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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (26 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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—¿Qué será de mí cuando te cases?

—Imagino que nuestro acuerdo se mantendrá —Shigeru le brindó una sonrisa—. Si es que tú quieres, por descontado. Si no, esta casa es tuya, siempre y cuando seas discreta.

—¿Discreta? ¿A qué te refieres?

—No puedo soportar la idea de otros hombres aquí, contigo —admitió él, sorprendido por la repentina punzada de dolor que el pensamiento le provocaba.

—Como ves, nadie es inmune a los celos; ni siquiera los guerreros —dijo Akane con aire de triunfo—. Quizá he llegado a ser importante para ti.

—Eso ya lo sabes —respondió Shigeru—. ¿Y soy yo lo bastante importante para ti como para que tengas celos de mi esposa?

—No te burles de los celos —contestó ella, volviendo a beber—. He visto a mujeres volverse locas por ellos, por la falta de interés de los hombres de los que se habían enamorado. Las relaciones amorosas no son más que una distracción para los varones; para las mujeres son toda su vida.

—Akane, ¿te has enamorado alguna vez?

—No, ni pienso enamorarme.

Akane percibió una fugaz expresión de desilusión en el rostro de Shigeru. "Todos somos iguales. Queremos ser amados, pero no enamorarnos", reflexionó.

—¿Y qué me dices de ese hombre, Hayato?

—Hayato fue muy amable conmigo cuando murió mi padre.

—Dicen que su amor por ti le ha hecho perder la cabeza.

—Pobre hombre —murmuró Akane—. Si no te hubieras fijado en mí, ahora estaría viviendo con él.

El vino había provocado que Akane hablase con sinceridad, si bien la joven se daba cuenta de que había disgustado a Shigeru, y se arrepentía de haberse explayado tanto.

—Lo mejor es que ninguno de nosotros se enamore —razonó Shigeru mientras la frialdad que Akane tanto temía volvía a hacer su aparición.

—Señor Shigeru, aún eres joven, perdóname el comentario. Soy tres años mayor que tú. Propongo que hagamos un pacto. No nos enamoraremos, pero procuraremos no dar motivos de celos el uno al otro. Tienes la obligación de casarte, de tener hijos. Debes tratar a tu esposa de forma honorable; pero yo también tengo ciertas reclamaciones para contigo, y cuento con que cumplas con ellas.

Shigeru estaba asombrado por la seriedad de Akane, y no pudo evitar admirarla mientras la luz de la lámpara acentuaba sus pómulos. Algo acerca de la fortaleza de su rostro le recordaba a la mujer de los Ocultos que le había hablado como si él fuera su igual.

Shigeru sabía muy poco sobre el matrimonio. Sus propios padres llevaban vidas separadas y Shigeru apenas había cruzado palabra con las respectivas esposas de sus tíos, quienes vivían en lo más profundo del castillo rodeadas de asistentes y criados. Siguió reflexionando y se acordó de Otori Eijiro y su mujer. Entre ellos se apreciaba respeto y cariño, y la esposa y las hijas se movían libremente y en iguales términos que los hombres. "Es la influencia de los Maruyama", había dicho Eijiro, y luego le había hablado a Shigeru sobre la señora Naomi...

—¿En qué piensas? —preguntó Akane, sorprendida por el prolongado silencio de su amante.

—En el matrimonio, en lo que ocurre entre hombres y mujeres. También pensaba en Maruyama, donde, según dicen, las mujeres tienen más libertad.

—Maruyama seguirá el camino del resto de los grandes dominios —declaró Akane—, y Naomi será la última cabeza femenina del clan.

—¿Acaso la conoces?

—Escucho hablar a los hombres, y eso es lo que dicen. Su marido está emparentado con los Tohan, y ellos aborrecen la idea de que una mujer pueda ser heredera.

