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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (57 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Las barcas de pesca llegaron a Oshima justo antes del amanecer y, a la deriva, se dirigieron a los acantilados, donde se colocaron a sotavento en espera de la primera luz del día. La brisa amainó. El mar estaba en calma y lamía las rocas de basalto tan silenciosamente que se distinguía con nitidez el canto matinal de los pájaros tierra adentro.

Salió el sol, una brillante esfera roja que emergía del océano en calma.

—Tendremos buen tiempo durante una semana —anunció Terada levantando la vista al cielo despejado de nubes y cubriéndose los ojos con el brazo.

—Excelente para viajar —convino Shigeru, tratando de enmascarar su impaciencia con indiferente serenidad.

Los hombres sacaron los remos y guiaron las barcas hasta el puerto, bordeado de rocas. Desde la distancia parecía una cuenca natural; pero una vez que hubieron echado el ancla y saltado a tierra, Shigeru cayó en la cuenta de que había sido construido con piedras talladas y colocadas expresamente para formar un atracadero. En el lado contrario se había construido de forma similar un muro de protección.

Por encima de las cabezas de los recién llegados, las laderas del volcán se alzaban abruptamente. La roca negra y los montículos de lava asomaban entre el bosque que trataba de ocultarlos. El cráter expulsaba humo y vapor, al igual que los numerosos manantiales de agua caliente situados al pie del volcán, e incluso el propio mar, donde el agua hirviendo estallaba a través de las grietas del lecho marino.

—Ven, te enseñaré los alrededores —indicó Terada.

Dejando atrás a los hombres, que se quedaron preparando las redes y las cestas, escalaron las rocas y siguieron el agreste sendero que ascendía por la ladera de la montaña.

—¿No vive nadie aquí? —preguntó Shigeru, que paseó la vista a su alrededor cuando, a medio camino de la cumbre, se detuvieron para recobrar el aliento. Levantó los ojos y dirigió la mirada hacia la costa. Hagi se encontraba al este, oculta por la bruma.

—Dicen que es la entrada al infierno —respondió Terada—. Me gusta fomentar esa opinión. Cuanta menos gente venga, mejor. ¿Te apetece darte un baño? Hay que tener cuidado, el agua abrasa.

Ambos se desnudaron y Shigeru se introdujo en la charca con suma prudencia; al instante, la piel se le tiñó de rojo.

Terada no pudo evitar un gruñido cuando el agua envolvió su voluminoso cuerpo.

Se quedaron a medio sumergir, sin pronunciar palabra, unos instantes; luego, Terada dijo:

—¿No te hirieron en la batalla?

—Sólo tuve una herida en el cráneo. Ya se ha curado; el pelo me tapa la cicatriz.


Hmm -
-Terada volvió a gruñir—. Perdóname y dime que me calle si me meto en lo que no me importa, pero imagino que no vas a seguir así de tímido y paciente toda la vida.

—Sí, así seguiré —respondió Shigeru—. Me he retirado del poder y la política; sólo me interesan mi casa y mis tierras.

Terada le examinaba con interés.

—Sé que eso dice mucha gente; pero muchos otros mantienen en secreto la esperanza...

Shigeru le interrumpió.

—Esa esperanza no tiene sentido, como tampoco lo tiene que hablemos del asunto.

—¿Qué me dices de este viaje? —insistió Terada.

—Es por motivos religiosos —repuso Shigeru, dejando que una nota de fervor se le colara en la voz—. Me han hablado de extrañas visiones y apariciones en ese santuario. Pasaré allí unas noches sin compañía y veré si algo me es revelado. Aparte de eso, me interesa tu trabajo, tu conocimiento del mar y sus criaturas, así como las opiniones de tus hombres y su bienestar. Además, me gusta viajar.

—No tienes que preocuparte por mis hombres —replicó Terada—. Hacen lo que yo les digo y, a cambio, cuido de ellos —se rió entre dientes y, con un gesto, señaló el terreno que rodeaba la charca—. Aquí es donde construiría mi casa si viviera en Oshima. Se puede divisar Hagi, y nadie podría obligarme a salir.

—Entonces, ¿la isla es tuya?

—Soy el único que se atreve a venir a Oshima; por lo tanto, me pertenece. Es mi lugar de escape. Si tus tíos se vuelven demasiado avariciosos, no pienso quedarme en Hagi y pagarles todos sus lujos. —Lanzó una mirada a Shigeru y masculló:— Puedes decírselo, igual me da; pero yo no les contaré tus secretos.

—Hablaré con mis tíos sobre la equidad del sistema tributario —indicó Shigeru—. Para ser sincero, es un asunto que me preocupa hace tiempo; pero el resto de tus secretos están a salvo conmigo.

Una vez que se hubieron vestido descendieron al embarcadero, donde los marineros habían encendido hogueras y preparado comida. Para el mediodía ya estaban de nuevo a bordo. Terada había mandado colocar almohadones en la zona de popa de la cubierta superior y Shigeru se reclinó en ellos y se quedó adormilado mientras la marea empujaba el barco en dirección a la costa, la vela ondeaba al viento, los fetiches y amuletos tintineaban en el mástil y las palomas mensajeras zureaban suavemente en sus cestas de bambú.

