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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (52 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Dobló el poema y lo escondió en el interior de la pechera de su túnica; luego devolvió su atención a los últimos escritos de Eijiro y se maravilló ante la voz enérgica e inteligente que aún le hablaba. Eijiro había experimentado con diferentes variedades de semilla de sésamo, que eran empleadas para cocinar y para encender lámparas. Shigeru no tardó en quedar absorto con el asunto, y pensó que tal vez probaría algunas de aquellas semillas en sus propios campos de cultivo. Escribiría a la viuda de Eijiro para pedirle que se encargara de que reservaran semillas y se las enviaran antes de que ella partiera hacia el Oeste, y él guardaría un terreno para plantar una cosecha en primavera y se haría cargo de que la orientación, la irrigación y la fertilización de la tierra siguieran los consejos de Eijiro. "Cada vez que encienda una lámpara con el aceite de sésamo me acordaré de él; no podría existir mejor homenaje."

Al día siguiente, Takeshi acudió a ver a su hermano y presentó sus disculpas.

—Kahei me pidió que lo hiciera —admitió con cierta incomodidad—. Me explicó lo equivocado que estaba yo.

—Es un buen amigo para ti —respondió Shigeru, quien pasó a comunicar a su hermano la sugerencia del padre de Kahei—. Caminemos un rato por el jardín.

Una vez en el exterior, donde nadie podía escucharlos, Shigeru le explicó brevemente la farsa que estaba llevando a cabo, repitió sus intenciones de venganza y la necesidad de mantenerlas en secreto. Takeshi prometió tener paciencia. Acordaron que el joven se instalaría una temporada con la familia Miyoshi, lo que pareció recibir con agrado, al tomarlo como una nueva experiencia.

—Sé que opinas que me estoy descontrolando —dijo a Shigeru con voz serena—. En cierto modo, es verdad; pero, al igual que tú, estoy representando un papel que no responde a mi verdadero yo. Sin embargo, no voy a negar que me divierto. ¡Tiene que ser más entretenido que hacer de granjero!

Después, esa misma tarde, Shigeru se dedicó a recorrer los campos de cultivo. Reflexionaba por una parte sobre la cosecha de sésamo y por otra, no sin cierto alivio, sobre Takeshi, cuando un hombre emergió de la sombra de un pequeño grupo de melocotoneros y le llamó por su nombre.

Shigeru reconoció la voz de inmediato: era su lacayo, el guerrero Harada. Se giró hacia él con alegría, pues al no haberle visto desde antes de la batalla le había dado por muerto. Con todo, le costó reconocer al hombre que se postró de rodillas ante él. Llevaba la cabeza y el rostro cubiertos con un paño de tonos amarillo y marrón, y vestía el jubón propio de los labradores; sus piernas estaban desnudas y sus pies, descalzos. Por un instante, Shigeru pensó que se había confundido; pero el hombre levantó la cabeza y, sin ponerse de pie, tomó la palabra.

—Señor Otori, soy yo, Harada.

—No sabía nada de ti; creía que habías muerto —respondió Shigeru con emoción—. Me alegro mucho de verte, pero estás tan cambiado que me ha costado saber quién eras.

—Sí, he cambiado. De hecho, mi vida entera ha dado un vuelco —Harada hablaba en voz baja y con tono humilde, como si fuera un suplicante o un mendigo—. Me alegro de encontraros con vida. Temía que hubierais cedido a la presión para que os dierais muerte.

—Muchos consideran que debería haberme unido a los muertos —repuso Shigeru—, pero tengo mis motivos para continuar entre los vivos. Debes venir a mi casa. Comeremos juntos y te explicaré mis razones. ¿Dónde has estado todo este tiempo y, si no te molesta la pregunta, por qué ese cambio en tu aspecto y tu vestimenta?

Shigeru se fijó en que Harada no portaba sable ni, aparentemente, ninguna otra arma.

—Es mejor que no acuda a vuestra casa. No quiero que se sepa que estoy en Hagi. En realidad, os seré de más ayuda si nadie me reconoce. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar? —preguntó, y luego en voz más baja añadió:— Traigo un mensaje para vos.

—Existe un pequeño santuario en la cabecera del valle. Está desierto, excepto en los días de festival. Hacia allí me dirijo.

—Me reuniré con vos en el santuario —convino Harada, quien bajó la cabeza hasta tocar el suelo y permaneció en aquella posición en tanto que Shigeru proseguía su camino.

El encuentro con Harada agradó y preocupó a Shigeru en igual medida; se alegraba de que su lacayo siguiera con vida, pero le desconcertaba la extraña apariencia de éste y el hecho de que no portara armas. No se dirigió directamente al santuario, sino que continuó su minuciosa inspección de la tierra, deteniéndose a hablar con los granjeros, quienes en aquella época del año cortaban los rastrojos de los campos de soja para utilizarlos como pienso y recogían las hojas caídas de los bosquecillos de roble para emplearlas como abono. El sésamo necesitaba campos de cultivo cálidos, con orientación al sur. En el rugoso terreno al sur de Hagi tales campos escaseaban, y ya estaban ocupados con plantaciones de soja y hortalizas que los granjeros cultivaban para cubrir sus propias necesidades; pero el sésamo sería un producto que podrían vender a los mercaderes de la ciudad o, directamente, a las familias de los guerreros. Les aportaría una renta, les daría acceso al dinero en efectivo e incrementaría la autonomía de sus propias vidas.

