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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (6 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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—Háblame de Maruyama —dijo Shigeru.

—Es el último de los grandes dominios del Oeste que se hereda de madres a hijas. En la actualidad, la cabeza de familia es Naomi; tiene diecisiete años y acaba de casarse. Su marido es mucho mayor que ella y está vinculado a la familia Iida. La alianza parecía en principio un tanto extraña; no cabe duda de que los Tohan albergan la esperanza de heredar el dominio por medio del matrimonio, la traición o la guerra.

—¿Has estado allí?

El Oeste se encontraba a varias semanas de viaje desde Yamagata.

—Sí, conozco aquellas tierras. Pasé una temporada con los padres de mi esposa, hace dos o tres años. Es un dominio próspero; los Maruyama mantienen relaciones comerciales con el continente y poseen minas de cobre y de plata. Además, recolectan dos cosechas de arroz al año. Dicen que nosotros nos encontramos demasiado al norte para conseguir lo mismo, pero tengo la intención de hacer la prueba. Disfruté en gran medida de mi estancia en el Oeste. Aprendí muchas cosas que desconocía; ideas nuevas y métodos de cultivo nunca antes oídos por mí.

—¿Conociste a la señora Naomi?

Por alguna razón, Shigeru sentía un profundo interés por aquella joven, no mucho mayor que él mismo, la cual gobernaba y combatía como un hombre.

—Sí, en efecto. Mi esposa procede de la familia Sugita y su primo, Sugita Haruki, es el lacayo principal de la señora. Mi mujer es de la misma edad que la madre de Naomi, y conoce a la joven desde que nació. De hecho, la hermana de mi esposa es la mejor amiga de Naomi. Es una muchacha admirable, inteligente y con gran encanto personal. Creo que mi mujer educó a nuestras hijas siguiendo su ejemplo.

—Pues, sin duda, se han beneficiado de ello —respondió Shigeru.

—En fin, no pueden compararse con la señora Naomi, y muchos en el País Medio consideran que estoy loco. —Eijiro trataba de parecer modesto, pero no conseguía ocultar del todo el orgullo que sentía por sus hijos. Por ese motivo, Shigeru simpatizó con él en mayor medida.

Aquella noche cenaron venado —"ballena de la montaña", como lo llamaba Eijiro entre risas—, pues muchos campesinos consumían carne de caza a pesar de que las enseñanzas del Iluminado, practicadas por la casta de los guerreros, prohibían matar animales de cuatro patas para utilizarlos de alimento.

La familia ofreció regalos a Shigeru: un puñal de hoja de acero, varias prendas de color añil, de confección casera, y algunos barriles de vino de arroz como ofrenda al templo.

Al día siguiente, con el deseo de conocer mejor a su anfitrión, Shigeru se levantó temprano y acompañó a Eijiro en su inspección diaria de los arrozales y los huertos de hortalizas. Se fijó en cómo hablaba con los campesinos, solicitando su consejo y, de vez en cuando, elogiándolos. No le pasó inadvertido el respeto que se mostraban entre sí.

"Ésta es la manera en la que se debe tratar a los hombres —pensó—. Están unidos a Eijiro por algo más que las leyes y la tradición; la atención y el respeto que les muestra hacen que la lealtad de los granjeros sea absoluta".

Formuló gran cantidad de preguntas acerca de los métodos utilizados por su pariente, intrigado por sus sistemas de cultivo, los cuales seguían el ciclo de las estaciones y acentuaban la fertilidad natural de la tierra. No se desperdiciaba ni un solo palmo de terreno y, sin embargo, la plantación era continua. Los lugareños que vio Shigeru parecían bien alimentados y sus hijos, sanos y felices.

—Seguro que el Cielo aprueba tus métodos —comentó, una vez que hubieron regresado a la residencia.

Eijiro se echó a reír.

—El Cielo nos pone a prueba muy a menudo con sequías, plagas de insectos, inundaciones y tormentas; pero conocemos bien el terreno, lo entendemos... Considero que la tierra nos bendice tanto como el Cielo. Siempre ha sido así con los Otori —añadió con voz calmada, mirando a Shigeru—. Si deseas conocer más sobre el asunto, he escrito algunas cosas...

Danjo, su hijo mayor, exclamó:

—¡Algunas cosas! Mi padre es demasiado modesto. El señor Shigeru podría dedicar un año entero a leer los escritos de mi padre, y no acabaría.

—Me encantaría leerlos —respondió Shigeru—, pero me temo que no tendré tiempo; hoy mismo tenemos que ponernos en marcha.

—¿Por qué no te llevas algunos? Podrías añadirlos a tus estudios mientras residas en el templo. Eres el heredero del clan, es conveniente que adquieras conocimientos sobre el cultivo de las tierras.