Llegó el hijo de Terada llevando en brazos uno de los gatos color carey, que según los marineros traían buena suerte, y se sentó junto a Shigeru. Le enseñó a hacer los nudos de las redes con un pedazo de cordón de resina y le narró historias sobre dragones bondadosos y mágicas criaturas marinas; de vez en cuando, al descubrir una bandada de gaviotas o un banco de peces, se ponía en pie de un salto. Era un niño apuesto, fuerte y voluminoso, muy parecido a su padre.

Para cuando llegaron a la costa el sol se encontraba bajo en el horizonte y su luz aportaba un tinte dorado a las rocas y la arena. No se habían cruzado con otras embarcaciones en alta mar; pero allí, junto a la playa, varias barcas diminutas oscilaban en el agua. A la vista del barco de Terada, los pescadores parecieron asustarse y adoptaron una actitud hostil, por lo que Shigeru sospechó que podría haberse dado otro encuentro anterior, de carácter violento.

—Ahí está Katte Jinja —anunció Terada señalando hacia la orilla, donde el tejado del santuario se divisaba entre troncos de pino retorcidos—. No te preocupes por esa gente; no te hará daño.

En su voz se apreciaba un marcado tono de desprecio, y Shigeru arqueó las cejas.

—Son Ocultos —explicó Terada—. No matan a nadie, ni siquiera en defensa propia. A ti te resultarán interesantes, no me cabe duda.

—En efecto —respondió Shigeru—. Puede que incluso les interrogue acerca de sus creencias.

—No te dirán nada —replicó Terada—. Morirían antes que revelar su doctrina o renegar de ella. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —preguntó a continuación, mientras los marineros se preparaban para bajar a Shigeru hasta el agua, que cubría hasta los muslos.

"El resto de mi vida", deseó responder. En cambio, dijo con tono impreciso:

—Supongo que con tres noches de apariciones tendré suficiente.

—Te sobrarán las tres, si quieres saber mi opinión. —Terada se echó a reír—. Vendremos de aquí a cuatro días, a esta misma hora.

Los marineros le entregaron una cesta con pescado en salazón y pastelillos de arroz; Shigeru recogió su propio hatillo con ropa y se colocó ambos, junto a
Jato,
sobre la cabeza. Entonces, se encaminó hasta la orilla.

En lo alto de la playa había varias chozas a cuyas puertas se sentaban mujeres y niños; atendían las hogueras alrededor de las cuales se habían puesto a secar peces de pequeño tamaño, colocados sobre rejillas de bambú. Detuvieron su tarea e inclinaron la cabeza en silencio a medida que Shigeru pasaba por su lado. Al mirarlos se percató de que los niños, si bien delgados, parecían gozar de buena salud, y de que varias de las mujeres eran jóvenes y de aspecto saludable. Se les veía tensos, dispuestos a salir huyendo, y Shigeru imaginó que era por culpa de la presencia de los hombres de Terada, agresivos y carentes de principios. Sin duda, al añorar a sus propias mujeres, los marineros tomarían a las que allí habitaban por la fuerza, a sabiendas de que sus maridos no las defenderían. Decidió hablar con Terada sobre el asunto. Aquellas mujeres formaban parte del pueblo de Naomi. No estaba bien que los hombres del clan de Shigeru se aprovecharan de ellas.

Al igual que el de Seisenji, este santuario parecía desierto, abandonado. Se escuchó el sonido de una rana toro, que procedía del jardín. Había llegado el atardecer y los últimos rayos de sol caían sobre las verandas de los antiguos edificios de madera, arrojando sombras desde cada protuberancia, desde cada irregularidad en el suelo o el tejado. Shigeru vio los caballos amarrados en uno de los cobertizos: la misma yegua, el mismo caballo de carga. El corazón le dio un brinco al darse cuenta de que era cierto aquello que hasta entonces sólo había creído a medias: ella estaba allí, y él la abrazaría, escucharía su voz, olería su cabello. El deseo y el anhelo reprimidos durante los últimos seis meses se prendieron en su interior como una llamarada.

Los sentidos de Shigeru parecían insólitamente agudos, como si le hubieran arrancado una capa de piel. Ya podía oler el perfume de Naomi, y el propio aroma a mujer debajo de dicha esencia.

Con suavidad, preguntó:

—¿Hay alguien?

A sus propios oídos, su voz sonaba como la de un extraño.

Bunta, el joven mozo de cuadra, llegó rodeando el edificio, vio a Shigeru y se detuvo en seco, por un momento alarmado. Luego hincó una rodilla en el suelo e hizo una reverencia.

—¡Señor...! —exclamó, interrumpiéndose antes de mencionar el nombre de "Shigeru".

Éste asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra.

—Las señoras están en el jardín —dijo Bunta—. Le diré a mi ama que tiene visita.

