La princesa de hielo (34 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: La princesa de hielo
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—Esta pareja increíblemente desigual mantenía una relación sexual, según el propio Anders admitió y a la luz de ciertas pruebas que, como sabéis, obran en nuestro poder y que corroboran tal afirmación. Lo que no sabemos es cuánto tiempo duró, cómo se conocieron y, ante todo, cómo fue posible que una mujer rica y hermosa eligiese a un compañero de cama tan sorprendente como ese sucio borracho sin clase ninguna. Ahí me huelo yo que se oculta algo.

Mellberg se golpeó un par de veces el lateral de su voluminosa nariz plagada de rojos capilares.

—Martin, tú te encargarás de investigar más a fondo ese asunto. Ante todo, debes arremeter contra Henrik Wijkner con más dureza de la que hemos empleado hasta ahora. Ese muchacho sabe más de lo que nos ha dicho. Recuerda mis palabras.

Martin asintió ansioso anotando en su bloc como si le fuese la vida en ello. Annika le lanzó una mirada tierna y maternal por encima de sus gafas de lectura.

—Por desgracia, esto nos lleva a la casilla número uno en lo que a sospechosos del asesinato de Alex se refiere. Anders parecía prometer para ese papel y, bueno, ahora la situación es distinta. Patrik, tú revisarás de nuevo todo el material que tenemos sobre el caso Wijkner. Comprueba y verifica todos los detalles. En alguna parte debe de estar la pista que se nos ha escapado.

Mellberg había oído aquella frase en una serie policíaca de televisión y la había memorizado para usos futuros.

Gösta era el único que no tenía asignado ningún cometido de trabajo, de modo que Mellberg miró la pizarra y se tomó unos minutos para reflexionar.

—Gösta, tú hablarás con la familia de Alex Wijkner. Puede que sepan algo que no nos han contado. Pregúntales por amigos y enemigos, por su infancia, su personalidad, todo, cualquier cosa. Habla con los padres y con la hermana, pero procura hacerlo por separado. La experiencia me dice que así se le saca más a la gente. Ponte de acuerdo con Molin, que es el que hablará con el marido.

Gösta se hundió bajo el peso de la carga de un cometido concreto y suspiró con resignación. No porque aquello fuese a quitarle tiempo para jugar al golf, ya que estaban en pleno invierno, pero durante los últimos años había perdido la costumbre de tener que cumplir ningún objetivo laboral real. Había perfeccionado el arte de parecer ocupado mientras hacía solitarios en el ordenador para matar el tiempo. La carga que suponía tener que mostrar unos resultados concretos doblegaba sus hombros. Se acabó la paz. Lo más probable era que ni siquiera les pagasen las horas extra. Se daría por satisfecho con que le compensasen el gasto de gasolina de los viajes de ida y vuelta de Gotemburgo.

Mellberg dio una palmada antes de apremiarlos a que pusiesen manos a la obra.

—Venga, poneos en marcha. No podemos quedarnos sentados si queremos resolver esto. Doy por hecho que trabajaréis más que nunca y, por lo que se refiere al tiempo libre, ya podréis dedicaros a él cuando hayamos resuelto el caso. Hasta entonces, yo seré el amo de vuestras horas y dispondré de ellas como quiera. Vamos.

Puede que alguien tuviese algo en contra de que lo echasen de allí como a un niño perezoso, pero nadie dijo una palabra al respecto. Al contrario, todos se levantaron y tomaron las sillas que habían ocupado hasta el momento en una mano y el bloc y el bolígrafo en la otra. Tan sólo Ernst Lundgren se quedó rezagado. Pero, en contra de lo habitual, Mellberg no estaba receptivo a las lisonjas y lo despachó también a él.

