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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (28 page)

BOOK: La princesa de hielo
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—Bueno, aunque eso fue mucho antes de que tú nacieras.

Erica siguió sonsacándole.

—Yo también estuve trabajando los veranos en la fábrica de conservas, cuando era estudiante.

Las respuestas seguían surgiendo a regañadientes y Julia sólo dejaba de morderse las uñas para hablar.

—Pues dio la impresión de que os lleváis muy bien.

—Sí, supongo que Nelly ve en mí algo que ninguna otra persona es capaz de ver.

Dijo aquellas palabras con una sonrisa amarga y contenida. Erica sintió, de pronto, una gran simpatía por Julia. Su vida de patito feo debía de ser muy dura. No dijo nada y, tras unos minutos, el silencio obligó a Julia a continuar.

—Siempre pasábamos los veranos aquí y, cuando terminé tercero de secundaria, Nelly llamó a mi padre y le preguntó si no me gustaría ganarme un dinero extra trabajando en la oficina. Estaba claro que no podía perder la oportunidad y, a partir de entonces, trabajé para ellos todos los veranos, hasta que empecé magisterio.

Erica comprendió que aquella respuesta omitía la mayor parte de la información. No podía ser de otro modo. Pero también comprendió que no le sacaría a Julia mucho más acerca de su relación con Nelly. Volvieron al sofá de mimbre del porche y tomaron en silencio unos sorbos de café. Ambas miraban absortas la capa de hielo que se extendía hasta el horizonte.

—Para ti debió de ser muy duro que mis padres se mudasen con Alex.

Fue Julia quien tomó la palabra en primer lugar.

—Sí y no. Para entonces, ya no jugábamos nunca juntas así que, no fue agradable, pero tampoco tan dramático como lo habría sido cuando era mi mejor amiga.

—¿Qué pasó? ¿Por qué dejasteis de salir juntas?

—Si yo lo supiera…

A Erica le sorprendió que aún le doliese recordarlo. Que aún sintiese con tanta intensidad la pérdida de la amistad de Alex. Habían pasado ya tantos años de aquello y lo normal era precisamente que las amigas de la infancia se separasen al crecer. Ella sospechaba que tal vez lo sentía así porque no tuvieron oportunidad de despedirse y nunca le explicaron por qué se habían marchado. No habían discutido por nada, Alex no la dejó por otra amiga, no se dio ninguna de las circunstancias que suelen concurrir para que termine una amistad. Simplemente, Alex se retiró detrás de un muro de indiferencia antes de desaparecer sin decir una palabra.

—¿Os peleasteis por algo?

—No. Al menos, no que yo sepa. Alex perdió su interés en nuestra relación, sencillamente. Dejó de llamarme y de quedar conmigo. Y si le proponía algo, no me decía que no, pero yo notaba que no tenía el menor interés. Así que al final dejé de contar con ella.

—¿Hizo nuevos amigos con los que empezó a salir?

Erica no sabía por qué Julia le hacía todas aquellas preguntas sobre su relación con Alex, pero no tenía ningún inconveniente en refrescar su memoria. Incluso podía servirle para el libro.

—No, nunca la vi salir con nadie más. Y en el colegio también iba siempre sola. Y aun así…

—¿Qué?

Julia se le acercó interesada.

—Pues yo tenía la sensación de que había alguien. Pero puedo estar equivocada. Era sólo una sensación.

Julia asintió pensativa y a Erica le dio la impresión de que acababa de confirmarle algo que ella ya sabía.

—Disculpa mi pregunta, pero ¿por qué quieres saber todo eso sobre la época en que Alex y yo éramos pequeñas?

Julia evitó mirarla a los ojos y respondió evasiva:

—Ella era mucho mayor que yo y, cuando yo nací, ya se había marchado al extranjero. Además, éramos muy distintas. Tengo la sensación de que no llegué a conocerla de verdad. Y ahora ya es demasiado tarde. Busqué en casa por ver si encontraba alguna foto suya, pero apenas si tenemos. Y entonces me acordé de ti.

Erica pensó que la respuesta de Julia contenía tan poca verdad que tal vez pudiese incluso calificarse de mentira, pero se dio por satisfecha.

—En fin, ya es hora de que me vaya. Gracias por el café.

Julia se levantó bruscamente y fue a dejar la taza en el fregadero. De repente, parecía tener mucha prisa por marcharse. Erica la acompañó hasta la puerta.

—Gracias por enseñarme las fotos. Era muy importante para mí.

Dicho esto, se marchó.

Erica se quedó un buen rato en la puerta viendo cómo se alejaba. Una figura gris y amorfa que caminaba a buen paso hacia la calle, protegiéndose con los brazos del intenso frío. Erica cerró la puerta despacio y entró a calentarse.

H
acía mucho tiempo que no se sentía tan nervioso. Lo que experimentaba en la boca del estómago era una sensación maravillosa y horrenda a un tiempo.

