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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (43 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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—Entonces, la Tribu nos controla a todos —dijo Shigeru.

—Más de lo que te imaginas —admitió Kenji.

—Y ahora te conviene apoyarme, para mantener a Iida a raya.

—Ésa es mi primera consideración. —Kenji le miró y luego añadió:— Pero claro, Shigeru, no es la única razón.

Shigeru no le llamó la atención por el modo tan familiar en que se dirigía a él, sino que, con sarcasmo, replicó:

—¿Tal vez nos une algún vínculo de una vida anterior?

—Algo parecido. Verás, nunca he hablado con Iida. Ni siquiera he sido admitido ante su presencia. Recibo órdenes de sus hombres de confianza. Pero cuando tú y yo nos conocimos, me hablaste con cortesía, solicitaste mi ayuda y me diste las gracias.

—Creí que eras el espíritu de un zorro; no quería ofenderte.

Kenji se echó a reír, y continuó:

—Y hace unos días me entregaste tu sable; un guerrero no actúa así a la ligera. Es más, cuando agarré el sable de tu padre, de alguna forma noté su poder. Sé que eres su verdadero dueño, y un dueño digno. Seguro que conoces tu reputación en el País Medio, el respeto y la admiración que despiertas. La Tribu tiene una noción distinta del honor; aun así, no quiero que me conozcan como el hombre que, por dinero, llevó a Otori Shigeru a manos Iida Sadamu. De manera que sí, existe un vínculo entre nosotros, por razones políticas y personales.

Las alabanzas de Kenji azoraban un tanto a Shigeru, y éste, incómodo, respondió:

—Te agradezco enormemente que me hayas salvado la vida, y te doy las gracias por tu ayuda. Confío en poder recurrir a ella en el futuro. Pero dime, ¿qué puedo ofrecerte yo a cambio?

—Quizá nada más que tu amistad. Será interesante tener a un guerrero por amigo.

"Todos mis amigos han muerto", pensó Shigeru.

—¿Trabajaría la Tribu para mí, como ha hecho con Iida?

—Seguro que podemos llegar a un acuerdo mutuamente satisfactorio.

—¿Dispones ahora de alguna información? ¿Seguirá avanzando Iida en el País Medio? ¿Necesito reorganizar mi ejército de inmediato?

—No sé gran cosa, sólo lo que presencié con mis propios ojos en Yaegahara. Los Tohan también sufrieron pérdidas enormes. Los Otori podrán haber sido derrotados, pero arrastraron con ellos al enemigo. Casi con seguridad, Iida exigirá que se le ceda buena parte de los territorios del País Medio: Chigawa, la zona del sur, incluso Yamagata, imagino; pero no tendrá la fuerza suficiente para volver a atacar. Tardará su tiempo.

—Mis hombres fueron valientes —comentó Shigeru.

—Jamás se ha puesto en duda, ni tampoco vuestro propio valor; pero si los Otori quieren sobrevivir, necesitarán adquirir otras particularidades: discernimiento, hipocresía y, sobre todo, paciencia.

—Sobre todo, hipocresía —puntualizó Shigeru—. Tal vez la pueda aprender de ti.

—Tal vez —respondió Kenji.

32

A medida que llegaban noticias sobre la batalla, la ciudad de Hagi se fue sumiendo en el duelo. Sus habitantes lloraban por las calles, acudían a rezar a los santuarios, golpeaban los gongs y hacían doblar las campanas para despertar a los dioses, que se habían olvidado de los Otori. Los más valerosos se armaban con cayados y cuchillos, y los aldeanos empezaron a inundar la ciudad desde las comarcas circundantes.

Pasados unos días, los supervivientes del ejército derrotado empezaron a regresar paulatinamente. Entre los primeros se encontraba Miyoshi Satoru, con su hijo mayor Kahei, de catorce años. Miyoshi era uno de los consejeros más allegados del señor Shigemori, y preceptor de Shigeru. Con el más profundo de los pesares, informó a la señora Otori de la muerte de su esposo.

—¿Y el señor Shigeru? —preguntó ella, sin señal alguna de sufrimiento.

—No se tienen noticias claras de él. No puedo ocultároslo: nos tememos lo peor.

Endo Chikara también regresó, y ambos lacayos actuaron con toda la premura posible para proteger lo que quedaba del clan. La señora Otori, por descontado, estaba decidida a asegurar la posición de Takeshi como heredero; pero su hijo menor contaba sólo con catorce años, por lo que habría que elegir un regente. En cuanto el señor Shoichi y el señor Masahiro recibieron la noticia, volvieron al castillo a toda prisa para asegurarse de que no se llevase a cabo ninguna clase de negociaciones sin que ellos estuvieran presentes. El alcance del desastre no podía pasarse por alto. El clan y su joven heredero se habían granjeado la furia y la enemistad del señor de la guerra más poderoso de los Tres Países. Los Otori al completo sufrirían un severo castigo, sin duda alguna; pero su objetivo principal consistía en hacer todo cuanto estuviera en sus manos para asegurar la supervivencia del clan.