Había sido un día enriquecedor. Claro que el que su principal candidato como sospechoso del asesinato de Wijkner resultase un callejón sin salida suponía un borrón en su hoja de servicios, pero el hecho de que uno más uno diese como resultado mucho más de dos lo compensaba con creces. Un asesinato era un suceso, dos asesinatos eran una noticia sensacional para un distrito tan pequeño. Si, hasta el momento, estaba seguro de obtener un billete de ida al centro de los sucesos tan pronto como hubiese resuelto el caso Wijkner, ahora tenía le certeza más absoluta de que, ante una perfecta resolución global de los asesinatos, le rogarían y suplicarían que volviese.

Con tan halagüeñas perspectivas de futuro a su alcance, Bertil Mellberg se retrepó en la silla, extendió el brazo como solía hacia el tercer cajón, sacó una chocolatina y se la metió entera en la boca. Luego, con las manos cruzadas apoyadas en la nuca, cerró los ojos y decidió que se había ganado un sueñecito. Después de todo, ya era casi la hora del almuerzo.

H
abía intentado dormir un par de horas, desde que se fue Patrik. Pero le costaba conciliar el sueño. El torbellino de sentimientos que luchaban por prevalecer en su pecho la obligaba a revolverse en la cama con una sonrisa pertinaz que le hacía estirar la comisura de los labios. Debería ser delito sentirse así de feliz. La sensación de bienestar era tan intensa que no sabía qué hacer consigo misma. Se tumbó de lado, con la mejilla derecha apoyada en las manos.

Todo le parecía estupendo. El asesinato de Alex, el libro que su editor esperaba impaciente y al que no conseguía imprimirle ritmo, el dolor por la muerte de sus padres y, cómo no, por la venta de su casa de la infancia, todo le parecía ahora más fácil de sobrellevar. No porque los problemas hubiesen desaparecido, sino porque por primera vez tenía el convencimiento de que su mundo no estaba a punto de desbordarse y de que podía enfrentarse a cualquier dificultad que se le presentase en el camino.

Y pensar que un solo día, veinticuatro simples horas, pudiese marcar tal diferencia. Ayer, a la misma hora, se despertó con el pecho encogido. Despertó a una soledad que no se veía capaz de ignorar. Ahora, en cambio, casi podía sentir físicamente las caricias de Patrik sobre su piel. Físicamente no era, en realidad, la palabra más precisa, o más bien era una palabra demasiado limitada.

Todo su ser sentía que el estado de pareja había venido a sustituir a su soledad y que el silencio del dormitorio, que antes se le antojaba amenazador e infinito, era ahora indicio de sosiego. Por supuesto que ya lo echaba de menos, pero la tranquilizaba la certeza de que, donde quiera que él estuviese, la tenía en su pensamiento.

Erica se imaginó con un cepillo de barrer mental con el que retiraba las antiguas telarañas de los rincones y el polvo que se había acumulado sobre su razón. Pero la nueva clarividencia también la hacía reparar en la imposibilidad de rehuir aquello a lo que llevaba días dándole vueltas.

Desde que la verdad sobre quién era el padre del hijo que Alex esperaba se le evidenció como un mensaje a fuego grabado en el cielo, había temido el enfrentamiento a que aquello la conduciría. Y seguía sin verse muy animada, pero la renovada energía que la invadía la capacitaba para abordar el problema en lugar de postergarlo, como había hecho hasta el momento. Sabía lo que tenía que hacer.

Se quedó un buen rato bajo la ducha de agua hirviente. Todo parecía ofrecerle un nuevo comienzo aquella mañana y deseaba emprenderlo con limpieza. Después de la ducha le echó un vistazo al termómetro, se abrigó bien y elevó una plegaria para que el coche arrancase, pese al frío. Y así fue, al primer intento.

Mientras conducía, Erica fue pensando cómo sacaría el tema en la conversación. Practicó un par de introducciones, a cual más patética, y al final resolvió que lo mejor sería improvisar. No tenía ninguna prueba contundente, pero el nudo en el estómago le decía que estaba en lo cierto. Por una fracción de segundo se planteó llamar a Patrik para contarle sus sospechas, pero enseguida desechó la idea, convencida de que debía comprobarlo antes ella misma. Había demasiadas cosas en juego.

