el señor Otori nos otorga su confianza para guiarle.

—Komori se conoce el territorio palmo a palmo —comentó uno de sus compañeros—. Le llamamos el Emperador Subterráneo.

Komori esbozó una amplia sonrisa y señaló las cuerdas que llevaba en el arzón delantero.

—Éstas son las joyas del Emperador. Pueden comprarse por unas cuantas monedas en los comercios de Chigawa, pero una vez bajo tierra valen más que el tesoro entero de la capital.

Abandonaron la carretera y tomaron rumbo al este a través de la alta hierba del verano, que relucía con margaritas amarillas y pequeñas orquídeas púrpuras, consueldas y milenramas blancas. Las espigas de la hierba empezaban a formar suaves y delicadas borlas. Mariposas azules y amarillas revoloteaban alrededor de los cascos de los caballos. Los surcos horadados por zorros, ciervos y jabalíes cruzaban de un lado a otro la llanura. Se veían pocos árboles. De vez en cuando crecía un bosquecillo de alisos en las depresiones donde el agua se congregaba, y de los laterales de las profundas cuevas colgaban arbustos que a menudo ocultaban por completo la boca de las cavernas. Shigeru se daba cuenta de lo fácil que sería desviarse del camino y caer en una de aquellas prisiones naturales. Nadie sabría dónde encontrar al desaparecido y no existiría esperanza de rescate.

Llevaban cabalgando unas tres horas, durante las cuales habían rodeado numerosas aberturas de gran profundidad. Komori iba diciendo a Shigeru el nombre de cada una de ellas: Boca del Infierno, Guarida del Lobo, El Caldero... Eran nombres inventados por la gente con la intención de describirlas, y sin embargo, en opinión de Shigeru, ningún lenguaje humano podía transmitir en su totalidad el peligro de aquellas oscuras hondonadas que se abrían de improviso, inesperadamente, en el apacible paisaje veraniego.

Los milanos reales chillaban en lo alto y, en una ocasión, los jinetes divisaron águilas que volaban en círculos en el aire cálido. De vez en cuando, una liebre se asustaba ante la llegada del grupo y huía desesperada, con enormes brincos y los ojos fuera de las órbitas. Los faisanes y las perdices también abundaban, luciendo su lustroso plumaje de verano.

—Sería un buen lugar para practicar la cetrería —comentó Shigeru.

—Por estos alrededores conviene tener los ojos puestos en la tierra, y no en el cielo —respondió Komori—. Poca gente se atreve a recorrer este camino.

No vieron a nadie en toda la mañana; en efecto, la planicie parecía desierta. Por ello se llevaron una sorpresa cuando, al llegar a lo alto de una ladera y bajar la vista hacia el valle, divisaron un grupo de jinetes merodeando en los alrededores de una de las cavernas. Varios habían desmontado y se asomaban al borde de la cueva, gritando y gesticulando.

—¡Son Tohan! —exclamó alarmado uno de los hombres de Shigeru.

—¡Vaya! Alguien se ha caído en el Almacén del Ogro —explicó Komori.

Los soldados que le rodeaban soltaron gritos de triunfo y de burla y sacaron sus sables, esperando con expectación las órdenes de Shigeru.

—Avanzad con lentitud —dijo éste—. No hay necesidad de atacar a menos que ellos den el primer paso. Tened los arcos preparados para cubrirnos mientras nos aproximamos.

Sin perder un segundo, los arqueros se apartaron a un lado. Los Tohan, situados a los pies de la ladera, se percataron de la llegada de los Otori y su confusión fue en aumento. Entendieron que los superaban en número y que ellos mismos se encontraban en una clara posición de desventaja. Tres de los hombres saltaron precipitadamente por el borde de la caverna y en silencio se adentraron en la oscuridad. Los demás giraron sus monturas y arrancaron a galopar. Los caballos sin jinete empezaron a correr tras ellos, dejando atrás a uno de los hombres, indefenso y dando traspiés.

—Capturadle, pero no le matéis —ordenó Shigeru.

