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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (38 page)

BOOK: La princesa de hielo
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—¿Me disculpas si fumo?

No esperaba ninguna respuesta; y Patrik tampoco se la dio.

—Te aseguro que no comprendo eso que dices de que Anders llamaba aquí. De todos modos, yo no he hablado con él y creo que puedo responder por mi esposa. No, eso sí que es extraño.

Dio una honda calada del cigarro y se retrepó en el sofá, con el brazo indolentemente apoyado en los cojines.

Patrik no decía nada. De nuevo, según su experiencia, el mejor modo de conseguir que la gente dijese más de lo que tenía pensado decir era quedarse callado. Por lo general, sentían la necesidad de llenar un silencio que se prolongase demasiado, y Patrik dominaba aquel juego. Así que esperó.

—Pero, fíjate, creo que ya sé lo que pasó.

Jan se inclinó hacia delante agitando el cigarro, como animado.

—Alguien ha estado llamando hasta que saltaba el contestador, pero sin decir nada. Sólo se oía la respiración. Y, en alguna que otra ocasión, cuando yo mismo respondía, no parecía haber nadie al otro lado del hilo telefónico. Debía de ser Anders, que se había enterado de nuestro número.

—¿Y por qué iba a llamaros?

—¿Qué sé yo? —preguntó Jan a su vez, abriendo los brazos en gesto impotente—. Envidia, tal vez. Nosotros tenemos dinero y eso les molesta a muchos. La gente como Anders tiende a culpar de su desgracia a los demás y, mejor aún, a aquellos que, a diferencia de ellos mismos, han logrado algo en su vida.

A Patrik no le sonaba como un argumento sólido. Resultaría difícil rebatir lo que decía Jan, pero ni por un instante creyó que ésa fuese la razón.

—Supongo que no habrás conservado ninguna de las conversaciones que decías quedaban grabadas en la cinta del contestador, ¿verdad?

—Por desgracia, no.

Jan arrugó la frente para demostrar que lo sentía.

—Hay otros mensajes grabados encima. Lo siento, me gustaría haber podido ser de más utilidad. Pero ni que decir tiene que, si vuelve a llamar, guardaré la cinta.

—Puedes estar seguro de que Anders no volverá a llamaros.

—¿Ah sí? Y, ¿por qué?

Patrik no supo discernir entre la autenticidad o la falsedad de su expresión de curiosidad.

—Porque lo hemos encontrado muerto, asesinado.

Un poco de ceniza del puro cayó sobre la rodilla de Jan.

—¿Que han asesinado a Anders?

—Así es. Lo encontraron esta mañana.

Patrik estudiaba a Jan con la mirada. Si pudiese oír lo que pasaba en aquel momento por la cabeza de Jan… ¡Qué fácil sería todo entonces! ¿Era sincera su sorpresa o tenía ante sí a un excelente actor?

—¿Se trata del mismo hombre que mató a Alex?

—Aún es demasiado pronto para afirmarlo —todavía no quería soltar del todo a Jan—. En fin, que estás completamente seguro de que no conocías ni a Alex Wijkner ni a Anders Nilsson, ¿no es así?

—Has de saber que miro mucho con quién me relaciono y con quién no. Los conozco de vista, nada más.

Jan había recuperado su yo sonriente y flemático.

Patrik decidió probar con otra línea en sus preguntas.

—En casa de Alex Wijkner hallamos el recorte de un artículo que ella tenía guardado; trataba sobre la desaparición de tu hermano. ¿Sabrías decirme por qué tendría ella interés en conservar un artículo sobre ese asunto?

Jan alzó los brazos una vez más, con los ojos muy abiertos, indicando que le era totalmente incomprensible.

—Bueno, fue el gran tema de conversación en Fjällbacka hace ya muchos años. Tal vez conservara el artículo por puro interés por un suceso extraño.

—Tal vez. Y tú, ¿qué opinas de aquella desaparición? Como sabrás, circulan todo tipo de teorías al respecto.

