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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (53 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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—Pues da la impresión de que tú mismo te has liberado ya —le acusó Shigeru—. No llevas armas, careces de espíritu de lucha. ¿Qué ha pasado contigo?

—He formulado el juramento de no volver a matar —respondió Harada con voz pausada—; por eso os pido que me liberéis. Ya no puedo serviros como es propio de un guerrero.

—Así que te has unido a los Ocultos —concluyó Shigeru. Le vino a la memoria que la idea se le había ocurrido meses atrás, antes de la batalla. Se había preguntado entonces qué consecuencias podría tener en la fidelidad de un guerrero como Harada.

—Me hirieron en Yaegahara —explicó Harada, llevándose una mano a la cuenca vacía del ojo—. Mientras estaba tumbado en el suelo, a punto de morir, tuve una visión. Un ser me llamó desde detrás de una luz blanca y me dijo que viviría, y que sólo le serviría a él. Sentí que Dios me había hablado. Fue un milagro que los Tohan no me descubrieran y me mataran; mi recuperación fue otro milagro: ambas cosas, pruebas de que la visión había sido verdadera. Me dirigí a Maruyama y me reuní con Nesutoro y Mari. Me hablaron del Secreto, y me hicieron renacer a la manera de los Ocultos, a través del agua. Adopté el nombre de Tomasu, en honor al hombre que acarreé a la espalda. Perdonadme, señor Otori. No me es posible servir al Secreto y serviros a vos. Jamás volveré a matar, ni tampoco se me permite darme muerte. Si consideráis que es necesario quitarme la vida, lo entenderé y rezaré para que el Secreto os perdone.

Shigeru escuchaba las palabras de Harada con creciente abatimiento. Era evidente que hablaba con total sinceridad. En tiempos pasados, había demostrado con creces su devoción por Shigeru. Al contrario que la mayoría de los hombres que éste había conocido, Harada se caracterizaba por su franqueza y simplicidad; no era dado a imaginaciones caprichosas. Sólo la más profunda convicción podría llevarle a dar aquel paso extraordinario y solicitar ser liberado de su fidelidad a Shigeru. Sólo aquella convicción, que rozaba la locura, podría haberle obligado a quedarse inmóvil mientras su señor feudal, el cabeza de su clan, era atacado y, por poco, asesinado.

Shigeru también se sentía un tanto abochornado; avergonzado, incluso. Su propio guerrero le había fallado, mientras que dos niños campesinos habían acudido en su ayuda. En verdad, su mundo se había vuelto del revés. Y lo mismo había ocurrido con el mundo de Harada. ¿Cómo podía éste soportar seguir viviendo ante semejante humillación? Le haría un favor liberándole a través de la muerte; entonces, podría comunicarse tanto como quisiera con luces blancas y dioses secretos.

Harada, que pareció leer los pensamientos de Shigeru, alargó el cuello. Con los ojos cerrados murmuró en voz baja unas palabras que Shigeru recordó haber oído con antelación de labios de Nesutoro, cuando este hombre presenció las muertes de su esposa, sus hijos y sus amigos. Eran las oraciones que rezaban los Ocultos en el momento de la muerte. Recordó su anterior reflexión de que al cortar un arbusto, vuelve a crecer con más vigor. A pesar de los más fieros intentos por parte de Iida para erradicarlos, los Ocultos seguían extendiéndose y aumentando. Shigeru había considerado que semejante doctrina era propia de los oprimidos, de las capas más bajas de la sociedad; pero había sido abrazada por uno de sus propios guerreros.

Tenía la mano colocada en la empuñadura de
Jato,
y había estado a punto de blandir el sable; pero ahora apartó la mano a un lado, dejándola caer.

—Te pido un último servicio —dijo—. Lleva mi respuesta de regreso. Una vez hecho esto, te libero de todas tus obligaciones para conmigo. Ya no formas parte del clan de los Otori.

Sus propias palabras le causaron consternación. Nunca en su vida se las había dicho a nadie. Harada se había convertido por voluntad propia en un hombre sin amo, en un hombre de las olas, como se solía decir.

—Habrá otras maneras en las que podré serviros —murmuró Harada.

—Ahora, vete —indicó Shigeru—, antes de que alguien se entere de que has venido. Adiós.

Harada se levantó y, susurrando palabras de agradecimiento, se alejó rápidamente. Durante un rato el santuario volvió a sumirse en el silencio, con la excepción del chapoteo del agua y el traqueteo del cubo, el viento en las ramas de los robles y el murmullo de las hojas al caer. Un tordo entonó su estrepitoso canto. El aire se iba enfriando, como si anunciara escarcha.

Desde la distancia se escuchaba el sonido de gente que se aproximaba. La joven llegó corriendo colina arriba, seguida por su padre y la mayor parte de los hombres de la aldea. Acarreaban palos, cayados y azadones, y una expresión de furia les ensombrecía el rostro.

—Esos hombres fueron primero a la aldea —explicó el sacerdote—. Preguntaron por el señor Otori. No les dijimos nada, sólo que os buscaran en Hagi. Pero debieron de esconderse en el bosque y seguiros hasta aquí.