—Yo iré a buscarla —respondió Shigeru. A pesar de la discreción del muchacho, Shigeru no se sentía seguro con él. Podría ser un espía de la Tribu, le resultaría fácil traicionarlos. Sin embargo, en ese mismo instante, Shigeru sabía que nada en el mundo, ni las amenazas de muerte ni la tortura a él mismo o a cualquiera de sus seres queridos, le impediría acudir junto a Naomi.

"Estoy hechizado", pensó mientras caminaba a toda prisa hacia la parte posterior del santuario y recordaba la historia que ella le había escrito. El jardín estaba desatendido y mostraba un aspecto desastrado. La hierba verde de la primavera había crecido en exceso y estaba tachonada de flores silvestres; los cerezos florecidos empezaban a marchitarse, y el terreno estaba cubierto de pétalos blancos y rosas que parecían un reflejo de las flores que aún se aferraban a las ramas.

La señora Maruyama y Sachie se encontraban sentadas en almohadones colocados sobre las piedras que rodeaban el estanque. El agua estaba atestada de nenúfares y hojas de loto, y en la orilla crecían dos o tres iris tempranos, de color púrpura oscuro.

Al oír sus pasos, la señora Maruyama levantó los ojos y las miradas de ambos se encontraron. Shigeru vio cómo el rostro de ella empalidecía y sus ojos adquirían un nuevo brillo, como si al verle hubiera recibido un golpe físico. Él tuvo el mismo sentimiento; apenas podía respirar.

Sachie susurró por lo bajo y Naomi asintió, sin apartar la mirada de Shigeru ni un solo instante. La dama de compañía se levantó, inclinó la cabeza en dirección al recién llegado y desapareció en el interior del santuario.

Estaban a solas. Shigeru se sentó junto a ella, en el lugar de Sachie. Naomi se inclinó hacia él, apoyó la cabeza en su hombro y dejó que su cabello cayera en cascada sobre el pecho de él. Shigeru lo recorrió con los dedos y luego acarició la nuca de Naomi. Se quedaron así durante un buen rato, en absoluto silencio, escuchando el aliento y el latido del corazón del otro.

El sol se puso y el aire empezó a enfriarse. Naomi se echó hacia atrás y miró a Shigeru a los ojos.

—Justo antes de que vinieras, una garza se posó en el borde del estanque. Sachie y yo estuvimos de acuerdo en que era la señal de que pronto llegarías. Si no hubieras venido esta noche, me habría marchado mañana. ¿Cuánto tiempo puedes quedarte?

—Me trajeron unos pescadores de Hagi. Regresarán a buscarme dentro de cuatro días.

—¡Cuatro días! —el rostro de Naomi volvió a iluminarse—. ¡Es una eternidad!

* * *

Mucho más tarde, Shigeru se despertó y escuchó el oleaje del mar contra los guijarros y los ruidos nocturnos de la arboleda que los rodeaba. Los caballos golpeaban el suelo con las pezuñas al cambiar de posición. Naomi también se había despertado, y Shigeru se fijó en que la luz de la luna que bañaba el jardín centelleaba en los ojos de su amada. Se contemplaron el uno al otro durante unos instantes. Entonces, él preguntó en voz baja:

—¿En qué estabas pensando?

—Te vas a reír de mí —respondió ella—. Pensaba en la señora Tora, de Oiso, a la que ahogó el amor.

Se refería a la célebre historia de los hermanos Soga, la venganza de éstos y las mujeres que los amaron.

—Juro Sukenari esperó dieciocho años para vengarse, ¿no es verdad? Si es necesario, yo esperaré lo mismo —susurró Shigeru.

—Aun así, Juro murió; su vida se desvaneció con el rocío de los campos —respondió Naomi, citando una balada muy popular entre los cantores ciegos—. No puedo soportar la idea de tu muerte.

Shigeru la tomó entre sus brazos. La muerte jamás le había parecido tan lejana ni la vida, tan deseable. Con todo, Naomi temblaba, y después se echó a llorar.

* * *

El día siguiente fue bochornoso; el calor era excesivo para la época del año. Shigeru se levantó temprano y fue a nadar al mar. Cuando regresó no se enfundó toda la ropa, sino que a medio vestir se dirigió a la parte posterior del santuario y empezó a practicar los ejercicios que Matsuda le había enseñado. Su mente y su cuerpo estaban cansados, ligeramente embotados, debilitados a causa de la pasión. Pensó en la breve conversación de la noche anterior. Sólo habían pasado dos años desde la muerte de su padre y la traición de Yaegahara. ¿Era él realmente capaz de mantener las apariencias de su vida actual durante tantos años? ¿Y con qué propósito? Le resultaba imposible levantar un ejército contra Iida. Jamás se encontraría con su enemigo en la batalla, ni en ninguna situación donde pudiera acercarse a él lo suficiente como para atacarle. Podría apaciguar las sospechas que Iida albergaba contra él, ¿pero de qué manera le beneficiaría? Shigeru sería mejor espadachín que su adversario —aunque incluso esta circunstancia parecía dudosa aquella mañana, en la que se encontraba tan torpe y cansado—; pero carecía de los medios para sorprenderle, para tenderle una emboscada...

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