—¿Y los Seishuu? ¿Odian ellos a los Tohan? ¿Lo bastante como para establecer una alianza con los Otori? ¿Qué has oído al respecto?

Era la primera vez que se le ocurría la idea de una alianza con los Seishuu. Si un matrimonio pudiera asegurarla, accedería gustoso.

—Los hombres murmuran sobre todo tipo de cosas en casa de Haruna —dijo Akane—, pero la mitad del tiempo no saben de qué están hablando. Casi ninguno ha salido nunca del País Medio.

—Deberíamos enviar una delegación a Maruyama o tal vez a los Arai, en Kumamoto —pensó Shigeru en alto—, para averiguar cuál es su verdadera opinión.

Akane no deseaba hablar de política. Llamó con voz tenue a las criadas y cuando vinieron a retirar los platos les pidió que extendieran los colchones. Shigeru se mostró tan apasionado y receptivo como de costumbre; pero no se quedó a pasar la noche, alegando que tenía asuntos que discutir con el señor Irie. Una vez que se hubo marchado, Akane regresó a la cama. El frío se había intensificado, el viento procedente del mar sacudía las contraventanas y gemía a través de las fisuras de las paredes. Akane deseó tener un hombre a su lado que la abrigara; se acordó de Hayato con cierta añoranza y luego reflexionó sobre su propio futuro con una ansiedad poco característica en ella. Algunos hombres se enamoraban de sus esposas, no era nada fuera de lo común, y la mujer de la casa contaba con muchas ventajas con respecto a la amante. Akane le había dicho a Shigeru que tenía ciertas reclamaciones que hacerle pero, en realidad, no tenía ninguna. La esposa del heredero tendría hijos y Shigeru los amaría con la calidez propia de su naturaleza, lo que probablemente le conduciría a amar también a la madre de las criaturas. Akane no soportaba pensar en ello. "Se enamorará de mí", juró.

No era sólo que temiera ser abandonada por Shigeru, sin poder tomar un nuevo amante; el mero pensamiento de imaginarle con otra mujer le retorcía el corazón, a pesar de las palabras que había pronunciado con anterioridad. Entonces, se le ocurrió ir a ver al viejo sacerdote en busca de un encantamiento que volviese estéril a la esposa de Shigeru, que provocase que él la odiara...

Akane había tomado precauciones para no quedarse embarazada. Haruna le había proporcionado pesarios que anulaban la semilla masculina y pociones para el caso de que su menstruación se retrasara, y Akane sabía lo bastante acerca de los ritmos de su cuerpo para evitar los días en los que era fértil. Pero a menudo fantaseaba con tener un hijo de Shigeru. Sería varón, desde luego, de gran hermosura y coraje. Su padre le adoraría. Le reconocería o, mejor aún, le adoptaría. Se convertiría en el heredero del clan Otori... Si Shigeru la amara, querría darle un hijo. El pensamiento la reconfortó. Se ciñó las mantas al cuerpo y, poco a poco, se fue quedando dormida.

* * *

Shigeru conversó con Irie sobre el asunto del matrimonio, y sugirió la idea de una alianza más cercana con una de las familias del Oeste. A continuación se llevaron a cabo otras deliberaciones al respecto, en las que intervinieron los notables del clan, los tíos de Shigeru y su propio padre. Mientras tanto, su madre se mudó al castillo, apropiándose de los mejores aposentos en lo más profundo de la residencia y ofendiendo así a sus cuñadas, quienes tuvieron que trasladarse para dejarle sitio. De una manera sutil, la presencia de la recién llegada cambió el equilibrio de poder entre los señores de los Otori, y aunque a Shigeru le molestaba la interferencia de su madre en sus asuntos privados —le había dejado claro que no aprobaba a Akane sin llegar a mencionarla, y a menudo encontraba esencial hablar con su hijo justo al final del día, cuando éste acostumbraba a acudir a la casa del pinar—, se sentía agradecido por la implacable oposición de su progenitora a cualquier intento de pacificación con los Tohan y, sobre todo, a cualquier matrimonio decretado por ellos. El padre de Shigeru, quien ahora pasaba más tiempo con su esposa que en cualquier otro período de su vida, empezó a dejarse influenciar por ella paulatinamente, y comenzó a compartir sus ideas y a depender de sus consejos más que de las recomendaciones de los chamanes.