—Bueno, pues yo creo que Nils vive la vida en algún país de clima cálido. Mi madre, en cambio, está convencida de que sufrió un accidente.

—¿Teníais buena relación?

—No, no puede decirse que así fuese. Nils era mucho mayor que yo y tampoco creo que le entusiasmase la idea de tener un hermanastro con el que compartir las atenciones de su madre. Pero tampoco nos llevábamos mal. Éramos más bien indiferentes el uno con el otro.

—Nelly te adoptó formalmente después de la desaparición de Nils, ¿no es cierto?

—Exacto. Un año más tarde, aproximadamente.

—Y aparejado a la adopción, iba la mitad del reino.

—Sí, podría decirse que sí.

Quedaba ya muy poco del cigarro puro y Jan estaba a punto de quemarse, así que lo aplastó bruscamente en un ostentoso cenicero.

—No es agradable pensar que fue a costa de otra persona, pero creo poder afirmar que me he ganado mi parte a lo largo de los años. Cuando tomé las riendas de la fábrica de conservas, íbamos cuesta arriba, pero yo reestructuré la actividad desde la base y ahora exportamos conservas de pescado y mariscos a todo el mundo, a Estados Unidos, Australia, Sudamérica…

—¿Qué te hace pensar que Nils huyó al extranjero?

—En realidad, no debería contártelo, pero justo antes de la desaparición de Nils, desapareció también una buena cantidad de dinero de la fábrica. Además, faltaba alguna ropa, una maleta y su pasaporte.

—¿Por qué no se denunció a la policía la desaparición del dinero?

—Mi madre se negó. Insistía en que debía de tratarse de un error, que Nils no habría sido capaz de algo así. Las madres, ya se sabe. Su trabajo consiste en creer sólo bondades de sus hijos.

Encendió otro cigarro. A Patrik le parecía que empezaba a haber demasiado humo en aquella habitación tan pequeña, pero no dijo nada.

—Por cierto, ¿no quieres uno? Son cubanos. Liados a mano.

—No, gracias. No fumo.

—Lástima. No sabes lo que te pierdes.

Jan observó su cigarro con fruición.

—Leí en nuestros archivos el informe sobre el incendio que acabó con la vida de tus padres. Debió de ser muy duro. ¿Cuántos años tenías, nueve, diez?

—Tenía diez años. Y tienes razón. Fue muy duro. Pero tuve suerte. La mayoría de los que se quedan huérfanos no va a parar a una familia como los Lorentz.

A Patrik le pareció un tanto falto de gusto hablar de suerte en ese contexto.

—Por lo que deduje, se sospechaba que el incendio fue provocado. ¿Llegó a saberse algo más?

—No, ya has leído los informes, ¿no? La policía nunca logró averiguar nada más. Personalmente, creo que mi padre estaba fumando en la cama, como siempre, y se durmió.

Por primera vez a lo largo de la conversación, dio muestras de impaciencia.

—¿Me permites que te pregunte qué tiene eso que ver con los asesinatos? Ya te he dicho que no conocía a ninguna de las víctimas y no alcanzo a comprender lo que tiene que ver con todo esto mi triste infancia.

—Verás, en estos momentos, estamos investigando cualquier pista, por insignificante que sea. Las llamadas de teléfono que os hizo Anders me llevaron a indagar en ese asunto. Pero no parece conducir a ninguna parte. Disculpa si te he robado tu tiempo inútilmente.

Patrik se levantó y le tendió la mano. Jan también se levantó, pero dejó el cigarro en el cenicero antes de estrechársela.

—No importa, de verdad. Ha sido un placer conocerte.

Menudo adulador, pensó Patrik mientras lo seguía escalera arriba, pisándole los talones. El contraste con el elegante piso de arriba era muy llamativo. Lástima que no le hubiesen dado el número de teléfono del decorador de Nelly a la mujer de Jan.