La montaña crecía sobre la cama a medida que se iba probando ropa. Toda le parecía demasiado anticuada, demasiado deportiva, demasiado festiva, demasiado cursi o, simplemente, demasiado fea. Además, la mayor parte de los pantalones le quedaban justos de cintura. Con un suspiro, arrojó sobre el montón otro par de pantalones y se sentó en calzoncillos sobre el borde de la cama. Toda la expectación por la cena desapareció de golpe y, a cambio, sufrió un ataque de angustia normal y corriente. Tal vez fuese mejor llamar para cancelar la cita.

Patrik se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo con las manos cruzadas en la nuca. Aún conservaba la de matrimonio y, en un impulso sentimental, empezó a acariciar el lado de Karin. Hasta hacía poco, no había empezado a ocuparlo mientras dormía. En realidad, debería haber comprado una cama nueva tan pronto como ella se marchó, pero no había sido capaz de hacerlo.

Pese a todo el dolor que sintió cuando Karin lo abandonó, se había preguntado alguna que otra vez si era a ella a quien añoraba verdaderamente o si lo que echaba de menos era la ilusión del matrimonio como institución. Su padre había dejado a su madre por otra mujer cuando él tenía diez años y la consiguiente separación fue muy dolorosa, pues para hacerse daño sus padres lo utilizaron tanto a él como a su hermana pequeña Lotta. Entonces, se prometió a sí mismo que jamás sería infiel, pero ante todo que jamás, jamás nunca, se divorciaría. Si se casaba, sería para toda la vida. Así que cuando él y Karin se casaron hacía cinco años en la iglesia de Tanumshede, no dudó ni un instante de que lo hacían para siempre. Pero la vida rara vez resulta como uno se la plantea. Ella y Leif llevaban más de un año viéndose a sus espaldas cuando él los sorprendió. Una historia realmente clásica.

Un día que no se sentía bien llegó a casa un poco antes, y allí se los encontró, en el dormitorio. En la misma cama en la que él estaba ahora. Quizá fuese un masoquista, pues ¿cómo, si no, podía explicar que no se hubiese desecho ya de la cama? Aunque ahora ya era tarde. Ya no importaba lo más mínimo.

Se incorporó, dudando aún de si iría o no a casa de Erica. Quería ir. Y no quería. Un ataque de falta de confianza en sí mismo había arrasado con toda la excitación que había sentido a lo largo del día, bueno, de cada día de la semana. Pero ya era demasiado tarde para llamar y cancelar la cena, así que no tenía muchas opciones.

Cuando, por fin, encontró un par de chinos que le quedaban aceptables de cintura y se puso una camisa azul recién planchada, se animó un poco y empezó a alegrarse de nuevo ante la idea de la cena. Algo de espuma en el pelo alborotado y un gesto de «¡buena suerte!» a la imagen del espejo y ya estaba listo.

Sólo eran las siete y media, pero todo estaba oscuro y, aunque no nevaba mucho, la visibilidad no era muy buena cuando salió rumbo a Fjällbacka. Había tiempo suficiente para no tener que angustiarse. Por un instante, dejó de pensar en Erica para reflexionar sobre lo que había ocurrido en el trabajo los últimos días. A Mellberg no le había gustado que Patrik confirmase que la testigo, la vecina de Anders, pareciese tan segura de lo que decía y que Anders, por tanto, tuviese una coartada para las horas en cuestión. Patrik no reaccionó con el mismo grado de agresividad que Mellberg por ese motivo, pero no podía negar que sentía cierta desesperanza. Habían pasado ya tres semanas desde que encontraron a Alex y tenía la sensación de que no estaban más cerca de una solución que entonces.

Ahora se trataba de no perder el ánimo por completo, sino de tranquilizarse y empezar desde el principio. Todas las pistas, todas las declaraciones, debían estudiarse una vez más desde una nueva perspectiva. Patrik elaboró mentalmente una lista con los asuntos que debía abordar en el trabajo al día siguiente. Lo más importante era averiguar quién era el padre del hijo que esperaba Alex. Tenía que haber alguien en Fjällbacka que hubiese visto u oído algo sobre a quién veía los fines de semana. No porque estuviese fuera de toda duda que Henrik fuese el padre; y Anders también figuraba como posible candidato. Aunque, sin saber por qué, él no estaba muy convencido de que ella hubiese visto en Anders a un padre de familia ideal. Patrik pensaba que lo que Francine le había contado a Erica estaba muy próximo a la verdad. Había alguien en su vida que era muy importante. Alguien que tenía el suficiente peso como para que ella se alegrase de tener un hijo suyo. Lo que no había podido o querido hacer con su marido.

La relación sexual con Anders también era algo de lo que le gustaría saber más. ¿Qué hacía una mujer de la alta sociedad de Gotemburgo con un despojo borracho como Anders? Algo le decía que si descubría el modo en que se habían cruzado sus caminos hallaría también muchas de las respuestas que buscaba. Luego estaba lo del artículo sobre la desaparición de Nils Lorentz. Alex no era más que una niña en aquel entonces. ¿Por qué guardaba en un cajón de la cómoda un recorte de hacía veinticinco años? Eran tantos y tan enredados los hilos, que se sentía como ante una de esas imágenes de las que sólo se ven puntos, hasta que uno entrecierra los ojos del modo preciso para que aparezca de pronto con toda la claridad deseable. Pero no era capaz de encontrar la posición correcta para que los puntos desvelasen la imagen. En los momentos de flaqueza, se preguntaba si tendría, como policía, la habilidad suficiente como para llegar a verla un día. ¿Y si el asesino conseguía escapar por su incompetencia?