Shigemori estaba muerto y Shigeru, desaparecido. Takeshi seguía siendo menor de edad y, en todo caso, se encontraba a una semana de viaje desde el templo de Terayama, que probablemente tendría que someterse al gobierno de los Tohan en un futuro muy cercano. Shoichi y Masahiro, a pesar de sus defectos, eran señores Otori, por lo que casi de inmediato fueron nombrados regentes interinos y se les otorgó autoridad para iniciar las negociaciones con Iida Sadamu.

El siguiente problema fue la manera en la que acercarse al conquistador. El propio señor Shoichi sugirió la cesión de Tsuwano, propiedad de Kitano, quien se había mantenido apartado de la batalla, lo que podía interpretarse como neutralidad. Shoichi ya conocía las inclinaciones de Kitano con respecto a Inuyama, las mismas inclinaciones que tanto habían ofendido a Shigeru tres años atrás.

El propio Endo partió al día siguiente con destino a Tsuwano para realizar las reclamaciones preliminares en tanto que Shoichi y Masahiro hacían las disposiciones necesarias para trasladar a sus respectivas familias de vuelta al castillo. Mientras aguardaba el regreso de su esposa, Masahiro fue a visitar a Akane.

Haruna había acudido a ver a Akane en cuanto tuvo noticia de la derrota. La amante de Shigeru había pasado el día debatiéndose entre la esperanza y la desesperación.

—¡Sólo está desaparecido! —repetía una y otra vez a Haruna, quien se sentaba junto a ella y le sujetaba la mano, le cepillaba el cabello, le daba masajes en el cuello y las sienes y la animaba a comer y a beber; cualquier cosa con tal de evitar que su amiga iniciara el descenso al profundo pozo del desconsuelo irremediable—. ¡Nadie le ha visto morir!

Haruna no daba voz a lo que realmente pensaba: todos aquellos que podían haber sido testigos de la muerte de Shigeru habían perecido. Mori Kiyoshige, por ejemplo, asesinado por hombres de su propio clan; el apellido Noguchi ya se había convertido en sinónimo de traidor. Haruna lloró por el joven, tan lleno de exultante vitalidad, y por todos los demás.

Akane se bañaba y se cambiaba de ropa sin cesar, repitiendo:

—Cuando regrese, necesitará mi amor. Debo estar hermosa para él; necesitará mi consuelo más que nunca.

Para cuando llegó el atardecer del tercer día se estaba hundiendo en la desesperación, aunque aún no había dado paso a las lágrimas. Justo después de la puesta de sol, ambas mujeres escucharon el sonido de caballos en el exterior. La esperanza regresó a Akane con una punzada de dolor. Apartando a las criadas, salió corriendo a la puerta de la casa. Los arneses tintineaban; los caballos golpeaban los cascos contra el suelo y resoplaban. Varios hombres con la garza de los Otori claramente visible en su vestimenta entraron en el jardín. Akane creyó que se desmayaría de pura alegría; pero no era Shigeru quien seguía a los guardias.

—Señor Masahiro —dijo ella con voz temblorosa.

—¿Puedo pasar? —preguntó él, y se detuvo un momento mientras uno de sus acompañantes se arrodillaba para desabrocharle las sandalias. Luego, entró en la casa—. ¿Quién está contigo?

—Nadie, sólo Haruna.

—Dile que se marche. Quiero hablar contigo a solas.

La actitud de Masahiro había cambiado, lo que alarmó a Akane; se mostraba menos adulador, más abiertamente intimidatorio.

Akane hizo un esfuerzo por hacerle frente.

—No puedo recibiros ahora. Os presento mis más sentidas disculpas, pero debo pediros que os marchéis.

—¿Qué piensas hacer, Akane? ¿Echarme a la calle?

Se acercó a ella, contoneándose ligeramente. Akane dio un paso atrás; al imaginar en su piel el tacto de aquel hombre el vello se le erizaba. Masahiro se rió y lanzó un grito hacia el interior de la vivienda.

—¡Haruna! No quiero verte por aquí. Desaparece antes de que entre —ordenó. A continuación hizo un gesto con la cabeza a las criadas, que esperaban nerviosas bajo la sombra—. ¡Traed vino! —gritó mientras entraba a grandes zancadas en la sala principal.

Los hombres montaban guardia en la entrada. No había nada que Akane pudiera hacer, más que seguir a Masahiro. Éste tomó asiento y dirigió la vista al jardín. El aire del verano era húmedo y suave, olía a mar y a espuma; pero Akane tenía la boca reseca y se sentía deshidratada, como si estuviera incubando fiebre.

Una de las criadas entró con vino y tazones. Colocó la bandeja en el suelo y sirvió vino a los dos. Masahiro la despidió con un gesto de la mano. La joven lanzó una mirada inquieta a su señora y se retiró a la puerta posterior de la sala, que cerró a sus espaldas. Masahiro bebió con avidez.

—He venido a ofrecerte mis condolencias —dijo. Las palabras eran correctas, pero no conseguían ocultar el aire de triunfo que las acompañaba.

Akane susurró:

—¿Está muerto el señor Shigeru?

Masahiro era la última persona de la que deseaba recibir la noticia; aquello añadía un escalón más al dolor insoportable.