Dio las gracias y salió de la casa con la sensación de haber perdido más que ganado. Por un lado, tenía la sensación de haber visto en Jan algo cuyo significado debería haber comprendido. Algo que llamaba la atención en la magnificencia de su despacho. Por otro, había algo en Jan Lorentz que no terminaba de encajar. Patrik volvió a su idea inicial. Aquel tipo era demasiado perfecto.

E
ran cerca de las siete y la nevada había arreciado considerablemente cuando Patrik llegó por fin a la puerta de la casa de Erica. La joven se sorprendió ante la intensidad de su reacción al verlo y lo natural que resultó el gesto de rodearlo con sus brazos y acurrucarse contra su pecho. Patrik dejó dos bolsas del supermercado ICA en el suelo del vestíbulo y respondió a su abrazo con otro cálido y prolongado.

—Te he echado de menos.

—Yo también.

Se besaron con ternura. Al cabo de un rato, el estómago de Patrik empezó a rugir de tal modo que ambos aceptaron el reto de llevar las bolsas a la cocina. Había comprado demasiada comida, pero Erica guardó en el frigorífico lo que no iban a consumir. Mientras preparaban la cena, y como por un acuerdo tácito, no hablaron de los sucesos del día. Una vez que hubieron saciado sus estómagos y, satisfechos, descansaban sentados a la mesa, Patrik le contó lo ocurrido.

—Anders Nilsson ha muerto. Lo encontraron esta mañana en su apartamento.

—¿Lo encontraste tú?

—No, pero por pocos minutos.

—¿Cómo murió?

Patrik vaciló un instante.

—Lo ahorcaron.

—¿Que lo ahorcaron? ¿Quieres decir que ha muerto asesinado?

Erica no podía ocultar su excitación.

—¿Por la misma persona que mató a Alex?

Patrik pensó cuántas veces había oído hoy aquella pregunta. Claro que, sin duda, era una cuestión vital.

—Eso creemos.

—¿Tenéis alguna otra pista? ¿Alguien ha visto algo? ¿Habéis dado con algún dato concreto que relacione los dos asesinatos?

—Eh, para el carro —dijo Patrik con las dos manos en alto—. No puedo decir más. Además, podemos hablar de un tema más agradable. Por ejemplo, ¿cómo te ha ido a ti el día?

Erica exhibió una media sonrisa. Si él supiera que su día no había sido mucho más agradable… Pero no podía contárselo. Tenía que dejar que fuese el propio Dan quien lo hiciese.

—Estuve durmiendo hasta muy tarde y me he pasado la mayor parte del día escribiendo. Mucho menos interesante que el tuyo.

Sus manos se habían buscado durante la conversación y sus dedos jugueteaban ahora entrelazados sobre la mesa. Los hacía sentirse seguros, a gusto, estar allí sentados, juntos, mientras que la compacta oscuridad de la noche envolvía la casa. Los copos de nieve seguían cayendo enormes, como estrellas que se deslizasen desde el negro firmamento.

—Y también he estado pensando bastante en Anna y en la casa. El otro día, le colgué el teléfono y tengo remordimientos desde entonces. Tal vez haya sido una egoísta. Sólo he pensado en cómo la venta de la casa me afectaría a mí, en mi pérdida. Pero tampoco Anna lo tiene tan fácil. Intenta hacer lo mejor en su situación y, aunque yo creo que está equivocada, no lo hace por maldad. Cierto que a veces parece actuar de forma insensata e ingenua, pero siempre ha sido considerada y generosa y, últimamente, he pagado con ella mi dolor y mi decepción. Quién sabe si, pese a todo, no será lo mejor, vender la casa, empezar de nuevo. Incluso puedo comprarme aquí otra casa, aunque mucho más pequeña, con el dinero de la venta. Tal vez sea demasiado sentimental. Ya es hora de seguir adelante, de dejar de lamentarse por lo que podría haber tenido y alegrarme de lo que de hecho tengo.

Patrik comprendió que no hablaba sólo de la casa.

—¿Cómo fue el accidente? Bueno, si no te importa que te pregunte.