De repente, un ciervo cruzó trotando ante el coche y Patrik se vio bruscamente apartado de sus sombrías cavilaciones. Pisó a fondo el freno y logró evitar el cuarto trasero del animal por un par de centímetros. El coche patinó sobre el hielo de la calzada y no se detuvo hasta después de transcurridos unos segundos, largos y aterradores. Apoyó la cabeza sobre las manos, aún aferradas convulsamente al volante y aguardó hasta haber recuperado un pulso normal. Se quedó allí sentado un par de minutos y, después, reanudó el viaje a Fjällbacka, pero le llevó un par de kilómetros atreverse a cambiar el paso de tortuga por algo más de velocidad.

Cuando conducía por la pendiente de Sälvik, cubierta de arena, en dirección a la casa de Erica, iba con cinco minutos de retraso. Aparcó el coche detrás de la entrada al garaje y tomó la botella de vino que llevaba para regalarle. Respiró hondo y echó un último vistazo al peinado en el espejo retrovisor, antes de sentirse preparado.

El montón de ropa que inundaba la cama de Erica estaba en pie de igualdad con el de Patrik. Incluso podría decirse que lo superaba ligeramente. El armario empezaba a estar vacío y había varias perchas que tintineaban en la barra. Suspiró abatida. Nada le sentaba del todo bien. Los kilos extra que había ido engordando en las últimas semanas hacían que nada le quedase como ella quería. Aún lamentaba con amargura haberse pesado aquella mañana, y se maldecía por ello. Erica escrutó con mirada crítica la imagen que le devolvía el espejo.

El primer dilema se le presentó después de la ducha cuando, igual que su heroína favorita, Bridget Jones, se vio ante la elección de qué braguitas ponerse. ¿Debía elegir su precioso tanga de encaje, por si se presentaba la remota ocasión de que ella y Patrik acabasen en la cama? ¿O, por el contrario, sería más acertado ponerse esas bragas enormes y horrendas con sujeción para la tripa y el trasero, que incrementarían considerablemente las posibilidades de que Patrik y ella acabasen en la cama? Difícil elección. Sin embargo, teniendo en cuenta la envergadura de la tripa, resolvió por fin ponerse la variante más favorecedora. Y, sobre ellas, unas medias también con sujeción. En otras palabras, la artillería pesada.

Miró el reloj y comprendió que ya era hora de decidirse. Tras echar un vistazo al montón de ropa que había en la cama, sacó de debajo la primera prenda que se había probado. El negro la hacía más delgada y el clásico vestido por las rodillas, modelo recuperado del viejo estilo Jackie Kennedy, favorecía la figura. Las únicas joyas que se puso fueron unos pendientes de perlas y el reloj de pulsera y se dejó el pelo suelto. Se colocó ante el espejo de perfil y metió la tripa. Y sí, con ayuda de la combinación braguitas-faja, medias-faja y respiración contenida, su aspecto resultaba bastante aceptable. Así, tuvo que admitir que los kilos extra no eran tan perjudiciales. Podría vivir sin los que habían ido a parar a la tripa, pero el que se había distribuido por los pechos hacía que una hendidura bastante homogénea se dejase ver por el escote del vestido. Cierto que con la ayuda de un sujetador con relleno, pero esos remedios debían de ser de uso generalizado hoy en día. Además, el que ella llevaba había sido confeccionado según los últimos avances tecnológicos, con silicona en los cascos, lo que provocaba un balanceo del pecho muy similar al natural. Un magnífico exponente del éxito de la ciencia en el servicio al ser humano.

El estrés provocado por la sesión de prueba y los nervios habían hecho que empezasen a sudarle las axilas, así que volvió a lavarse con un suspiro de abatimiento. Casi veinte minutos le llevó conseguir un maquillaje perfecto y, cuando estuvo lista, se dio cuenta de que la decoración de su persona le había llevado más tiempo del deseable y de que debería haber empezado a ultimar la comida antes. Rápidamente, empezó a ordenar la habitación. Le habría llevado demasiado tiempo volver a colgar la ropa en las perchas, de modo que, simplemente, tomó el montón tal y como estaba y lo dejó caer en el suelo del armario antes de cerrar la puerta. Por si acaso, hizo la cama y echó una ojeada para comprobar que no se había dejado tiradas por el suelo ningunas bragas del revés. Un par de bragas sucias de la marca Sloggi podían hacer que cualquier hombre perdiese el apetito.

Con el corazón en un puño, se apresuró a la cocina, pero estaba tan estresada que se sentía aturdida, sin saber por dónde empezar.

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