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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (12 page)

BOOK: La princesa de hielo
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Erica volvió a sorprenderse al ver el aspecto tan cansado que tenía su hermana menor. Estaba más delgada que de costumbre y el traje negro que vestía le quedaba ancho de pecho y de cintura. Tenía ojeras y creyó adivinar un moretón bajo el maquillaje en el pómulo derecho. La ira y la impotencia de la situación la golpearon con toda su fuerza y miró a Lucas con encono. Él respondió tranquilo a su mirada. Había llegado directamente del trabajo y llevaba su uniforme habitual, traje gris grafito, camisa de un blanco reluciente y una corbata en brillante gris oscuro. Tenía aspecto de elegante hombre de mundo. Erica estaba segura de que habría muchas mujeres que lo encontrarían atractivo. Ella, en cambio, le veía un rasgo de crueldad que se extendía sobre las facciones como un filtro. Tenía el rostro anguloso, los pómulos y las mandíbulas salientes, acentuados por el cabello, siempre peinado hacia atrás desde la amplia frente. No se ajustaba al modelo típico de inglés rubicundo, sino más bien al del auténtico nórdico con el cabello muy rubio y los ojos de un azul frío. El labio superior era carnoso y perfilado como el de una mujer, lo que le confería una expresión de indolente decadencia. Erica se percató de que su mirada bajaba buscando su escote y se cruzó instintivamente la chaqueta. Él registró su movimiento y esto la irritó: no deseaba que Lucas notase que su presencia le afectaba de ningún modo.

Una vez que la reunión hubo concluido por fin, Erica se dio la vuelta y se marchó sin más, sin molestarse en despedirse educadamente. Por lo que a ella se refería, todo estaba dicho. El tasador se pondría en contacto con ella y, después, la casa se pondría en venta a la mayor brevedad posible. De nada habrían servido las palabras de súplica. Erica había perdido.

Le había realquilado su apartamento de Vasastan a una simpática pareja de licenciados, de modo que no podía quedarse allí, pero, puesto que no le apetecía reemprender enseguida las cinco horas de viaje hasta Fjällbacka, aparcó el coche en el aparcamiento de la plaza de Stureplan y fue a sentarse un rato en los jardines de Humlegårdsparken. Necesitaba ordenar sus ideas y la tranquilidad que reinaba en aquel hermoso parque le ofrecía el entorno idóneo para la meditación.

La nieve debía de haber caído sobre la ciudad recientemente, pues aún se veía blanca sobre el césped. En Estocolmo bastaba con un día o dos para que la nieve se transformase en una fangosa masa gris. Se sentó en uno de los bancos del parque no sin antes haber colocado los guantes encima para proteger el trasero del frío. Las dolencias de vejiga no eran ninguna tontería y, desde luego, lo último que necesitaba en aquellos momentos.

Mientras observaba el flujo incesante de personas que, apuradas, cruzaban ante ella el sendero que atravesaba el parque, dejó vagar su pensamiento. Era la hora del almuerzo. Casi había olvidado lo estresante que era el ambiente en Estocolmo. Todos corrían sin cesar como en pos de algo que nunca llegaban a alcanzar. De repente, sintió añoranza de Fjällbacka. No se había dado cuenta de hasta qué punto se había acomodado, en pocas semanas, al sosiego de la pequeña ciudad. Cierto que había tenido mucho de lo que ocuparse, pero al mismo tiempo había encontrado allí una paz interior que jamás había experimentado en Estocolmo. Aquel que estaba solo en la capital se encontraba totalmente aislado. En Fjällbacka, en cambio, uno no estaba nunca solo, para bien y para mal. La gente se preocupaba y se ocupaba de sus vecinos y de su prójimo. A veces se extralimitaban, a Erica no le gustaban las habladurías, pero ahora, mientras observaba allí sentada las prisas de la gran ciudad, comprendió que no podría volver a vivir aquello.

Como en tantas ocasiones anteriores, sobre todo últimamente, pensó en Alex. ¿Por qué habría ido su amiga a Fjällbacka todos los fines de semana? ¿Con quién se veía allí? Y, además, la pregunta del millón: ¿quién era el padre del bebé que esperaba?

Erica recordó de pronto el papel que se había guardado en el bolsillo del chaquetón cuando se escondió en el armario. No se explicaba cómo había podido olvidarse de mirarlo al llegar a casa anteayer. Se metió la mano en el bolsillo derecho y sacó un folio de papel arrugado. Con los dedos, ya congelados, pues no tenía puestos los guantes, lo desplegó y lo alisó despacio.

Era una copia de un artículo publicado en el diario Bohusläningen. No tenía fecha, pero, por el tipo de letra y la fotografía en blanco y negro, supuso que no se trataba de una noticia reciente. A juzgar por la imagen, era de los años setenta y recordaba sin problemas tanto al hombre como la historia referida. ¿Por qué habría escondido Alex aquel artículo en el fondo de un cajón?

Erica se levantó y volvió a guardarse el artículo en el bolsillo. Aquí no estaban las respuestas. Había llegado la hora de volver a casa.

E
l funeral fue hermoso y solemne. La iglesia de Fjällbacka no llegó a llenarse en absoluto. La mayoría de la gente no conocía a Alexandra y habían acudido sólo para satisfacer su curiosidad. La familia y los amigos ocupaban los primeros bancos. Aparte de los padres y de Henrik, Erica sólo conocía a Francine. Junto a ella, en el banco, había un hombre alto y rubio. Erica adivinó que sería su marido. Por lo demás, los amigos no eran tantos y cabían perfectamente en un par de bancos, lo que confirmó la imagen que Erica tenía de Alex: sus conocidos eran incontables pero pocos los amigos de verdad. En los demás bancos de la iglesia no había más que algún que otro curioso.

