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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (9 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Después de la meditación quiso vestirse con sus propias ropas, pero todas sus pertenencias habían sido recogidas. Pensó en enviar a alguien a buscarlas, aunque luego desistió. Se dirigió a la nave de estudio con la intención de comunicar sus intenciones al maestro de novicios. Los demás jóvenes estaban preparando sus bloques de tinta para practicar la escritura.

Antes de que pudiera articular palabra, el monje le dijo:

—No te sientes, señor Shigeru. Hoy vas a reunirte con Matsuda.

—¿Rara qué? —preguntó Shigeru de manera un tanto descortés, confundido por aquel repentino cambio que obstaculizaba sus planes y por el momento en que aquél se producía.

—Él te lo dirá —el maestro esbozó una sonrisa, recogió un pergamino y se dispuso a dar comienzo al dictado.

—Empezad a escribir —indicó a los demás novicios—. "Múltiples son las causas del sufrimiento humano..."

—¿Dónde puedo encontrarle? —preguntó Shigeru.

—Te espera en su alcoba, al otro lado del claustro; es la tercera a la derecha. "La vigilia es el camino a seguir en la vida; el necio duerme como si ya estuviera muerto."

Uno de los chicos reprimió un gruñido.

Mientras Shigeru abandonaba la estancia, escuchó cómo el maestro proseguía con el dictado: "Mas el prudente está despierto, y vive para siempre".

—Ah, señor Shigeru. —Matsuda se encontraba de pie, vestido como si fuera a iniciar un viaje—. Ha dejado de llover. Podemos ponernos en marcha hoy mismo.

—¿Adónde vamos, señor?

—A estudiar el arte de la espada. ¿No es a eso a lo que te envió tu padre? —Sin esperar respuesta, señaló dos espadas de madera que había en el suelo—. Recógelas.

Mientras Shigeru le seguía alrededor del claustro en dirección a la entrada del templo, Matsuda volvió la cabeza y dijo:

—Aunque tal vez ya hayas decidido abandonarnos.

Ambos se detuvieron al borde del entarimado para calzarse las sandalias. Matsuda se levantó las faldas del hábito y se las remetió en el fajín, dejando las piernas al descubierto.

—Te aconsejo que hagas lo mismo —dijo—. De otro modo, se te empapará la ropa. La piel se seca antes que la tela.

Pequeños charcos moteaban la grava del patio y la tierra desprendía el olor a barro y a lluvia. Al otro lado de la cancela, el musgo del siguiente patio ostentaba un brillante color verde. Aún goteaba agua de la gruesa techumbre de paja de los edificios más antiguos, pero el cielo que empezaba a vislumbrarse entre las nubes blancas y grises tenía el azul intenso propio del verano.

—¿Y bien? —apremió el monje, mirando a Shigeru cara a cara.

—No me marcharía sin consultároslo.

—Señor Otori, eres el heredero del clan. Puedes actuar como te plazca. No tienes por qué consultar a un viejo insensato como yo.

Shigeru notó el hormigueo de la sangre en el cuello y las mejillas. No sabía qué responder. Las únicas opciones eran indignarse y partir, o bien seguir a Matsuda dócilmente. Se tragó la rabia, notando cómo le ardía en la garganta.

—Me hacéis un gran honor al acceder a instruirme —declaró—. Considero que el único insensato soy yo.

—Puede ser, puede ser —gruñó Matsuda, sonriendo para sí—. Aunque a los quince años, todos somos insensatos. —Gritó una orden y uno de los monjes atravesó el patio desde las cocinas, acarreando un palo con un fardo en cada extremo, un pequeño puchero de hierro con carbón encendido y una cesta de bambú—. Lleva esto —ordenó Matsuda, señalando los fardos. Él mismo recogió el puchero de hierro y la cesta, al tiempo que olisqueaba con aprobación.