Los tíos de Shigeru se opusieron a la idea de una alianza con los Seishuu, alegando que insultaría y enfurecería a los Tohan y, en cualquier caso, argumentaban, ¿quién estaría disponible? Maruyama Naomi ya estaba casada; los Arai carecían de descendencia femenina; los Shirakawa tenían hijas, pero no eran más que unas niñas. De modo que se llegó a un entendimiento y al final se decidió, tal como la madre de Shigeru había aconsejado en un principio, que la mejor estrategia sería concertar un compromiso matrimonial lo antes posible con una joven Otori y dar a entender que el matrimonio se había acordado mucho tiempo atrás.

* * *

Se llamaba Yanagi Moe. Su familia estaba emparentada con los señores de los Otori y con la madre de Shigeru. Los Yanagi vivían en Kushimoto, ciudad de montaña, y conformaban una familia orgullosa y austera, a la antigua usanza. Moe era la primogénita y la única hija, y había sido educada para tenerse a sí misma en alta estima, al igual que a su familia y a sus antepasados. El matrimonio Otori era exactamente lo que la joven había esperado, y lo consideraba como un derecho propio. Había nacido un año antes que Shigeru y, a los diecisiete, era de baja estatura y excepcionalmente delgada. No le faltaba encanto ni elegancia, y era reservada por naturaleza. Siempre sobre-protegida por su familia, no mostraba conocimiento ni interés por el mundo más allá de los muros de la casa de sus padres. Era aficionada a la lectura, escribía poemas pasables y le agradaba jugar a las damas, aunque nunca dominó el ajedrez o el
go.
Le habían enseñado a supervisar la administración de una casa y era capaz de hacer llorar a las criadas con unas cuantas palabras. En su fuero interno no tenía una alta opinión de los hombres, al contar con varios hermanos menores que la habían reemplazado por completo en cuanto a los afectos de su madre.

La ceremonia de compromiso tuvo lugar en Yamagata, un poco antes del solsticio de invierno. La boda se ofició en Hagi, en primavera. Hubo grandes celebraciones. Se distribuyeron pastelillos de arroz y garrafas de vino entre la población, así como pequeñas cantidades de dinero, y los cantos y bailes se prolongaron hasta altas horas de la noche. Akane escuchaba los sonidos desde su casa con el corazón rebosante de amargura. Al pensar en Shigeru junto a su flamante esposa se clavaba las uñas en las palmas de las manos. Su único consuelo era el amuleto que había recibido del viejo sacerdote. Él se había echado a reír cuando Akane le dijo lo que buscaba, y la había contemplado con ojos penetrantes y teñidos de seriedad.

—Ten cuidado con lo que deseas, Akane. Se hará realidad, que no se te olvide.

Akane había permitido que el anciano le acariciara los pechos a modo de pago, y el amuleto yacía ahora enterrado en el jardín, junto con recortes del cabello y las uñas de Shigeru, y varias gotas de sangre de la menstruación de Akane.

No vio a Shigeru durante una semana y empezaba a desesperarse. Cuando por fin acudió, bajo la oscuridad, con la única compañía de dos guardias, la tomó de inmediato entre sus brazos sin ni siquiera esperar a que las camas estuviesen preparadas, y le hizo el amor con una feroz desesperación hasta entonces desconocida por Akane, que encendió su propia pasión. Más tarde ella le abrazó mientras Shigeru lloraba —nunca antes le había visto llorar—, y se preguntó qué habría ocurrido para que le afectase de aquella manera.

