La Red del Cielo es Amplia (41 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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—¡Ja! —exclamó El Zorro con satisfacción, mirando los cadáveres y luego la hoja del sable antes de guardarlo en su funda—. Es una buena arma. Después de todo, puede que me la quede.

—Te has ganado el sable por dos veces... —empezó a decir Shigeru, pero su interlocutor le interrumpió.

—Tenéis una hermosa manera de decir las cosas, señor Otori; pero, con todo respeto, no disponemos de tiempo. Ya sabéis que el ejército de los Tohan al completo os está buscando. Sadamu ha prometido una recompensa por cada Otori muerto, y la que ofrece por vuestra cabeza es la más elevada. Yo os he encontrado en primer lugar y no voy a permitir que nadie más os consiga.

—Supongo que no me entregaste el sable de mi padre para llevarnos a ambos a manos de Sadamu.

—No. Si quisiera mataros ya lo habría hecho, antes siquiera de que os dierais cuenta. Intento ayudaros.

—¿Por qué?

—Podremos discutir el asunto más tarde, cuando lleguemos a dondequiera que queráis ir.

—Por lo que se ve, voy a seguir viviendo —dijo Shigeru, volviendo fugazmente la mirada hacia el lugar que podría haber sido el escenario de su muerte—. En cuyo caso, tengo que regresar a Hagi lo antes posible y salvar lo que pueda de mi clan y del País Medio.

—Entonces iremos a Hagi —concluyó El Zorro, y empezó a caminar a toda prisa ladera arriba, hacia la oscuridad del bosque.

Los últimos sonidos del campo de batalla se fueron desvaneciendo a medida que el bosque se iba espesando alrededor de ambos caminantes. Había oscurecido casi por completo y las primeras estrellas hacían su aparición. La Osa Mayor se encontraba a baja altura en la esquina noreste del firmamento, como un presagio de las desgracias que estaban por llegar. Una zorra emitió un chillido, provocando un hormigueo en la nuca de Shigeru. Recordó éste cómo había seguido a aquel hombre en una ocasión anterior, cuando él mismo era poco más que un niño, antes de que hubiera matado a ningún hombre, cuando su futuro se presentaba lleno de esperanza... En aquel entonces, el mundo que conocía se había desmoronado al entrar en colisión con una realidad sobrenatural. Ahora su mundo volvía a tambalearse; ignoraba si estaba en su poder estabilizarlo o si acabaría por inclinarse y caer, lanzando al olvido al propio Shigeru y a todo cuanto para él tenía significado.

La zorra chilló otra vez. Teniendo en cuenta la época del año, debía de estar cazando para alimentar a sus cachorros. Un banquete inimaginable aguardaba a la raposa en la llanura, más abajo. Shigeru se estremeció al pensar en las escenas que el amanecer dejaría al descubierto; y en los cuervos, alimentándose de los muertos.

31

Caminaron casi toda la noche, escalando sin parar, atravesando el agreste terreno montañoso que se extendía al oeste de Yaegahara. Durante buena parte del trayecto Shigeru avanzaba como en sueños; la herida en la cabeza le atormentaba y su mente y su cuerpo parecían haber sobrepasado la extenuación. En un momento dado, se arrepentía amargamente de sus acciones, que habían desembocado en semejante desastre; al minuto siguiente, acusaba a quienes se habían vuelto en su contra; luego, se despedía de los muertos, que caminaban junto a él. Las escenas de la batalla, desprovistas de todo significado, pasaban frente a sus ojos. ¿Quién de su ejército habría sobrevivido? ¿Regresaría alguno de sus hombres al País Medio?

Se detuvieron en lo alto del puerto de montaña. El frío era tan intenso que sobre la roca negra aún se veían parches de nieve sin derretir, los cuales emitían un espectral resplandor blanquecino bajo la luz previa al amanecer; pero Shigeru no sentía frío alguno. Se sumió en un sueño febril y se despertó sudando; el miedo se le ceñía alrededor del pecho como una venda.

