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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (30 page)

BOOK: La princesa de hielo
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—Julia es la única heredera de Nelly Lorentz.

Patrik estaba bebiendo en ese preciso momento y se atragantó con el vino, pues empezó a toser con la mano en el pecho y se le saltaron las lágrimas.

—Perdona, ¿qué has dicho? —preguntó Patrik sin apenas poder hablar.

—Digo que Julia es la única heredera de la fortuna de Nelly. Es lo que dice el testamento de Nelly —explicó Erica con calma mientras le servía a Patrik un vaso de agua para que se le calmase la tos.

—No sé si atreverme a preguntar cómo lo has sabido…

—Porque estuve husmeando en la papelera de Nelly cuando me invitó a tomar el té en su casa.

Patrik sufrió un nuevo ataque de tos y miró incrédulo a Erica. Mientras él apuraba casi toda el agua del vaso de un trago, Erica prosiguió:

—Había una copia del testamento en la papelera. Y allí decía claramente que Julia Carlgren heredaría todos los bienes de Nelly Lorentz. Bueno, a Jan le corresponde la legítima, pero todo lo demás es para Julia.

—¿Y lo sabe Jan?

—Ni idea. Pero yo apostaría que no: no creo que lo sepa.

Erica continuó, mientras se servía la comida.

—Lo cierto es que, cuando Julia estuvo aquí, le dije que parecía conocer muy bien a Nelly Lorentz y le pregunté cómo había entablado la relación con ella. Ni que decir tiene que me dio una respuesta absurda, pues me dijo que la conocía de cuando trabajó en la fábrica de conservas un par de veranos. No dudo de que sea cierto que trabajase allí, pero se reservó el resto de la verdad. Además, dejó bien claro que se trataba de un asunto del que no tenía el menor deseo de hablar.

Patrik quedó pensativo.

—¿Has pensado que son ya dos las parejas de esta historia que parecen totalmente dispares? No sólo dispares, sino inverosímiles, diría yo. Alex y Anders, por un lado, y Julia y Nelly, por el otro. ¿Cuál es el denominador común? Cuando encontremos ese eslabón, habremos resuelto el caso, creo yo.

—Alex. ¿No es Alex el denominador común?

—No —rechazó Patrik—. Eso parece demasiado fácil. Tiene que ser otra cosa. Algo que se nos escapa o que no terminamos de comprender.

Cruzó el aire con el tenedor, como un espadachín.

—Además, está Nils Lorentz. O, más bien, su desaparición. Tú vivías en Fjällbacka por aquel entonces. ¿Qué recuerdas de todo aquello?

—Era muy pequeña, ya sabes, y a los niños no se les cuenta nada, claro. Pero recuerdo que hubo mucho secreteo en torno al asunto.

—¿Secreteo?

—Sí, lo normal, dejaban de hablar cuando yo entraba en la habitación; los mayores hablaban en voz baja; «Shh, a callar, que no nos oigan los niños», y comentarios por el estilo. En otras palabras, que lo único que sé es que hubo un montón de habladurías en torno a la desaparición de Nils. Pero yo era demasiado pequeña y no me enteré de nada.

—Mmm, creo que voy a escarbar un poco más en ese asunto. Tendré que incluirlo en la lista de tareas para mañana. Pero ahora estoy cenando con una mujer que no sólo es hermosa sino que, además, cocina de maravilla. Un brindis por la anfitriona.

Alzó su copa y Erica se sintió halagada por el cumplido. No tanto por el de la comida como por el relativo a su hermosura… ¡Con lo fácil que sería todo si pudiesen leerse el pensamiento! Todo aquel juego sería absurdo. Pero no, allí estaba ella, esperando que él le diese la menor señal de si estaba o no interesado. Lo de ver qué pasaba estaba bien cuando se era adolescente, pero con los años, el corazón se volvía menos elástico. Uno se implicaba más en las relaciones y las secuelas afectaban cada vez más a la autoestima.

Después de que Patrik hubiese repetido tres veces y de que la conversación pasase del asesinato a los sueños, la vida y la resolución de los problemas del mundo, se trasladaron al porche para asentar la comida antes del postre. Se acomodó cada uno en un extremo del sofá bebiendo vino a pequeños sorbos. No tardarían en haber dado cuenta de la segunda botella y ambos sentían ya los efectos del alcohol, la pesadez, cierto calor y una sensación de adormecimiento en la cabeza, como si la tuviesen envuelta en una agradable y blanda capa de algodón. La noche se veía negra a través de los cristales, sin una sola estrella en el firmamento. Y la profunda oscuridad exterior los hizo sentirse como encerrados en una protectora concha gigante. Como si estuviesen solos en el mundo. Erica no recordaba haberse sentido antes con tal sosiego, tan a gusto con su existencia. Con la misma mano en la que sostenía la copa, hizo un gesto con el que logró abarcar toda la casa.