Eijiro había escrito, como si de un mensaje directo se tratara: "Siempre que se ha introducido el cultivo del sésamo en una comunidad, he notado un adelanto en las condiciones de vida y una mejora en el bienestar de los habitantes, lo que los ha llevado a interesarse por el aprendizaje. Varias aldeas han llegado a establecer escuelas en los templos para instruir en la lectura a los varones jóvenes".

"Un lugar como éste podría convertirse en escuela", pensó Shigeru a medida que se aproximaba al santuario. Se hallaba desierto, con la excepción de un muchacho de unos catorce años —hijo de un sacerdote de la aldea más cercana— que se encargaba de custodiar el recinto. Los aldeanos almacenaban allí herramientas agrícolas, tales como azadones, cayados y hachas, así como leña, pulcramente apilada en el muro orientado al sur, para que se secara antes del invierno. El chico estaba sentado en la desvaída veranda de madera, comiendo de un cuenco. A sus espaldas una muchacha, que debía de ser su hermana, preparaba té en la lumbre. Shigeru la imaginaba atravesando el bosque desde la casa familiar para llevar la cena a su hermano mayor.

Shigeru había hablado con el muchacho en otras ocasiones y ahora, después de saludarle, dijo:

—Va a venir una persona a reunirse conmigo. Esperaré dentro.

—Mi hermana os llevará té —respondió el chico agachando la cabeza pero sin hacer ningún otro gesto de reverencia, como si conociera el deseo de Shigeru con respecto a la ausencia de ceremonia y el anonimato.

A partir de las visitas de Kenji durante las lluvias de la ciruela, Shigeru había detectado entre la gente con la que se cruzaba en el bosque y en los campos de cultivo indicios similares de Lealtad a la Garza. Se quitó las sandalias y entró en el umbrío interior. El suelo había sido barrido recientemente, pero el aire olía a rancio. El santuario se notaba vacío, como si el dios descansase en otro lugar y sólo regresase cuando la música del festival le despertara.

Shigeru se descubrió preguntándose sobre la existencia de los dioses. ¿Podían los cánticos y las plegarias de los humanos despertarlos o influir en ellos? Aquella parte del bosque, con su pequeña arboleda, gozaba de un ambiente de paz y tranquilidad que resultaba poco menos que sagrado. ¿Era realmente un lugar donde habitaba un dios?

Sus divagaciones fueron interrumpidas por la voz del muchacho, seguida de la de Harada. Rasados unos instantes, la chica entró en el santuario, llevando una bandeja con dos tazones de madera.

—Señor, ha llegado vuestro visitante —anunció, y colocó luego la bandeja en el suelo. Cuando Harada entró y se arrodilló, puso una taza delante de él y otra frente a Shigeru.

Harada desenrolló el paño que le cubría la cabeza, dejando al descubierto una espantosa cicatriz que le cruzaba un lado del rostro. Había perdido un ojo, y daba la impresión de que la mejilla entera hubiera desaparecido. La muchacha dio un respingo al verle, y apartó los ojos.

—Llamadme si necesitáis más té —susurró, y los dejó a solas.

Harada vació el tazón de un trago, lo que hizo pensar a Shigeru que tal vez no hubiera probado bocado o bebido líquido alguno en todo el día. Luego el lacayo introdujo la mano en su jubón y sacó un paquete plano de pequeño tamaño.

—Primero tengo que entregar esto al señor Otori para demostrar que mi mensaje es auténtico.

Shigeru cogió el paquete. Estaba envuelto en seda tan fina como la gasa; era muy antigua, de un desvaído tono gris, y despedía un leve olor a incienso. Apartó el envoltorio y sacó un pedazo de papel doblado. En su interior había un brote seco de helecho, perfecto hasta el último detalle y, al igual que la seda, descolorido.

—¿Has estado en Maruyama? —preguntó con voz serena.

Harada respondió:

—El mensaje es que hay muchos asuntos que ambas partes necesitan discutir en persona, y en secreto. La zona oriental del otro dominio necesita inspección. La otra persona se encontrará justo al otro lado de la frontera.

Mencionó un santuario de montaña, llamado Seisenji, y habló del peregrinaje que "la otra persona" tenía la intención de realizar mientras se encontrara de visita en la comarca.

—Será la próxima luna llena —añadió—. ¿Qué respuesta debo llevar?

—Allí estaré —dijo Shigeru.

Iba a formular más preguntas, como por qué Harada se había dirigido a Maruyama después de la batalla y cómo había logrado sobrevivir a sus heridas, cuando se escuchó un alboroto que llegaba del exterior. La muchacha lanzaba alaridos de furia; el joven gritaba. Se oyó el sonido de pasos pesados sobre la veranda y tres hombres armados irrumpieron en el templo.