Eijiro no dijo más, pero frunció las cejas y su habitual expresión alegre y campechana se vio ensombrecida. A Shigeru le pareció escuchar los silenciosos pensamientos de su allegado: que el señor de los Otori jamás había mostrado interés alguno por semejantes asuntos. De hecho, la supervisión de las tierras que pertenecían al castillo de Hagi se dejaba enteramente en manos de los funcionarios. Eran productivas, sin duda; pero no podían compararse con las de Eijiro. Acaso excesivamente consciente de su propia posición, reservado por naturaleza, abrumado por el sufrimiento y el remordimiento, Shigemori se había distanciado de la tierra misma que le había otorgado aquella posición. "Un feudo es como una granja —concluyó Shigeru—: Todos tienen su lugar y su cometido, y deben trabajar juntos por el bien común. Cuando el encargado de la granja es un hombre justo y competente, la prosperidad es general".

Shigeru volvió el pensamiento a su propia granja, el feudo del País Medio, y sintió una oleada de orgullo y alegría. La tierra le pertenecía, y él se encargaría de cuidarla y protegerla, y acabaría floreciendo como aquel hermoso valle. Lucharía por ella no sólo con el sable a la manera de los guerreros, sino con las mismas herramientas que Otori Eijiro.

Se añadieron a las cajas de regalos varios pergaminos con escritos de Eijiro, por lo que Tadao y Masaji empezaron a burlarse de Shigeru.

—Tienes la suerte de aprender el manejo de la espada con Shingen, y prefieres malgastar el tiempo leyendo sobre el cultivo de cebollas —bromeó Masaji.

—El señor Eijiro podrá usar mis excrementos para sus moreras y calabazas —terció Tadao—, pero no pienso permitir que use también mi cerebro.

—Sus hijos son guerreros expertos, además de granjeros —replicó Shigeru.

—¡Expertos! Empuñan el arco como si fuera un azadón y combaten como si fueran mujeres. No nos costó nada ganarlos —repuso Tadao con arrogancia.

—Quizá es porque entrenan con sus hermanas —añadió Masaji con desdén—. Si todos los Otori lucharan como ellos, merecerían que los Tohan los aplastasen.

* * *

En un primer momento Shigeru no dio importancia a estas palabras, las tomó como otro comentario más. Sin embargo, le vinieron a la mente más tarde, cuando llegaron a Tsuwano y fueron recibidos en el castillo por el señor Kitano, el padre de los muchachos. El contraste entre ambas familias no podía ser más evidente. Eijiro, al estar emparentado con la familia del señor del clan, gozaba de mayor rango que Kitano, pero éste mantenía un castillo —si bien de pequeño tamaño— y, al igual que el padre de Shigeru, delegaba la supervisión de las tierras en sus funcionarios. Era un apasionado de la guerra, de su dirección y estrategia, y daba máxima prioridad al entrenamiento y formación de los jóvenes varones.

Los Kitano llevaban una vida austera, al estilo militar. Las comidas eran sencillas; los salones, confortables; los colchones, de escaso grosor. A pesar de que se encontraban a comienzos del verano, el interior del castillo resultaba lúgubre y las estancias de la planta baja, húmedas; en las habitaciones del piso superior, al mediodía, el calor resultaba asfixiante.

El señor Kitano se comportaba con Shigeru con el respeto debido, pero el joven encontraba su actitud un tanto engreída y sus opiniones le parecían inflexibles y anticuadas. Sus hijos, tan animados y extrovertidos en Hagi y también durante el viaje, se volvieron silenciosos, y sólo tomaban la palabra para dar la razón a su padre o para comentarle alguna teoría que Ichiro o Endo les habían enseñado.

El señor Irie hablaba poco y apenas bebía; dedicaba su atención casi por completo a Shigeru y las necesidades de éste. Otro invitado se encontraba presente: Noguchi Masayoshi, un vasallo de los Otori procedente del sur del País Medio. Durante la conversación de la velada salió a la luz que Noguchi acompañaría a los hijos de Kitano a Inuyama. Ni él ni su anfitrión dieron muchos detalles sobre esta decisión, y los jóvenes hermanos optaron por ocultar su sorpresa. Nada se había comentado al respecto en Hagi, y Shigeru estaba convencido de que su padre no estaba al tanto.

—En Inuyama, mis hijos aprenderán el arte de la auténtica guerra —dijo el señor Kitano—. Iida Sadamu empieza a ser considerado como el mejor guerrero de su generación —hizo una pausa para beber y, bajo sus pobladas cejas, lanzó una mirada a Irie—. Semejante conocimiento beneficiará al clan en gran medida.

—Presumiblemente, el señor Otori habrá sido informado —repuso Irie, aunque tenía que saber que no era así.