El Zorro se inclinó sobre él. Era de día. Los primeros rayos de sol acariciaban las cumbres que los rodeaban, y teñían la nieve de tonos rosa y oro.

—Debemos continuar —indicó con un destello de preocupación que le ensombreció el semblante—. Estáis ardiendo. ¿Podéis andar?

—Claro que sí.

Shigeru se levantó, oscilando levemente a medida que la sangre le brotaba de la cabeza. La herida palpitaba. Se acercó a la nieve, la cogió a puñados y se la frotó por el cuero cabelludo y por el cuello, dando un respingo al raspar la superficie del corte; luego se llenó la boca, completamente deshidratada, de nieve limpia. Respiró hondo varias veces, siguiendo uno de los ejercicios que había aprendido en Terayama, y contempló el tupido manto verde del bosque a sus pies.

—Vamos.

El Zorro guiaba el camino. Treparon varios peñascos y luego iniciaron el descenso. Siguieron una vereda tan angosta que a menudo tenían que ponerse a gatas para atravesar el espeso follaje, como si horadaran un túnel a través del terreno. De vez en cuando, El Zorro se giraba para sugerir un descanso, pero en cada ocasión Shigeru insistía en continuar.

No recordaba gran cosa del viaje: la alternancia de fiebre y escalofríos, las palpitaciones en la cabeza y el dolor en los pulmones... A esto se añadieron el segundo día de marcha los cortes y heridas en los pies y la sed constante. En la falda de la primera cordillera se extendía un pequeño valle, cultivado con huertas y arrozales. Sólo tardaron la mitad de un día en atravesarlo y, por el camino, un granjero les ofreció verduras tempranas y zanahorias tiernas. Daba la impresión de que conocía a El Zorro, al igual que los demás agricultores que trabajaban los campos; pero Shigeru nunca había estado en aquel valle, ni siquiera sabía de su existencia y, por descontado, los aldeanos no reconocían en aquel fugitivo demacrado y de ojos hundidos al heredero de los Otori, ahora el cabeza del clan. En el extremo más alejado del valle se divisaba otra cordillera, más abrupta y elevada que la que acababan de atravesar, y detrás, una tercera. Hizo un esfuerzo por no pensar en la siguiente escalada o en la que vendría a continuación, y se concentró en caminar, un paso detrás de otro, sustentado únicamente por su propia fuerza de voluntad.

Se alimentaban a medida que iban avanzando. La comida provocaba que la saliva le regresase a la boca y empezó a sentirse algo mejor. Poco después del mediodía empezaron a escalar de nuevo. Los campos de cultivo que los rodeaban estaban dispuestos en escarpados bancales, diminutas terrazas de tierra que habían sido cortadas en el terreno pedregoso. El sol desapareció temprano a espaldas de las montañas; rápidamente se adentraron en las profundas sombras de la ladera que miraba al este. Shigeru volvió la vista atrás hacia el extremo más alejado, aún cálido y bañado por la luz del sol. Entre los bosques de bambú y los campos cultivados no se veía edificio alguno. Se preguntó por qué los lugareños no habrían construido viviendas en aquella ladera para aprovechar las largas horas de sol; sin duda, debía de tratarse de alguna tradición o superstición ancestral.