—¿Tú puedes explicarte que Anna quiera vender esto? No sólo porque esta casa es la más bonita de todas las que existen; además, sus paredes encierran una porción de historia. Y no me refiero sólo a la de Anna y la mía, sino a las historias de aquellos que vivieron antes que nosotros. ¿Sabías que fue un capitán de barco quien la mandó construir en 1889 para vivir aquí con su familia? El capitán Wilhelm Jansson. Es una historia muy triste, la verdad. Como la de tantas otras de gentes de por aquí. Construyó la casa para habitarla con su joven esposa, Ida. Tuvieron cinco hijos en otros tantos años y, al sexto, Ida murió en el parto. En aquella época no existían los padres solteros, de modo que la hermana mayor de Jansson, que estaba soltera, se mudó a la casa para cuidar de los niños mientras él recorría los siete mares. Esta hermana, Hilda, no resultó ser la mejor elección como madrastra. Era la mujer más religiosa de toda la región, lo que no es poco, teniendo en cuenta lo religiosa que era la gente de esta zona. Los niños apenas si podían moverse sin que los acusasen de haber pecado y ella los azotaba con mano dura y devota. Hoy la habrían llamado sádica, pero en aquel tiempo era perfectamente normal y esa conducta se encubría fácilmente bajo el pretexto de la religión.

»El capitán Jansson no estaba en casa muy a menudo, por lo que no podía comprobar lo mal que lo pasaban los niños, aunque algo debía de sospechar. Pero, como suele ocurrirles a los hombres, también él pensaría que la educación de los niños era cosa de mujeres y consideraba que cumplía con sus obligaciones paternas proporcionándoles techo y alimento. Hasta que llegó a casa un día y descubrió que Märta, la pequeña, llevaba una semana con el brazo roto. Entonces armó un escándalo y echó a Hilda de su casa y, como el hombre de acción que era, se puso a buscar a una sustituta apropiada entre las mujeres solteras del pueblo. En esta ocasión, sí que eligió bien. En tan sólo dos meses, se casó con una auténtica mujer de pueblo, Lina Månsdotter, que se encargó de los niños como si fuesen suyos. Juntos tuvieron otros siete, así que esto debió de quedárseles pequeño. Y, si te fijas, verás que dejaron su huella: rasguños y agujeros y zonas más desgastadas de la casa. Por todas partes.

—¿Cómo fue que tu padre compró la casa?

—Con el tiempo, los hermanos se dispersaron. El capitán Jansson y su querida Lina que, con los años, llegaron a amarse profundamente, fallecieron. El único que quedó en la casa fue el hijo mayor, Alian. Nunca se casó y, al envejecer, no se sintió con fuerzas para llevar la casa él solo, así que decidió venderla. Mis padres acababan de casarse y estaban buscando un hogar. Mi padre me contó que se enamoró de la casa en cuanto la vio. No dudó un instante.

»Cuando Alian vendió la propiedad a mi padre, también le dejó su historia. La de la casa, la de su familia. Según dijo, era importante para él que mi padre supiese quiénes habían desgastado con sus pies aquellos suelos de madera. Además, le dejó una serie de documentos. Cartas que el capitán Jansson había enviado desde todos los rincones del mundo, a su primera esposa, Ida, y después a Lina, la segunda. También le dejó el látigo con el que Hilda solía castigar a los niños. Sigue colgado de la pared del sótano. Anna y yo solíamos bajar de niñas para tocarlo. Habíamos oído la historia de Hilda e intentábamos imaginarnos la sensación de las duras crines del látigo al estallar contra la piel desnuda. ¡Nos daba tanta pena de aquellos pobres niños!

Erica miró a Patrik, antes de proseguir:

—¿Comprendes por qué me duele tanto pensar en vender la casa? Si nos deshacemos de ella, jamás podremos recuperarla. Será irreversible. Me da náuseas pensar que unos turistas adinerados de la capital pisoteen estos suelos, los pulan y cambien el papel pintado por otro de conchitas, por no hablar de la ventana panorámica, que reemplazaría al porche antes de que a mí me diese tiempo de pronunciar las palabras «pésimo gusto»… ¿Quién se iba a preocupar de conservar las anotaciones a lápiz garabateadas en el interior de la puerta de la despensa, donde Lina marcaba cuánto habían crecido los niños cada año? ¿Y quién se molestaría en leer las cartas en que el capitán Jansson intenta describir los mares del sur para sus esposas, que apenas si salieron del pueblo? Su historia desaparecería y esta casa no sería más que… una casa. Una casa cualquiera. Bonita, pero sin alma.

Se dio cuenta de que estaba hablando más de la cuenta, pero por alguna razón sentía que era importante para ella que Patrik la comprendiese. Lo miró y comprobó que él la observaba intensamente y su mirada la reconfortó por dentro. Y sucedió algo incomprensible. Un instante de compenetración absoluta y, sin saber cómo, encontró a Patrik sentado a su lado y que, tras dudar un segundo, la besaba en los labios. Al principio, sólo experimentó el sabor a vino que impregnaba los labios de ambos; pero enseguida sintió también el sabor de Patrik. Abrió con mucho cuidado la boca y enseguida sintió la lengua de él, que buscaba la suya. Una descarga eléctrica cruzó todo su cuerpo.