—Se han enviado cartas —respondió Kitano, en cuya voz se apreciaba una nota de ambigüedad. Shigeru percibió su tono evasivo y sospechó que su anfitrión no era de fiar. También le asaltaron las dudas acerca de Noguchi Masayoshi. Rondaba los treinta años y era el primogénito de una familia de vasallos cuyo dominio del sur incluía el puerto de Hofu. Era precisamente en el sur donde los Otori se hallaban en una posición más vulnerable: el territorio carecía de la protección de las montañas y se encontraba a medio camino entre las propiedades en Inuyama, de la ambiciosa familia Iida, y las prósperas tierras de los Seishuu, en el Oeste. A Kitano le resultaría difícil oponerse a los Tohan mientras sus hijos residieran en Inuyama, pues podrían ser tomados como rehenes. Shigeru percibió que la rabia se le empezaba a acumular en el estómago. Una de dos: aquel hombre era un traidor o un necio. ¿Dependería del propio Shigeru la prohibición tajante de una medida tan temeraria? Si daba su opinión contraria y Kitano le desobedecía, saldrían a la luz ciertas divisiones que sólo conducirían a contiendas en el seno del clan, tal vez incluso a una guerra civil. Durante toda su vida, Shigeru había estado rodeado de lealtad, el elemento que apuntalaba la estructura misma de la casta de los guerreros. Los Otori se enorgullecían de la fidelidad inquebrantable que unía a los distintos rangos entre sí y al señor del clan. Desde hacía tiempo el joven heredero era consciente de la debilidad de su padre como gobernante, pero no se había percatado de cómo semejante debilidad había sido contemplada por hombres como Kitano y Noguchi, quienes albergaban sus propias ambiciones.

Trató de encontrar una oportunidad para conversar con Irie sobre sus recelos. No resultaba sencillo, pues siempre iban acompañados por Kitano o los lacayos de éste. Antes de irse a dormir, comentó que le gustaría dar un paseo por el jardín para disfrutar del frescor de la noche y de la luna, en cuarto creciente, y le pidió a Irie que le acompañara. Se alejaron del castillo en dirección a las gigantescas murallas de piedra que se elevaban desde el foso, donde la luna plateada se reflejaba en las tranquilas y oscuras aguas. De vez en cuando, se escuchaba un chapoteo cuando un pez salía a la superficie o una rata se lanzaba al agua. El cuerpo de centinelas montaba guardia en cada uno de los recodos de las murallas, conformados en ángulo recto, así como sobre el puente que conducía desde el castillo a la ciudad; pero los hombres se mostraban despreocupados. La paz había reinado en Tsuwano durante años; no existía amenaza de invasión o de ataque. Ni la ociosa conversación de los guardias, ni la tranquilidad de la noche, ni la luna (que despuntaba sobre la ciudad dormida) consiguieron apaciguar los temores de Shigeru. Alabó cumplidamente el astro nocturno y las murallas almenadas, pero no fue capaz de encontrar una manera discreta de solicitar consejo a su maestro. Cuando ambos se dispusieron a retirarse, Shigeru pidió a la servidumbre que los dejasen a solas y envió a Irie a asegurarse de que nadie —doncellas, criados o guardias— se quedaba a las puertas de la alcoba con la intención de escuchar a escondidas. Le vinieron a la mente las palabras de su padre... Si Kitano estaba en contacto con los Tohan, ¿acaso no emplearía a los mismos espías de la Tribu?

Cuando Irie regresó y por fin Shigeru se hubo convencido de que estaban a salvo, preguntó a su maestro en voz baja:

—¿Debería impedirles que viajen a Inuyama?

—Considero que sí, y de manera tajante —replicó Irie, también entre susurros—. Que no quede duda alguna sobre tus deseos. No creo que Kitano se atreva a desafiarte abiertamente. Si se está preparando alguna clase de traición, le pondremos freno antes de que progrese. Tienes que hablar con él por la mañana.

—¿Debería haberme pronunciado en el momento?

—Has hecho bien en pedir consejo antes —respondió Irie—. Por lo general, es preferible proceder con lentitud y paciencia. Pero hay ocasiones en las que uno no tiene más remedio que actuar con decisión: la sabiduría consiste en saber qué rumbo seguir, y en qué momento.

—Mi instinto me aconsejaba prohibirlo de inmediato —murmuró Shigeru—. Confieso que me quedé atónito.

—Yo también —convino Irie—. Estoy convencido de que tu padre no está enterado.

Shigeru pasó una noche inquieta y al despertarse se sintió furioso con Kitano, con los dos muchachos a quienes había tomado por amigos y consigo mismo, por no haber actuado sobre la marcha.

Su furia aumentó cuando solicitó hablar con el señor Kitano y le dieron largas. Para cuando se anunció la llegada del señor del castillo, Shigeru se sentía ultrajado y engañado. Cortó en seco los cumplidos habituales y espetó:

—Tus hijos no deben viajar a Inuyama. No sería beneficioso para el clan.

Shigeru percibió que la mirada de Kitano se endurecía y también se percató de la naturaleza ambiciosa, obstinada y deshonesta del hombre que tenía frente a sí.

—Lo lamento, señor Shigeru; pero ya se han marchado.

—Entonces, envía un grupo de jinetes para que los traigan de vuelta.

—Partieron anoche, con el señor Noguchi —respondió Kitano con voz suave—. Dado que las lluvias están al caer, consideramos...

—Hiciste que se pusieran en camino porque sabías que lo prohibiría —replicó Shigeru, furioso—. ¿Cómo te atreves a espiarme?

—No sé de qué me hablas, señor Shigeru. No ha habido ninguna clase de vigilancia ilícita. Hace tiempo que se decidió la conveniencia de aprovechar el cuarto creciente. Si tenías objeciones al respecto, deberías haberlas formulado anoche.

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