Ascendieron un poco más y rodearon un farallón rocoso. En ese momento, Shigeru cayó en la cuenta de que los habitantes del valle tenían prioridades diferentes a las tardes soleadas. Entre las rocas y la pared del acantilado se erigía un enorme portón elaborado con troncos. Ahora se encontraba abierto; pero, una vez cerrado, sellaría el poblado desde el interior. Atravesaron la entrada y El Zorro saludó a los guardias que estaban sentados junto al umbral —jóvenes corpulentos que, más que campesinos, parecían guerreros—, y Shigeru se encontró en lo que podría haber sido una aldea, sólo que no se veían las casas de madera habituales. El acantilado había sido perforado y los habitantes vivían en cuevas. Había cerca de diez, con puertas y contraventanas de madera, todas abiertas en aquella cálida tarde de principios de verano. Había incluso un santuario, reconocible por su cancela color bermellón con forma de percha para aves. Las mujeres se sentaban en el exterior, preparando comida o lavando hortalizas en el agua de manantial, que estaba canalizado con un sistema de aljibes. El Zorro se acercó a uno de éstos y regresó con un cucharón de bambú lleno de agua. Shigeru se enjuagó las manos y la boca, y luego bebió con avidez. El agua resultaba fresca y suave a causa de la roca calcárea.

—¿Dónde estamos?

—En un lugar donde podréis esconderos y descansar unos días.

—No tengo intención de descansar —respondió Shigeru—. Tengo que Negar a Hagi lo antes posible.

—Hablaremos de eso más tarde. Entrad, comeremos algo y luego dormiremos un rato. —El Zorro percibió la expresión impaciente de Shigeru y soltó una carcajada—. Puede que no necesitéis descansar, pero yo no puedo más.

Lo cierto es que no mostraba la más mínima señal de fatiga, y Shigeru estaba convencido de que aquel hombre podría pasar otra semana sin dormir en caso de que fuera necesario. La fiebre había remitido momentáneamente, y ahora podía pensar con más claridad. Se preguntó si se habría convertido en un prisionero, si los guardias le permitirían abandonar aquel lugar o si, por el contrario, le retendrían allí hasta que los hombres de Sadamu acudieran a buscarle. Presumiblemente, la Tribu exigiría a cambio una enorme recompensa. Porque Shigeru había caído en manos de la Tribu, no le cabía la menor duda. El Zorro no era ningún espíritu, sino un ser humano con los poderes extraordinarios de los que Shigemori había hablado a su hijo.

Shigeru se sentía consternado y cautivado al mismo tiempo. Desde la conversación con su padre, cuando se había enterado de la existencia de su hermano mayor, había retenido en un rincón de su mente la decisión de que algún día averiguaría más sobre la Tribu y sobre el hijo perdido de su padre. Aquel encuentro con El Zorro parecía predestinado; el hombre incluso le había entregado el sable
Jato.
Volvió la mirada hacia su rescatador. ¿No sería él su hermano desconocido?

Una mujer salió desde el oscuro interior de la cueva y los saludó con familiaridad desde el umbral.

—¿Qué te trae por aquí, Kenji?

—Estoy conduciendo a casa a mi acompañante —contestó sin mencionar la identidad de éste.

—Bienvenido, señor —saludó la mujer a Shigeru con naturalidad, y luego preguntó a Kenji—: ¿Qué le ha pasado a tu acompañante en la cabeza?

—Un accidente —respondió El Zorro, cuyo nombre verdadero era Kenji.

—¿Te cortaste mientras te afeitabas, ¿verdad? —dijo la mujer, que a continuación miró a
Jato
y, después, la hoja alargada del otro sable. Arqueó ambas cejas.

Kenji sacudió la cabeza ligeramente.

—¿Hay algo de comer? —preguntó—. Llevamos tres días sin apenas probar bocado.

—No me extraña que parezcáis medio muertos. Hay huevos y arroz, brotes de helecho y setas.

—Muy bien. Y tráenos té.

—¿Vino, también?

—Buena idea —repuso Kenji con un gruñido—. Y hablando de afeitarse, trae agua caliente y un cuchillo afilado. —Una vez que la mujer se hubo marchado, se dirigió a Shigeru:— Os afeitaré la barba y encontraremos otra ropa. Por vuestros rasgos, todo el mundo puede ver que sois Otori, pero procuraremos que no se os reconozca con facilidad.