El hombre cayó de rodillas mientras los jinetes Otori le rodeaban. Transportaba una ornamentada percha para aves de cetrería con dos halcones amarrados a las pihuelas. Trató de sacar su sable y mantener los pájaros erguidos al mismo tiempo. Los halcones chillaban y agitaban las alas con frenesí, lanzando golpes cortantes con sus picos curvos y afilados. Los hombres desarmaron al prisionero antes de que tuviera oportunidad de quitarse la vida y le llevaron ante Shigeru.

Le arrojaron al suelo con cierta tosquedad y se quedó tumbado boca abajo, con actitud de desesperación, sobre la hierba polvorienta.

—Incorpórate —ordenó Shigeru—. ¿Qué ha pasado? —Al ver que el hombre no respondía, continuó:— No tienes por qué asustarte...

Ante el comentario, el hombre levantó la cabeza.

—¿Asustarme? ¿Creéis acaso que algún Otori es capaz de asustarme? Lo único que pido es que me permitáis darme muerte, o que me matéis. Mi vida ha terminado. Permití que mi señor se cayera a la cueva.

—¿Tu señor? ¿Quién está ahí abajo?

El rostro del hombre se veía blanco a causa del horror. La emoción le hacía temblar.

—Sirvo a Iida Sadamu, hijo del señor Iida Sadayoshi y heredero de los Tohan.

—¿Iida Sadamu se ha caído al Almacén del Ogro? —preguntó Komori sin dar crédito.

—¿Qué estabais haciendo aquí? —exigió Shigeru—. ¡Habéis cruzado la frontera, con hombres armados! ¡Vuestra intención era provocar a los Otori e inducirlos a la guerra!

—No, estábamos cazando con los halcones. Llegamos de Inuyama hace dos días. El señor Iida iba a la cabeza, galopaba por delante de nosotros siguiendo al pájaro de presa.

Señaló hacia arriba y vieron una pequeña figura oscura que aún volaba en círculos por el cielo.

—Mi señor y su caballo cayeron juntos a la caverna.

—¡Cazando con halcones! —Shigeru pensó que habría sido una buena excusa para Sadamu a la hora de adentrarse en el territorio cercano a la frontera y comprobar lo que los Otori se traían entre manos. Una excusa tan buena como la de ejercitar a los caballos jóvenes... Shigeru se maravilló ante los extraños caminos del destino, que los habían reunido a ambos de aquella manera. El heredero de los Tohan yacía a sus pies, muerto o acaso moribundo... Los hombres esbozaban sonrisas nerviosas, como si ellos mismos se sintieran igualmente impresionados y sobrecogidos.

El chillido de las aves de presa cesó de repente, y en medio del silencio se escuchó una voz que surgía haciendo eco desde las profundidades.

—¿Podéis oírme? ¡Sacadme de aquí!

—¡Está vivo! Es el señor Iida. Soltadme, debo acudir en su ayuda —el hombre forcejeaba para librarse de las manos que le sujetaban.

Shigeru hizo una seña a Komori y ambos se apartaron a un lado para poder hablar sin que los demás los oyeran.

—¿Crees que habrá sobrevivido?

—A veces la gente sobrevive. No es la caída lo que los mata; por lo general, es la falta de alimento.

—¿Crees que podemos rescatarle?

—Deberíamos dejarle ahí abajo. Podríamos arrojar también a su lacayo y fingir que no sabíamos nada al respecto —sugirió Komori con los ojos brillantes de entusiasmo—. Si Sadamu desaparece, Sadayoshi aplacará su actitud.

—Los hombres que salieron huyendo nos vieron. Inventarán más mentiras sobre lo que realmente ha sucedido y culparán a los Otori de la muerte de Sadamu, lo que les daría a los Tohan una excusa para declarar la guerra. Pero si rescatamos a Sadamu y le devolvemos a su clan, obtendremos muchas ventajas —afirmó Shigeru. "Como el regreso de los hijos de Kitano", pensó a continuación.

—Si ésa es la voluntad del señor Otori... —respondió Komori con tono de decepción.

—¿Puedes llegar hasta él?