De no haber sido por la penumbra, Shigeru no habría tenido oportunidad de defenderse, pero en los segundos que los intrusos tardaron en adaptar los ojos a la oscuridad y reconocerle, se había puesto en pie de un salto empuñando a
Jato.

No esperó a preguntarles acerca de sus intenciones. No le cabía duda de que habían acudido con la expresa intención de matarle, pues los tres portaban espadas largas y se hallaban dispuestos a atacar. Llevaban el rostro oculto, con la excepción de los ojos, y vestían ropas sin distintivos. Dado que le superaban en número —Harada iba desarmado—, la velocidad era la única ventaja con la que Shigeru contaba. Mató a los dos primeros de forma instintiva,
Jato
se movía como por voluntad propia, a su manera habitual que recordaba al movimiento de una serpiente, y Shigeru acabó con ambos enemigos en dos únicos movimientos: uno hacia abajo, a la izquierda, que infligió un profundo corte en el costado y el vientre del primer hombre, y otro hacia arriba, a la derecha, que sesgó el cuello al segundo. El tercer asaltante se encontraba a espaldas de sus compañeros y podía ver mejor. La hoja de su espada pasó silbando junto al cuello de Shigeru, pero éste levantó a
Jato
y se colocó el sable frente al rostro, con lo que consiguió esquivar el golpe y apartar hacia atrás la hoja del enemigo.

Su adversario era rápido, potente y astuto; se trataba de un luchador experimentado, posiblemente el más hábil de cuantos Shigeru había conocido, con la excepción de Matsuda Shingen. En fugaces destellos, a pesar de la absoluta concentración en la lucha, Shigeru se preguntaba por qué Harada permanecía apartado e impasible. No se trataba de un desafío corriente, sino de un ataque por sorpresa sin provocación previa; no tenía nada que ver con el sentido del honor. A medida que empezaba a resentirse del cansancio, llegó a dudar si Harada le habría traicionado; tal vez le hubiera atraído con engaño hasta el santuario para someterle a aquel ataque. Pero el helecho... Nadie sabía nada sobre aquello. ¿Le habría traicionado la señora Maruyama? La furia y la desesperación que la mera idea le causaba le otorgaron una fuerza sobrehumana. Se lanzó a su adversario con ferocidad, obligando al hombre a retirarse unos pasos, hasta la veranda. Allí el muchacho, con gran ingenio, encajó un palo entre las piernas del agresor y le hizo tropezar, mientras la joven le arrojaba el cuenco de hervir el agua en plena cara.

Shigeru le remató, decapitándole con la hoja de
Jato.
No pudo dejar de asombrarse a causa de la intervención de los hermanos. Por lo general, los aldeanos no tomaban parte en las batallas de los guerreros, ya fueran éstas importantes o intrascendentes. Lo normal habría sido que ambos hubieran salido huyendo a esconderse. El muchacho temblaba, en parte, tal vez, a causa de su propia temeridad; pero le dijo a su hermana:

—¡Ve a contárselo a nuestro padre! —Y luego:— ¿Estáis herido, señor Ot...? —se interrumpió en seco—. Señor, quiero decir.

—No. Te doy las gracias —Shigeru respiraba con dificultad, aún sumido en la conmoción y la intensidad del repentino ataque—. Ayúdame a sacar los cadáveres. Y trae agua. Lavaremos la sangre antes de que deje una mancha en el suelo.

—¡Cómo se han atrevido! —exclamó el chico—. ¡Atacaros dentro del santuario! En verdad, el dios los castigó.

—Con vuestra ayuda —añadió Shigeru.

—Hice mal. No debería haberme entrometido; pero estaba furioso.

Con ayuda de Harada, arrastraron los cuerpos más allá del recinto del santuario, y el muchacho trajo agua del manantial y fregó el suelo. Los muertos fijaban la mirada en el vacío mientras su sangre teñía de rosa el agua cristalina.

—¿Quiénes eran? —preguntó Shigeru a Harada.

—No tengo la menor idea, señor Otori. Juro que no tengo nada que ver con ellos.

—Entonces, ¿por qué me has traído aquí? ¿Y por qué me has dejado solo durante la lucha?

—Vos decidisteis el lugar de encuentro —alegó Harada a toda prisa—. Yo no podía haber sabido...

—Tuviste tiempo de informar a tus cómplices.

—¡No lo hice! Jamás os traicionaría. Sabéis quién me envió. La seño... "Ellos" son vuestros aliados; ya lo han demostrado con anterioridad.

—Aun así, te apartaste a un lado y no hiciste nada.

—Eso es lo que quería explicarle al señor Otori. Hay un asunto sobre el que tengo que hablaros —anunció. Harada paseó la vista a su alrededor. Del interior del santuario llegaba el sonido de un cepillo que restregaba el suelo; el muchacho estaba ocupado, limpiando la sangre. La chica aún no había regresado junto con el padre de ambos. Precipitadamente, Harada continuó—: Tengo que pediros que me liberéis de vuestro servicio.

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