Shigeru levantó el palo y se lo instaló sobre un hombro; sobre el otro colocó las espadas de madera. El monje regresó con dos sombreros de paja en forma de cono, que colocó en las respectivas cabezas de los viajeros.

Shigeru podría ser el heredero del clan, pero con las piernas al descubierto, un palo colgado al hombro y el rostro oculto bajo un sombrero calado, parecía más bien un criado, y como tal se sentía. Volvió a tragar saliva en tanto que la indignación le corroía las entrañas.

—Adiós —Matsuda inclinó la cabeza ligeramente en dirección al monje.

—¿Cuándo regresaréis? —preguntó éste.

—Ah, en algún momento. Ya veremos —Matsuda hizo un vago movimiento con la mano—. Si no hemos vuelto dentro de un mes, encárgate de enviarnos provisiones.

El olor que emanaba de la cesta provocaba que el estómago de Shigeru gruñera de hambre; pero parecía una cantidad deprimentemente escasa para todo un mes.

La amplia sombra del portón exterior del templo resultaba agradable; al otro lado, el sol se apreciaba más intenso y el aire, más pegajoso. No tomaron el sendero escalonado que conducía a la posada situada al pie de la montaña, sino que se dirigieron cuesta arriba, siguiendo un pequeño arroyo que caía en cascada por la ladera.

Los fardos no eran pesados, pero resultaba incómodo transportarlos a través de la densa maleza, y el terreno estaba resbaladizo. Los mosquitos zumbaban alrededor de la cabeza de Shigeru y los tábanos le picaban. Matsuda avanzaba a paso rápido, trepando por la ladera con la agilidad de un mono, mientras que el joven le seguía a trompicones. Al poco rato estaba empapado, tanto por la hierba y los arbustos mojados como por su propio sudor.

Al cabo de unas dos horas, el sendero se apartaba del arroyo y continuaba en dirección noroeste. Se detuvieron para descansar unos momentos, bebieron el agua fresca y se lavaron la cara y las manos.

—Me alegro de que decidieras no marcharte —dijo Matsuda con voz ligera, al tiempo que se quitaba el sombrero y se secaba el rostro con la manga—. Si te hubieras ido, tal vez me habría sentido obligado a aceptar la invitación de Iida Sadayoshi para ir a visitarle a Inuyama.

—¿Inuyama? —repitió Shigeru, desconcertado—. ¿Cuál sería el motivo de la visita?

—Por lo visto, Sadayoshi considera que su hijo se beneficiaría de mis enseñanzas. No se arriesgaría a enviar al chico al País Medio; abriga la esperanza de que yo acuda a él.

—¿Y habríais accedido?

—No me agrada Inuyama, la verdad. En verano hace demasiado calor y en invierno, el frío es intenso. Pero no conviene ofender a una familia del rango de los Iida —respondió Matsuda—. Además, Sadamu está adquiriendo una excelente reputación como guerrero.

—Pero os habéis convertido en monje, habéis abandonado esa clase de vida.

—Me he dado cuenta de que, por encima de todo, soy un maestro. Y un maestro no es nadie sin alumnos merecedores que valoren y respeten sus enseñanzas. Para ser sincero, ignoro hasta qué punto el hijo de Iida podría aprender de mí. Pasa ya de los veinte años; con esa edad las costumbres, tanto buenas como malas, suelen haberse cimentado de manera irrevocable.

—No instruiréis a Iida Sadamu ni a ningún otro miembro de los Tohan —espetó Shigeru con voz furiosa—. Os lo prohibo, al igual que lo haría mi padre.

Matsuda respondió:

—Si entre los Otori existe alguien digno de mis enseñanzas, no tengo por qué buscar en ningún otro sitio.

Shigeru recordó sus pensamientos de la noche anterior; todos aquellos deseos se le antojaban ahora frívolos y superficiales. Aun así, el hecho de tomar la palabra para alegar en su favor parecía igualmente indigno. Se puso de pie y, en absoluto silencio, recogió el palo con los fardos y las espadas de madera, decidido a tragarse su rabia y su orgullo.