Parecía poco delicado sonsacarle las razones de su angustia. Akane apenas habló, pidió que le trajeran vino y lo sirvió para él. Shigeru bebió varios tazones, uno detrás de otro, y luego abruptamente espetó:

—No puede hacer el amor.

—Era virgen —respondió Akane—. Estas cosas llevan su tiempo. Ten paciencia.

—Sigue siendo virgen —Shigeru soltó una risa amarga—. No pude conseguir que se abriera. Todo lo que yo hacía le dolía y, al parecer, también le aterrorizaba. Se apartó de mí, no me deseaba en absoluto. Creo que ya ha empezado a odiarme.

—Es tu esposa —razonó Akane—, no puede continuar rechazándote. Debéis tener hijos juntos.

Hablaba con voz baja y serena, pero en su fuero interno se regocijaba. "¡Dejaré que el viejo me chupe la boca!", juró.

—No me lo esperaba —dijo Shigeru—. Pensaba que podía darle placer; creí que sería como tú.

Akane le tomó de la mano y frotó sus dedos contra la yema del pulgar de Shigeru. Le gustaba sentir el músculo bajo la piel, fuerte y flexible por años de práctica con el sable.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó él—. Está claro que no la he desflorado.

—Ten paciencia —repitió Akane—. Si pasado un tiempo no lo consigues, tu madre tiene el deber de instruirla. Podrá enseñarle libros, tranquilizarla y hacerle ver que es algo natural. Si todo falla, puedes repudiarla.

—¿Y ser blanco de bromas desde Hagi hasta Inuyama?

—Hazte un corte y derrama sangre en las ropas de cama —propuso Akane—. Será suficiente para que cesen los chismes en el castillo. Eso te proporcionará tiempo. Ella acabará por amarte.

Akane se le quedó mirando en tanto que pensaba cómo una mujer en su sano juicio podría actuar de aquella manera. Al mismo tiempo, protestaba silenciosamente contra el destino que había decretado que Yanagi Moe, y no ella, fuera la esposa de Shigeru. "Si yo estuviera casada con él, le haría feliz", se dijo.

Tal vez el amuleto tuviera mayores poderes de los que Akane imaginaba; quizá el hecho de presenciar la vulnerabilidad de Shigeru la había debilitado. De pronto, se encontró a sí misma temblando, temerosa de una forma desconocida y exquisita a la vez. "Estoy al borde —pensó—. No debo caer. Si lo hago, sufriré inmensamente". Aun así, sus defensas parecían débiles y carentes de cimientos, sobre todo ante la necesidad que Shigeru demostraba de ella.

Y esta necesidad se fue volviendo más evidente. La visitaba con más frecuencia y se mostraba reticente a marcharse. Apenas hablaba de su esposa, pero Akane sabía que las cosas no habían mejorado entre ellos. A veces se sentía culpable por lo que había hecho; pero luego se alegraba, pues la fortaleza de los sentimientos que Shigeru y ella se profesaban iba en aumento.

20

Yanagi Moe había esperado con ilusión su matrimonio, pero para cuando las lluvias de la ciruela hubieron terminado se dio cuenta de que no le depararía más que sufrimiento. Su propio cuerpo la había traicionado por culpa de su rigidez, su tensión. Era consciente de haber fracasado como esposa. La señora Otori, la madre de Shigeru, la dominaba y la intimidaba; las demás mujeres que habitaban en las profundidades del castillo la trataban con una gélida cortesía que a duras penas ocultaba su desdén.

Y él, su marido, a quien había imaginado que respetaría y agradaría, también debía de despreciarla. Por todos era sabido que Shigeru mantenía una concubina, lo que a Moe no le preocupaba, pues era un hecho corriente entre los hombres de su clase. Pero las mujeres que la rodeaban a menudo hablaban de Akane, de su encanto e ingenio, y susurraban entre ellas que el heredero de los Otori estaba encandilado con su amante.

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