—O muerto, o capturado. Por su bien, confiemos en lo primero.

No volver a verle más, no volver a sentir su cuerpo contra el suyo. Una oleada de consternación arrancó del vientre y le recorrió el cuerpo entero. Pensaba que había sufrido por la muerte de su padre; ahora supo que no había sido nada comparado con este otro dolor, una lágrima frente a la totalidad del océano. De su boca salieron sonidos que ella misma no reconocía: un gemido tan profundo como el viento invernal sobre una playa de guijarros; y luego, un aullido tan agudo como el grito de una gaviota.

Se desplomó hacia delante, sin sentir en el rostro el roce de la estera. Empezó a arrancarla con las manos y luego se tiró del cabello.

Masahiro se inclinó y la agarró con firmeza, acercándola hacia sí como para consolarla. Akane apenas notaba la boca de él en su nuca, o sus manos, que le desabrocharon el fajín y le levantaron la túnica. Sabía lo que él se proponía, pero su propio sufrimiento le impedía acopiar la energía o la voluntad necesarias para resistirse. Deseaba que acabara lo más rápidamente posible y después la dejara en paz. Si llegaba a hacerle daño, poco importaba; ningún dolor podía asemejarse al que ya la atormentaba.

La lascivia de Masahiro hizo que éste actuara de manera torpe y acelerada. Akane sintió repugnancia. El deseo de los hombres, del que ella se había compadecido tiempo atrás y luego había acabado por adorar, le pareció ahora despreciable. Aborrecía todo lo que traía consigo: la agresión, la humedad, el olor.

"La estera se va a manchar —pensó Akane—. Tendré que cambiarla". Pero sabía que nunca lo haría; otra persona debería encargarse, después de que ella hubiera muerto.

Mientras se ajustaba la ropa, Masahiro dijo:

—En cierto modo, me he convertido en el heredero del clan; de modo que esta casa y su ocupante forman parte de mi herencia.

Akane no respondió.

—Estoy seguro de que llegaremos a acostumbrarnos el uno al otro. Sé que eres una mujer con sentido práctico. Ahora, me marcho. No malgastes mucho tiempo lamentándote. Si te comportas de manera sensata, nada cambiará en tu vida.

Akane escuchó cómo Masahiro abandonaba la sala y cómo los caballos se alejaban; entonces, dio rienda suelta al sufrimiento. Lanzaba alaridos y se contoneaba, se arrancaba mechones de cabello y se clavaba las uñas en la carne. La razón la abandonó por completo, y notó que el oscuro mundo de la brujería y los encantamientos la arrastraba. Desde donde yacía tumbada, los ojos se le iban constantemente a un mismo punto: el lugar del jardín donde había enterrado el amuleto del viejo sacerdote. Akane había querido mantener a Shigeru a su lado; daba la impresión de que, en cambio, le había impuesto una maldición. Había pretendido controlar el deseo de Shigeru por ella; pero para hacerlo se había aprovechado del deseo de otros hombres, y ahora estaba atrapada por su propia brujería. Salió corriendo, descalza, hasta el jardín; se arrodilló en la tierra y empezó a cavar con las manos. La caja olía a rancio, como un ataúd sacado de una tumba. Cuando las criadas salieron a buscar a su señora y le rogaron que regresara a la casa, empezó a insultarlas y a maldecirlas con una voz extraña, diferente a la suya, como si un demonio la hubiera poseído.

Haruna regresó. Las criadas hablaron con ella en susurros, provocando que llorase en silencio. Entre todas decidieron que sería mejor apartar a Akane de aquel lugar, donde cada habitación y cada objeto le hablaban de su amante muerto. Debía abandonar aquella casa que también había sido la escena de tan despreciable violación. Akane no quiso separarse de la caja que había desenterrado y, acunándola en sus brazos, dejó que Haruna la ayudase a subirse al palanquín y la llevase a la Casa de las Camelias. En la vivienda reinaba el silencio, pues todas las mujeres se encontraban de duelo; de hecho, muchas de ellas habían regresado junto a sus familias para las ceremonias funerarias que se estaban celebrando por toda la ciudad. Haruna condujo a Akane a la alcoba donde ésta había dormido de joven, la lavó y le puso una túnica limpia. Entonces, se sentó a su lado hasta el amanecer. El cambio de entorno pareció calmarla un poco, y por fin cedió a la extenuación y se quedó dormida. Haruna se tumbó junto a ella y en seguida sus ojos se cerraron también.

* * *

Akane se despertó al alba. Las golondrinas piaban ruidosamente desde las camelias del jardín, y una curruca lanzaba su penetrante canto. Iba a ser otro día de calor. Pronto empezarían las lluvias de la ciruela. "Él nunca volverá a sentir el sol o la lluvia", pensó, y la congoja, con su tenaza, le oprimió el corazón.

Se levantó en silencio, recogió la caja de donde la había colocado, al lado del reposacabezas de madera, y salió de la habitación. El jardín centelleaba a causa del rocío. No había nadie alrededor que pudiera verla, pero sus huellas quedaron grabadas en la gravilla y la hierba.

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