Caminaron sobre todo a través del bosque, aunque a veces encontraban claros donde las laderas estaban tapizadas de hierba y salpicadas de flores: lespedeza, ranúnculo, arveja silvestre... En dos ocasiones, ciervos asustados se alejaron saltando; una vez, un faisán que tenían casi a sus pies remontó el vuelo con un murmullo de alas. Las aves de rapiña graznaban desde lo alto y sus alas oscuras se recortaban en el azul del cielo. Las nubes empezaban a dispersarse, empujadas por la brisa que soplaba desde el sur.

Alrededor del mediodía Matsuda se detuvo al borde de uno de los claros del bosque y se sentó en la hierba, a la sombra de un formidable roble. Abrió la cesta y sacó uno de los recipientes. Sobre un lecho de hojas de perilla había seis pasteles de arroz. Matsuda cogió uno y le pasó a Shigeru la bandeja de mimbre.

El joven juntó las manos e hizo una reverencia en señal de agradecimiento. Al introducírselo en la boca, el pastelillo parecía aún más pequeño, y para cuando le llegó al estómago se diría que no contenía más que uno o dos granos de arroz. El segundo pastelillo desapareció a la misma velocidad y, al igual que el anterior, no consiguió saciarle el hambre en lo más mínimo.

Matsuda encendió el fuego y añadió hierba seca y briznas de paja al carbón encendido. No parecía tener prisa por ponerse en camino. Se echó hacia atrás, diciendo:

—Existen pocos placeres que puedan compararse a éste.

Shigeru se apoyó sobre el tronco del roble, con las manos en la nuca. Matsuda tenía razón, reflexionó; era agradable encontrarse puertas afuera, sin nadie que pudiera reconocerle, sin la molestia de lacayos o ayudantes, libre para ser él mismo, para averiguar quién era en realidad. Pasado un rato, el monje se quedó dormido. A Shigeru se le cerraban los ojos, pero no le pareció oportuno dejarse llevar por el sueño: no deseaba que los bandoleros pudieran tomarle por sorpresa y matarle. Levantó la vista hacia las ramas del roble, que se extendían por encima de su cabeza y parecían tocar el cielo. El árbol gozaba de una majestuosidad que tenía algo de sagrado. El hecho de contemplarlo desde abajo elevaba hacia el cielo el propio espíritu de Shigeru; le hacía imaginar un mundo desconocido para él, que existía a su alrededor y en el que nunca había reparado. Las telarañas se desplegaban entre la maleza, atrapando la luz del sol a medida que el viento del sur las agitaba. Los insectos zumbaban alrededor del árbol, y los pájaros piaban y aleteaban entre las hojas... Y en todo momento se escuchaba el chirrido de las cigarras, el sonido perpetuo del verano. Para aquellas criaturas, era un mundo completo que les ofrecía alimento y abrigo.

Cayó Shigeru en un sueño entreverado, arrullado por la cálida tarde y su miríada de sonidos. El sol centelleaba entre las hojas moteadas; cuando cerró los ojos, aún veía los motivos negros en contraste con el rojo.

Escuchó un canto sonoro y desconocido que llegaba desde las ramas en lo alto, y abrió los ojos. Posada justo encima de Shigeru, había un ave a la que sólo había visto en las pinturas pero que reconoció de inmediato: era el
houou,
el pájaro sagrado que aparece cuando la paz y la justicia reinan en el país. Rara los Otori tenía un significado especial, pues su apellido se representaba con el mismo signo caligráfico. Lo habían hecho así desde que el propio Emperador lo decretó, en la misma época en la que el sable
Jato
había sido entregado a Takeyoshi y éste se hubo casado con una de las concubinas imperiales. Shigeru contempló el pecho rojo del ave, las suaves plumas de las alas, sus brillantes ojos dorados.