Minutos después, Erica no podía más y se levantó, le tomó la mano y, sin pronunciar una sola palabra, lo llevó al dormitorio. Se tumbaron en la cama besándose y acariciándose y, al cabo de un rato, Patrik empezó a desabotonarle el vestido por la espalda, con mirada inquisitiva. Ella dio su consentimiento, también mudo, desabrochando la camisa de él. De repente, cayó en la cuenta de que la ropa interior que llevaba puesta no era la que quería que Patrik viera la primera vez. Y bien sabía Dios que ni siquiera las medias que se había puesto eran las más sexy del mundo, precisamente. La cuestión era cómo librarse de ellas y de las bragas de cuello vuelto sin que Patrik las viese. Erica se incorporó bruscamente.

—Disculpa, tengo que ir al lavabo.

Salió disparada hacia el cuarto de baño. Miró febrilmente a su alrededor… y tuvo suerte, pues había sobre el cesto de la ropa sucia un montón de prendas limpias que no había tenido tiempo de guardar. Con mucho esfuerzo, se quitó las medias y las dejó junto con las bragas de abuela en el cesto de la ropa sucia. Después, se puso un par de finas braguitas de encaje blanco, muy en consonancia con el sujetador. Se bajó el vestido y aprovechó para mirarse en el espejo. Tenía el cabello alborotado y rizado, los ojos con un brillo febril. Tenía la boca más roja que de costumbre y algo hinchada por los besos y, aunque estuviese mal decirlo, su aspecto era bastante sexy. Sin las bragas acorazadas, su vientre no estaba tan liso como a ella le habría gustado, así que lo metió tanto como pudo y sacó el pecho para compensar, mientras volvía junto a Patrik, que seguía tumbado en la cama en la misma posición en que ella lo había dejado.

Fueron quitándose la ropa poco a poco y dejándola en un montón en el suelo. La primera vez no fue nada fantástico, como suele suceder en las novelas de amor, sino más bien una mezcla de intensos sentimientos y de pudorosa conciencia, más en consonancia con lo que ocurre en la vida real. Al mismo tiempo que sus cuerpos reaccionaban en explosiones en cadena al tacto del otro, eran los dos plenamente conscientes de su desnudez, inquietos por sus pequeños defectos, preocupados por si surgía algún vergonzoso sonido. Se conducían de manera torpe e insegura ante lo que le gustaría o no al otro. Con una confianza insuficiente para atreverse a formular sus preguntas en palabras; en cambio, utilizaban leves sonidos guturales para indicar qué era lo que funcionaba bien y lo que tal vez debiera mejorarse. Pero, la segunda vez, fue mucho mejor. La tercera, totalmente aceptable. La cuarta, excelente y la quinta, increíble. Se durmieron acurrucados uno contra otro, y lo último que sintió Erica antes de dormirse fue el brazo de Patrik rodeándole el pecho y sus dedos trenzados con los de ella. Se durmió con una sonrisa en los labios.

L
a cabeza estaba a punto de estallarle. Tenía la boca tan seca que la lengua se le quedaba pegada al paladar, pero en algún momento anterior debió de tener saliva, pues sentía en la mejilla la mancha húmeda del almohadón. Tenía la sensación de que algo lo estuviese obligando a mantener los párpados cerrados, oponiéndose a su deseo de abrir los ojos. Pero, tras un par de intentos, lo logró.

Ante él había una aparición. También Erica estaba tumbada sobre el costado, vuelta hacia él, con el rubio cabello alborotado en torno al rostro. Su respiración lenta y profunda indicaba que aún dormía. Lo más probable es que estuviese soñando, pues le aleteaban las pestañas y los párpados se estremecían levemente de vez en cuando. Patrik pensó que podría quedarse allí contemplándola eternamente sin cansarse. Toda la vida, si era necesario. Erica se sobresaltó entre sueños, pero su respiración recobró enseguida su ritmo acompasado. Era verdad que era como montar en bicicleta. Pero él no se refería sólo al acto en sí, sino también a la sensación de amar a una mujer. En los días y las noches más aciagos, siempre pensó que sería imposible volver a sentir aquello una vez más. Y ahora se le antojaba imposible
no
sentirlo.

Erica se movió inquieta y Patrik observó que estaba a punto de despertar. También ella luchó un poco por abrir los ojos, hasta que lo consiguió. Una vez más, Patrik se sorprendió ante la intensidad de su azul.

—Buenos días, dormilona.

—Buenos días.

La sonrisa que iluminó el semblante de Erica lo hizo sentirse como un millonario.

—¿Has dormido bien?

Patrik miró las cifras iluminadas del despertador.

—Sí, las dos horas que he dormido han sido un placer. Aunque las horas de vigilia lo fueron aún más.

Erica volvió a sonreír por toda respuesta.

Patrik sospechaba que le apestaría el aliento, pero no pudo resistir la tentación de acercarse a besarla. El beso se prolongó y duró una hora que pasó en un suspiro. Después, Erica se quedó tumbada sobre su brazo izquierdo dibujándole círculos en el pecho. Lo miró, antes de preguntar:

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