—No, tranquilo —aseguró, antes de respirar hondo para continuar—. Estuvieron en Strömstad, en casa de mi tía. Era de noche y había llovido, así que el frío convirtió la carretera en una pista de patinaje. Mi padre siempre conducía despacio y con precaución, pero creen que algún animal se les cruzó ante el coche. Al parecer, él hizo un giro brusco con el volante, el coche patinó y fue a estrellarse contra un árbol que había a un lado de la carretera. Lo más probable es que muriesen en el acto. O, al menos, eso es lo que nos dijeron a Anna y a mí. Claro que cualquiera sabe si es verdad.

Una lágrima se abrió camino por su mejilla y Patrik se inclinó para secarla. La tomó por la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.

—Si no fuese verdad, no os lo habrían dicho. Estoy seguro de que no sufrieron, Erica. Seguro.

Ella asintió sin decir nada. Confiaba en lo que él le decía y sintió como si acabasen de quitarle el gran peso que oprimía su pecho. El coche de sus padres había ardido y ella pasó muchas noches de insomnio horrorizada ante la idea de que hubiesen estado vivos el tiempo suficiente como para sentir cómo el fuego los devoraba. Las palabras de Patrik ahuyentaron sus temores y, por primera vez desde entonces, sintió una especie de paz al pensar en el accidente que mató a sus padres. El dolor seguía presente, pero la angustia había desaparecido. Patrik retiró con el pulgar unas lágrimas que discurrían por su mejilla.

—Pobre Erica. Pobre Erica.

Ella le tomó la mano y la posó sobre su mejilla.

—Nada de pobre, Patrik. De hecho, nunca he sido tan feliz como ahora, en este instante. Es curioso. Me siento tan increíblemente segura contigo. No hay ni rastro de la inseguridad que suele acosarnos al principio de una relación. ¿Tú a qué crees que se debe?

—Yo creo que se debe a que estamos hechos el uno para el otro.

Erica se sonrojó ante lo profundo de sus palabras. Pero no podía más que admitir que ella pensaba lo mismo. Era como llegar a casa.

Como si les hubiesen dado una señal, se levantaron de la mesa, dejaron los platos donde estaban y subieron al dormitorio fuertemente abrazados.

R
esultaba extraño ocupar de nuevo la antigua habitación de cuando era niña. En especial, porque su gusto había cambiado con la edad, pero el dormitorio seguía siendo el mismo. Mucho rosa y mucho encaje, y eso a ella ya no le iba.

Julia estaba tendida boca arriba sobre su estrecha cama de la niñez con la mirada clavada en el techo y las manos cruzadas sobre el vientre. Todo se estaba derrumbando. Toda su vida se desmoronaba a su alrededor hecha añicos. Era como si se hubiese pasado la vida en el laberinto de los espejos, donde nada era lo que parecía. Ignoraba qué pasaría con sus estudios. Había perdido de golpe todo su entusiasmo y, ahora, seguían el trimestre sin ella. No porque creyese que nadie iba a notar su ausencia. Nunca le había resultado fácil hacer amigos.

Por lo que a ella tocaba, podría quedarse allí, en su habitación rosa, mirando el techo hasta hacerse vieja. Birgit y Karl-Erik no se atreverían a hacer otra cosa más que dejarla estar. Podría vivir de ellos el resto de su vida, si fuese preciso. Sus remordimientos les harían abrir la cartera para siempre.

Era como si anduviese moviéndose por el agua. Todos sus movimientos eran pesados y dificultosos y los sonidos le llegaban como a través de un filtro. Al principio no era así. Al principio, se sentía llena de legítima ira y de un odio tan intenso que la llenaba de espanto. Y aún seguía odiando, pero no con energía, sino con resignación. Estaba tan acostumbrada a despreciarse a sí misma que era capaz de sentir, físicamente, cómo su odio cambiaba de dirección, cómo en lugar de dirigirse hacia fuera se volvía hacia dentro, cavando profundos abismos en su pecho. Es difícil abandonar las viejas costumbres. Y ella había practicado el arte de odiarse a sí misma hasta la perfección.

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