El pájaro le miró con sus ojos brillantes, abrió su pico amarillo y volvió a cantar. De repente, todos los demás sonidos cesaron. Shigeru se quedó inmóvil, maravillado, apenas se atrevía a respirar.

Una bocanada de viento hizo bailar las hojas y, luego, un rayo de sol le golpeó los ojos, deslumbrándole. Cuando movió la cabeza para volver a mirar, el pájaro había desaparecido.

Se puso en pie de un salto, elevando la vista hacia el espeso follaje al tiempo que despertaba a Matsuda.

—¿Qué pasa? —preguntó el monje.

—Me ha parecido ver... Debía de estar soñando —Shigeru se sintió un tanto avergonzado, pensando que se había quedado dormido después de todo, a pesar de sus buenas intenciones. Pero el sueño había sido tan nítido... Además, una aparición, aunque fuera en sueños, debía ser tenida en consideración.

Matsuda se levantó y se inclinó para recoger del suelo un objeto. Alargó la mano en dirección a Shigeru. En la palma se veía una única pluma de color blanco y ribeteada de rojo, como si la hubieran sumergido en sangre.

—Un
houou
ha estado aquí —anunció con voz calmada. Asintió varias veces y soltó un gruñido de satisfacción—. El momento preciso, la persona adecuada —murmuró, si bien no dio más explicaciones. Con sumo cuidado, guardó la pluma en la manga de su manto.

—Lo vi —dijo Shigeru, emocionado—. Justo delante de mí; me miró directamente. Decidme, ¿era real? Creí que sólo era un mito, una leyenda del pasado.

—El pasado nos rodea por todas partes —respondió Matsuda—. Y el futuro... A veces nos permitimos examinar ambos a la vez. Algunos lugares parecen actuar como encrucijadas. Este mismo árbol a menudo ha demostrado ser uno de esos lugares.

Shigeru se mantuvo en silencio. Deseaba interrogar a su maestro sobre el sentido de sus palabras, pero los comentarios de Matsuda ya habían amortiguado el recuerdo, y el joven no deseaba que se debilitase en mayor medida.

—El
houou
es especial para los Otori —explicó Matsuda—, pero no se ha visto en los Tres Países desde hace mucho tiempo. Desde luego, no en el curso de mi propia vida. Hay una pluma en el templo, pero está casi putrefacta a causa de los años; es tan frágil que no puede exponerse al aire, pues se quebraría de inmediato. Guardaré ésta. Es un mensaje para tu futuro: tú serás quien traiga la paz a los Tres Países. —En voz baja, añadió:— Pero la pluma blanca está manchada de rojo. Tu muerte se producirá en bien de la justicia.

—¿Mi muerte? —Shigeru era incapaz de imaginar algo así; nunca se había sentido tan lleno de vida.

Matsuda se echó a reír.

—A tu edad todos estamos convencidos de que viviremos para siempre. Cada uno de nosotros tiene únicamente una muerte, por lo que debemos procurar que cuente para algo. Cuando mueras, asegúrate de que sea el momento oportuno, de que resulte importante. Todos abrigamos la esperanza de que nuestra vida tenga un significado; pues bien, el hecho de que nuestra muerte sea representativa es una bendición aún más escasa. Valora tu vida; no debes aferrarte a ella, pero tampoco descartarla a la ligera.

—¿Acaso cuento con semejante elección? —se preguntó Shigeru en voz alta.

—El guerrero debe propiciar esa elección —respondió Matsuda—. En cada momento tiene que ser consciente de los senderos que conducen a la vida o a la muerte, a la suya propia, a la de sus seguidores, la de su familia, la de sus enemigos. Debe decidir con mente lúcida y juicio despejado qué sendero ha de tomar cada cual. Desarrollar esa claridad de mente es una de las metas de tu estancia entre nosotros —hizo una breve pausa, como para que sus palabras calaran en Shigeru. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba más ligera—. Tenemos que ponernos en marcha, si no queremos pasar la noche en el bosque.

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