El camino hasta su destino no era largo, pero a ella se le hizo eterno. Cuando por fin entró en el aparcamiento que había al pie del hotel Badhotellet, vio que Dan la saludaba sonriente desde el barco. Tal y como suponía, allí estaba. Erica le devolvió el saludo, pero no la sonrisa. Cerró el coche y, con las manos en los bolsillos de su anorak marrón claro, fue descendiendo hasta el barco de Dan. Hacía un día brumoso y gris, pero el aire era fresco, así que respiró hondo un par de veces para disipar las últimas nubes que, en su cabeza, había originado el abundante vino del día anterior.

—Hola, Erica.

—Hola.

Dan siguió trabajando en su barco, aunque parecía contento de tener compañía. Erica miró algo nerviosa a su alrededor, por si veía a Pernilla, pues aún le preocupaba el modo en que la esposa de Dan la había mirado la última vez. Aunque, a la luz de la verdad, ahora la comprendía mucho mejor.

Por primera vez, Erica se dio cuenta de lo hermoso que era el viejo pesquero. Dan lo había heredado de su padre y lo había cuidado con mucho cariño. Llevaba la pesca en la sangre y lo apesadumbraba que ya no se pudiese vivir de ella. Cierto que le gustaba su papel de maestro en la escuela de Tanum, pero la pesca era su verdadera vocación. Siempre tenía a punto una sonrisa cuando trajinaba en el barco. No le importaba trabajar duro y combatía el frío del invierno con la ropa adecuada. Se echó al hombro un pesado rollo de cuerda antes de volverse hacia Erica:

—¿Qué pasa hoy? ¿Cómo es que vienes sin comida? ¿No habrás pensado convertirlo en una costumbre?

Un mechón de su rubio flequillo asomaba por el gorro de lana mientras grande y fuerte, como una columna de piedra maciza, miraba a Erica. Emanaba fuerza y alegría y a ella le dolió pensar que estaba a punto de quebrar su contento. Pero sabía que, si no lo hacía ella, lo haría otra persona. En el peor de los casos, la policía. E intentó convencerse de que, en realidad, aunque estaba a punto de acceder a una zona gris de sentimientos, le haría un favor. La razón principal era que ella quería saber la verdad. Necesitaba saberla.

Dan llevó el rollo de cuerda hasta la proa, lo dejó en la cubierta y volvió junto a Erica, que estaba en la popa apoyada en la falca del barco.

Erica tenía la mirada perdida en el horizonte. «Compré mi amor por dinero, no tenía otra opción.»

Dan sonrió y completó la estrofa: «Canta dulcemente, violín mío, canta, pese a todo, al amor.»

Erica no sonreía.

—¿Sigue siendo Fröding tu poeta favorito?

—Siempre lo ha sido y siempre lo será. Los alumnos me dicen que están hartos de Fröding, pero yo opino que es imposible hartarse de sus poemas.

—Sí, yo aún conservo la antología que me regalaste cuando salíamos juntos.

Ahora Dan estaba de espaldas, pues había ido a cambiar de sitio unas banastas de redes que estaban en la falca opuesta. Ella siguió imperturbable.

—¿Sueles regalar un ejemplar como ese a tus novias?

Dan interrumpió súbitamente su quehacer y se volvió hacia Erica con expresión de desconcierto.

—¿A qué te refieres? Te lo regalé a ti y, bueno, también se lo regalé a Pernilla, aunque dudo mucho que se haya molestado en leerlo nunca.

Erica vio que se ponía nervioso, pero, decidida, se aferró con las manos enguantadas a la falca sobre la que apoyaba la espalda y lo miró fijamente a los ojos.

—¿Y a Alex? ¿Le diste uno a ella también?