—¡Quién se atrevería a hacer tal cosa! —exclamó uno de los jóvenes del grupo.

—¡Sabemos quién! —respondió otro, alzando la hoz que transportaba—. Nosotros mismos deberíamos ir a la ciudad y protestar.

Shigeru no había reconocido a sus atacantes. No llevaban blasones en la ropa y cuando desnudaron los cadáveres, no se vieron tatuajes ni ninguna otra marca, salvo las cicatrices de antiguas heridas. La advertencia de Kenji le vino a la mente con nitidez.

—¿Podrían haber sido bandoleros? —preguntó al sacerdote. Si hubiera bandas de hombres sin amo actuando abiertamente tan cerca de Hagi, habría que encontrar una solución para eliminarlas.

—Imagino que es posible —respondió el hombre—. Muchos guerreros se han quedado sin señor, o sin tierras, después de Yaegahara. Pero nadie nos ha atacado, ni tampoco hemos tenido noticias de que haya bandoleros en estas montañas. Me temo que erais el objetivo elegido —añadió—. Les demostraremos a ésos de Hagi que en el País Medio no estamos dispuestos a tolerar semejantes acciones.

Los hombres que rodeaban al sacerdote mostraron su acuerdo a gritos y parecían dispuestos a ponerse en marcha hacia la ciudad de inmediato, lo que dejó a Shigeru aún más perplejo. Sin duda se trataba de una de las consecuencias de la batalla de Yaegahara, consecuencia que nadie había llegado a prever. En lugar de acobardarse por la derrota, los granjeros de las tierras que aún pertenecían a los Otori se mostraban desafiantes: se alzarían en armas antes que ser entregados a los Tohan.

Shigeru los disuadió de que tomaran medida alguna, dio instrucciones para que se organizara el entierro de los muertos e inició el camino de regreso. Para cuando llegó a casa reinaba la oscuridad; había pasado una noche desde la luna llena. El aire se notaba más seco y frío que la noche anterior, y la luz de la luna ya no era dorada, sino pálida y fantasmal; las sombras daban a entender las tinieblas que acechaban tras el mundo de las apariencias. De todos los acontecimientos del día, el intento de asesinato se le antojaba el menos sorprendente. Shigeru ni siquiera había prestado atención a la sangre que le manchaba la ropa hasta que Chiyo se mostró horrorizada cuando salió a la puerta a recibirle, llevando una lámpara en la mano.

La noticia se extendió de inmediato por toda la casa y al día siguiente —a pesar de que Shigeru hubiera ordenado mantener el suceso en secreto— ya era del dominio público por toda la ciudad; proliferaron los rumores, que incrementaban el ambiente de desasosiego. Para apaciguar el descontento, Shoichi y Masahiro se vieron forzados a negar públicamente cualquier relación con el plan de asesinato de su sobrino y a recibir a este abierta y respetuosamente. Aun así, los disturbios se prolongaron a lo largo del otoño. Como resultado, la situación de Shigeru pasó a entrañar menos peligro y, al concedérsele más autonomía, obtuvo permiso para viajar libremente. Sin embargo, mantuvo su indumentaria sin distintivos, pues disfrutaba de la libertad y el anonimato que le otorgaba.

Shigeru no tenía manera de saber quién se encontraba detrás del atentado contra su vida; pero dadas las advertencias de Kenji, estaba convencido de que se trataba de Iida. Le habría gustado que su amigo se lo confirmara, pero El Zorro no reapareció, y aunque Shigeru contempló la posibilidad de escribirle a Yamagata al final desistió. Le preocupaba la posibilidad de hallarse bajo vigilancia constante, por lo que se volvió más observador y sigiloso; pero también le reconfortaba el hecho de que los desconocidos le habían tendido la emboscada en sus propias tierras, un lugar obvio donde encontrarle: si hubieran conocido todos sus movimientos, podrían haberle asaltado con muchas más probabilidades de éxito en los senderos de montaña que conducían a Terayama. También le alentaba el apoyo por parte de los granjeros, la lealtad oculta que le profesaban, la cual yacía bajo la superficie como una vena de carbón, dispuesta a arder y a forjar acero.

Anunció sus intenciones de visitar la hacienda de Eijiro para despedirse de su viuda e hizo disposiciones para que Takeshi se trasladara a la residencia del señor Miyoshi mientras él, Shigeru, estaba de viaje. Si todo iba bien, su hermano menor podría pasar el invierno con la familia de Kahei.