—Yo sí puedo llegar hasta Sadamu; otra cuestión es que él pueda seguirme o no.

—¿Descenderías por esta abertura?

—No, es demasiado profunda y, además, no hay nada donde poder atar una cuerda. Por fortuna para Sadamu, existe un pasadizo que conecta esta caverna con otra menos profunda y rodeada de árboles. Eso sí, es muy estrecha.

A continuación, Komori se dirigió al soldado de los Tohan elevando la voz:

—¿Es muy gordo el señor Sadamu?

—¡Mi señor no es nada gordo, en absoluto!

—Pero es un hombre grande, ¿no es verdad?

Cuando el soldado asintió, Komori masculló:

—Puede que tenga que convencerle para que se desnude.

—¡Socorro! —gritó la voz desde las tinieblas—. ¿Alguien me oye? ¡Socorro!

—Dile que voy para allá —dijo Komori—, que tardaré un rato.

El hombre fue arrastrándose hasta el pie de la ladera, donde el terreno descendía hacia la boca de la caverna. La hierba estaba resbaladiza. El soldado, con la voz aún débil por la conmoción, se dirigió a gritos a su señor:

—¡Señor Iida! ¡Señor Iida! ¿Podéis oírme?

—No te va a oír —espetó con desdén uno de los hombres de Chigawa—. Deberíamos arrojarte a ti ahí adentro; entonces, podrías decírselo a Sadamu en persona.

Aquel lacayo que momentos atrás se hubiera mostrado tan deseoso de unirse a su señor en la muerte había tenido tiempo para recapacitar sobre los numerosos placeres de la vida y reafirmar su innata reticencia a abandonarlos. Suplicó a los Otori que tuvieran piedad de él, que salvaran al señor Iida, y formuló cuantiosas promesas en nombre de su clan, de la familia Iida y de él mismo. Shigeru le dejó tratando de comunicarse con su señor, custodiado por la mitad de los soldados Otori, mientras que él mismo, junto a Komori y al resto de sus soldados, estuvo cabalgando por las colinas cubiertas de hierba durante más de una hora, según le pareció, hasta que llegaron a otra depresión en el terreno donde la frágil piedra caliza, debilitada por el agua y la intemperie, se había hundido hasta caer al laberinto de cavernas subterráneas.

Allí las colinas formaban una suave pendiente, y el agua rezumaba desde donde se había acumulado entre las rocas. Varios pinos crecían en la tierra humedecida. Dos de ellos estaban rodeados de cuerdas de paja sagradas que relucían pálidamente bajo la oscura sombra de los árboles. Entre ellos se encontraba un pequeño santuario de madera y la boca de la cueva, junto a la que se habían colocado ofrendas de fruta y flores.

Desmontaron, y Komori se acercó al santuario al tiempo que batía las palmas para convocar al dios de la cueva y hacía tres profundas reverencias. Shigeru le imitó e inesperadamente se encontró a sí mismo elevando una plegaria por el alma de su enemigo.

Prepararon las lámparas y ataron las cuerdas al pino más cercano al borde. Komori se despojó de sus ropas hasta quedarse en calzones y se frotó aceite por todo el cuerpo con el fin de deslizarse con mayor facilidad entre las estrechas rocas. Contempló la posibilidad de llevar consigo un arma, pero en el último momento desistió.

—Si Iida me mata, él también morirá allí abajo, a mi lado —comentó filosóficamente.

Los otros dos hombres procedentes de Chigawa descendieron tras Komori con la ayuda de los soldados Otori, y encendieron luego una pequeña hoguera al fondo de la cueva que pudiera guiar a su compañero en el trayecto de regreso. Shigeru se sentó al borde de la pendiente, junto a la cuerda, y se quedó mirando las llamas de más abajo, esperando a que el tiempo transcurriese.

El sol atravesó el cielo, que se mostraba azul y limpio de nubes. Poco a poco, las sombras fueron cruzando de un extremo a otro de la arboleda. El sol rozaba ya el contorno de las colinas, cuando Shigeru escuchó el sonido de cascos de caballo. Uno de sus hombres llegó galopando mientras gritaba:

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