El rostro de Dan adquirió el color de la nieve que cubría el hielo a su espalda, pero Erica creyó atisbar también una expresión de alivio que desapareció enseguida.

—¿Qué dices? ¿Alex?

Aún no parecía preparado para capitular.

—La última vez que nos vimos te conté que había estado en casa de Alex una noche de la semana pasada. Lo que no te conté fue que alguien entró mientras yo estaba allí. Alguien que subió derecho a recoger algo del dormitorio. Al principio no caía en lo que era, pero cuando comprobé en el teléfono cuál había sido el último número marcado por Alex y vi que era el de tu móvil supe enseguida qué faltaba en la habitación. Y es que yo tengo una antología idéntica en mi casa.

Dan guardaba silencio, de modo que Erica continuó:

—No fue nada difícil imaginar por qué nadie iba a tomarse la molestia de entrar en casa de Alex sólo para robar algo tan insignificante como una antología poética. Seguro que tenía escrita una dedicatoria, ¿verdad? Y esa dedicatoria señalaría directamente al amante de Alex.

—«Con todo mi amor, te entrego aquí mi pasión. Dan.»

Dan repitió aquellas palabras con la voz preñada de sentimiento. Ahora era su mirada la que se perdía en el horizonte. Se sentó súbitamente sobre una banasta que había en la cubierta y se quitó de un tirón el gorro de lana. Tenía el cabello indómito y revuelto y se pasó la mano para aplacarlo. Después, miró a Erica cara a cara.

—No podía dejar que se supiese. Nuestra relación era una locura. Una locura intensa y destructiva. Nada que pudiésemos dar a conocer para que colisionase con nuestras vidas reales. Ambos sabíamos que aquello debía terminar.

—¿Teníais pensado veros el viernes que murió?

El rostro de Dan se tensó al recordarlo. Desde que Alex murió, debió de pensar mil veces en lo que habría ocurrido si él hubiese acudido a la cita. Quizá ella seguiría viva.

—Sí, íbamos a vernos la tarde del viernes. Pernilla iba a Munkedal con los niños, a visitar a su hermana. Yo me inventé una excusa, dije que no me sentía muy animado y que prefería quedarme en casa.

—Pero Pernilla no se fue, ¿verdad?

Tras un largo silencio, respondió:

—Sí. Sí que se fue, pero yo me quedé en casa. Apagué el móvil, pues sabía que no se atrevería a llamar al fijo. Me quedé en casa por cobardía. Sabía que no sería capaz de mirarla a los ojos y decirle que lo nuestro había terminado. Aunque estaba convencido de que ella también lo comprendía, que debía terminar tarde o temprano, no me atreví a ser quien diese el primer paso. Pensé que si me iba apartando poco a poco, ella terminaría por aburrirse y rompería conmigo. Muy masculino, ¿a que sí?

Erica sabía que aún le quedaba lo más duro, pero tenía que seguir adelante. Era mejor que lo supiese por ella.

—Ya, bueno, es sólo que ella no comprendía en absoluto que lo vuestro tenía que acabarse. Ella pensaba que juntos teníais futuro. Un futuro en el que tú dejabas a tu familia y ella dejaba a Henrik y los dos vivíais felices el resto de vuestras vidas.

Dan parecía hundirse con cada palabra; y aún faltaba lo peor.

—Dan, estaba embarazada. De ti. Lo más probable es que planease contártelo aquella noche del viernes. Había preparado una cena exquisita y había puesto a enfriar una botella de champán.

Dan no era capaz de mirarla a la cara. Intentaba fijar la vista en algún punto exterior, remoto, pero las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y todo se turbó en una neblina. El llanto manaba desde muy hondo y las lágrimas discurrían ya abundantes por sus mejillas. Y siguió creciendo hasta convertirse en un llanto convulso que lo obligaba a secarse la nariz con los guantes. Finalmente se rindió, abandonó su intento de limpiarse el llanto y ocultó la cabeza entre las dos manos.

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