Cuando reapareció la luna, se puso en marcha hacia Misumi. Mori Yusuke no había regresado de su viaje, pero antes de partir le había confiado los caballos que le quedaban, y Shigeru escogió el potro de más edad, domado recientemente; le otorgó el nombre de
Kyu.
El caballo era brioso, destilaba juventud y energía; a sus lomos, el desánimo resultaba imposible. "En verdad, no estoy hecho para la desesperación", cayó en la cuenta Shigeru, agradecido por la educación que había recibido, la cual le había otorgado tanta resistencia. Ni siquiera la semana que estuvo alojado en casa de la viuda de Eijiro —aunque las muertes del marido y los hijos varones de ésta eran fuente de gran sufrimiento— o la pérdida de las tierras a manos de los Tohan le sumieron en el oscuro estado de los días posteriores a la muerte de Moe. En los intachables campos de cultivo, aún sembrados a pesar del fallecimiento de Eijiro, descubrió un último tributo a la visión de futuro de su primo; y en la valentía de la esposa y las hijas de éste, el testimonio de la valiosa formación que les habían inculcado.

"No todo está perdido para siempre —prometió en silencio—. Me encargaré de recuperarlo".

Este pensamiento le asaltaba constantemente, y una serie de piezas relacionadas con la estrategia a seguir empezaron a encajarse en los rincones de su mente. Una de las más importantes sería la alianza con el Oeste, con los Arai y los Maruyama. El atentado contra su propia vida también le había proporcionado ideas, Iida había tratado de golpearle en pleno corazón de su propio país. ¿No podría Shigeru contraatacar de la misma manera? ¿Sería capaz de recurrir al asesinato? ¿Trabajaría la Tribu alguna vez para él, tal como Kenji había sugerido? ¿Podría Shigeru pagar los servicios de la organización?

Unos días antes de la luna llena dejó su caballo en Misumi y se dirigió a pie hacia las montañas, anunciando que iba a visitar los bosques de las tierras altas y que pasaría un tiempo en retiro, rezando por el alma de los muertos. Nadie pareció cuestionar sus intenciones, pues Shigeru ya contaba con una reputación establecida: le interesaba la agricultura, era muy devoto y otorgaba gran importancia al respeto debido a los muertos.

La frontera del País Medio con el Oeste discurría a lo largo de un estrecho valle situado entre pronunciadas cordilleras. Más hacia el sur, la frontera estaba vigilada: los señores locales exigían impuestos y tarifas aduaneras sobre los bienes y mercancías, y los espías vigilaban de cerca a los viajeros. Shigeru llevaba por escrito la autorización de su clan para viajar donde quisiera, pero no deseaba dar a conocer sus movimientos y decidió cruzar la frontera por el terreno agreste y montañoso del nacimiento del río que fluía por el norte hasta la ciudad de Hagi.

Tenía ciertos conocimientos sobre la zona más baja de las laderas orientales a causa de anteriores visitas con Eijiro, cuando ambos habían cabalgado hasta las montañas y su primo le había mostrado las diferentes variedades de árboles que se cultivaban por su madera: cedro y pino, olmo de agua, paulonia y ciprés. Pero una vez que superó la zona boscosa, ascendiendo senderos estrechos y escalando pedregosos riscos, se encontró en territorio desconocido. Durante el día se guiaba por el sol y durante la noche, por las estrellas. El estado del tiempo seguía siendo excelente. Los días de despejados cielos otoñales se sucedían a medida que las hojas iban cambiando de color, tiñendo el bosque de rojo; la mancha se iba extendiendo perceptiblemente desde la cumbre de las cordilleras hacia abajo.

Shigeru llevaba comida consigo, y también se alimentaba de los frutos de la tierra: castañas, avellanas y moras. Noches atrás, había encontrado refugio en alguna granja aislada; pero en la alta montaña no había viviendas y hacía demasiado frío para dormir a la intemperie, de manera que caminaba toda la noche mientras la luna iba aumentando en intensidad.

Descendió la primera cordillera y atravesó el río. La zona parecía desierta: no había signo de vida humana ni se percibía olor a humo. El río en este tramo era rápido y de aguas poco profundas, poco más que un arroyo que balbuceaba para sí mientras saltaba entre las rocas. Shigeru dio una cabezada a mitad del día, aprovechando el tenue calor del sol; pero para cuando anocheció, el estado del tiempo no daba visos de cambiar. El viento giró de dirección, hacia el noroeste, y las nubes se amontonaron en el horizonte. Atravesó un puerto de montaña y se detuvo en la roca más alta para mirar al norte, en dirección a la costa. El mar era un borrón de tono violeta bajo el sólido cielo gris. Sabía que estaba mirando a Oshima, la isla volcán, aunque no podía distinguir su silueta. A la izquierda de Shigeru la cordillera bajaba con más gentileza, convirtiéndose en la fértil tierra del Oeste, caldeada por la "corriente negra" de la costa, protegida por sus montañas. A lo lejos, hacia el suroeste, se hallaba la ciudad de Maruyama y su castillo. Harada le había comentado que el santuario que la señora Maruyama iba a visitar se encontraba a menos de una jornada de viaje desde el puerto de montaña. Examinó el bosque, a sus pies; en la distancia se percibía humo en el valle, pero, por lo demás, no había señal de vivienda alguna, ningún tejado curvado emergía entre la masa verde. En aquel lado de la cordillera el otoño era más lento a la hora de dejar su huella en los árboles: sólo unos cuantos arces en las laderas más altas habían empezado a cambiar de color.

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