Se pusieron en cuclillas a las puertas de la cueva. Unas cuantas gallinas escarbaban el polvo y llegaron dos niños que se quedaron mirando a los recién llegados hasta que Kenji empezó a bromear con ellos y, entre risas, se alejaron corriendo. La mujer regresó con un cuenco lleno de agua caliente con la que Shigeru se lavó el rostro. Luego dejó que El Zorro le afeitara la corta barba con la hoja de un cuchillo extremadamente afilado. Una vez que hubieron terminado, la mujer les llevó unos trapos —restos de ropa vieja— para que se secaran la cara y las manos antes de entrar a la vivienda.

El interior de la cueva resultaba umbrío y despedía olor a humo; pero había una zona elevada para dormir y sentarse, cubierta con una estera de paja relativamente limpia. La mujer les entregó cuencos de té. La infusión tenía un sabor fresco y era de una calidad sorprendente para una aldea tan pequeña y aislada; pero, claro, no se trataba de una aldea corriente, pensó Shigeru mientras daba sorbos al líquido humeante, agradecido por el té, si bien aprensivo acerca de su situación. Se consoló con el hecho de que aún contaba con sus armas. Mientras las tuviera consigo, podía defenderse o quitarse la vida.

De pronto, Kenji preguntó:

—¿Cuántos años tienes?

El lenguaje informal con el que se dirigió a él tomó a Shigeru por sorpresa, pues nadie le había hablado de aquella manera en toda su vida, ni siquiera Kiyoshige. "No pienses ahora en Kiyoshige."

—Este año he cumplido dieciocho.

"Y Kiyoshige, diecisiete."

—Es evidente que el trabajo de Matsuda ha dado sus frutos.

—Entonces te acuerdas de nuestro encuentro anterior.

—Por fortuna, todo sea dicho. Gracias a eso supe a quién entregarle el sable.

La calidez del té, y la del fuego, hizo que el sudor volviera a brotarle en la frente y en las axilas.

—¿Te lo dio mi padre? ¿Le viste morir?

—Sí, fui testigo. Luchó con valentía hasta el final; pero el enemigo le excedía en número y le tenía rodeado.

—¿Quién le mató?

—Uno de los guerreros de Iida; no sé cómo se llama.

Qué extraño resultaría si aquel hombre fuera, en efecto, su hermano mayor.

—¿Qué edad tienes tú? —preguntó Shigeru.

—Veintiséis años.

Shigeru hizo el cálculo mental: demasiado joven para ser el hijo de Shigemori; demasiado mayor para ser su nieto. En fin, habría sido demasiada casualidad.

—¿Te llamas Kenji?

—Muto Kenji. Mi familia procede de Yamagata.

Shigeru notó que la fiebre regresaba, aportando a sus pensamientos una peculiar lucidez.

—Y uno de tus parientes —concluyó Shigeru, con voz inexpresiva— es Muto Shizuka.

—Es mi sobrina, la hija de mi hermano mayor. Tengo entendido que la conociste el año pasado.

—Ya sabes que sí. Imagino que estás al tanto de esas reuniones, al igual que Iida Sadamu —Shigeru acercó la mano a la empuñadura de su sable—. ¿A qué juegas?

—¿Qué te hace pensar que estoy jugando?

La mujer regresó con la comida y el vino, y Shigeru no quiso decir más delante de ella.

—Conmigo estás a salvo, lo juro —dijo Kenji con aparente sinceridad—. Come. Bebe.

Un hombre hambriento carece de escrúpulos; una vez que Shigeru hubo probado la comida, le fue imposible resistirse. Fuera lo que fuese lo que le aguardaba, podría enfrentarse a ello en mejores condiciones con el estómago lleno. También bebió, si bien con moderación, mientras observaba a Kenji atentamente con la esperanza de que el vino le soltase la lengua; pero a pesar de que El Zorro se bebía dos cuencos por cada uno que tomaba Shigeru, no parecía hacerle mucho efecto, más allá de ruborizar sus pálidas mejillas. Cuando hubieron terminado, la mujer recogió la vajilla y, al regresar, preguntó:

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