Ella se había sentado arriba en el coro. Birgit, que la había visto a la entrada, le pidió que se sentara con ellos, pero declinó la invitación. Se habría sentido como una hipócrita entre la familia y los amigos. En realidad, Alex era una extraña para ella.

El banco de la iglesia era muy incómodo y Erica cambiaba constantemente de postura. Anna y ella habían sido arrastradas a la iglesia sin miramientos todos los domingos. Para un niño era terriblemente aburrido aguantar sentado las largas homilías y salmos cuyas melodías eran imposibles de aprender. Para entretenerse, Erica imaginaba historias, cuentos de dragones y princesas que ella había inventado entre aquellos muros sin jamás ponerlos sobre el papel. Durante la adolescencia, las visitas fueron mucho menos frecuentes a causa de las encendidas protestas de Erica, pero en las ocasiones en que, pese a todo, acudió al oficio dominical, sustituía los cuentos por relatos de tono más romántico. Así, por irónico que pudiese parecer, tal vez fuesen aquellas visitas a la iglesia las que, por suerte o por desgracia, habían decidido su elección posterior de profesión.

Erica aún no había encontrado la fe y, para ella, una iglesia, no era más que un edificio hermoso envuelto en tradiciones. Los sermones de la infancia no habían sembrado en ella ningún deseo de refugiarse en la fe. A menudo versaban sobre el infierno y los pecados y carecían de la alegría de la fe divina que, en cambio, sentía como una realidad aunque no la hubiese vivido. Eran muchos los cambios que se habían producido. Ahora, por ejemplo, era una mujer con sotana la que oficiaba la misa ante el altar y, en lugar de eterna maldición, hablaba de luz, de amor y de esperanza. Erica habría preferido que, durante su infancia, le hubiesen transmitido esa visión de Dios.

Desde su discreta posición en el coro, vio a una mujer joven sentada junto a Birgit en el primer banco. Birgit se aferraba a su mano con gesto convulso y, de vez en cuando, apoyaba la cabeza sobre su hombro. A Erica le resultaba familiar su rostro y llegó a la conclusión de que la joven debía de ser Julia, la hermana menor de Alex. Estaba demasiado lejos como para que Erica pudiese ver sus facciones, pero sí notó que Julia se apartaba cuando Birgit la tocaba. De hecho, retiraba la mano cada vez que Birgit la tomaba entre las suyas, pero su madre fingía que no se daba cuenta o, tal vez, no se daba realmente cuenta, dado el estado en que se encontraba.

El sol se filtraba por las coloridas vitrinas. Los bancos eran duros e incómodos y Erica sintió un incipiente dolor en la parte inferior de la espalda. Se alegró de que la ceremonia fuese relativamente corta. Una vez concluida, permaneció sentada observando desde arriba cómo la gente abandonaba sin prisas el templo.

El sol brillaba con intensidad casi insoportable desde un cielo limpio de nubes. La gente caminaba en procesión por la pendiente que desembocaba en el camposanto, donde estaba la tumba, recién cavada, en la que depositarían el féretro de Alex.

Hasta el entierro de sus padres, no se había detenido a pensar cómo cavarían las tumbas en invierno, cuando la helada ya había profundizado en la tierra. Ahora ya sabía que la calentaban para poder excavar. Calentaban una porción cuadrada lo suficientemente grande como para albergar tantos féretros como fuese necesario enterrar.

Camino del lugar elegido para dar sepultura a Alex, pasó junto a la lápida de sus padres. Erica era la última de la procesión y se detuvo un instante ante ella. Una gruesa hilera de nieve se había acumulado en el borde y Erica la retiró suavemente. Miró una última vez la tumba antes de apresurarse a unirse al pequeño grupo que se había congregado a unos metros. Los curiosos se habían abstenido al menos de acercarse al lugar de la inhumación y no quedaban ya más que la familia y los amigos. Erica no estaba segura de si debía o no unirse a ellos. Pero en el último instante decidió que deseaba acompañar a Alex hasta el lugar de su último descanso.

Henrik estaba en primer lugar, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Cabizbajo. Los ojos fijos en el féretro que, poco a poco, iba quedando cubierto de flores. Rosas rojas, en su mayoría.

Erica se preguntaba si también él estaría mirando a su alrededor, pensando si el padre del niño se encontraría entre los que se arracimaban en torno a la tumba.

Birgit dejó oír un largo y hondo suspiro de dolor cuando por fin colocaron el ataúd. Karl-Erik estaba sereno y sus ojos sin una lágrima. Concentraba toda su fortaleza en apoyar a Birgit, tanto física como psíquicamente. Julia estaba a unos pasos de distancia de ellos dos. Henrik tenía razón al describirla como el patito feo de la familia. A diferencia de su hermana llevaba el cabello, oscuro y lacio, en distintos largos y sin un corte definido. Tenía las facciones rudas y unos ojos hundidos que miraban desde detrás de un flequillo excesivo. No llevaba maquillaje y tenía la piel visiblemente marcada por el abundante acné de la adolescencia. A su lado, Birgit parecía más menuda y frágil de lo habitual. Su hija menor la sobrepasaba en más de diez centímetros y era corpulenta y ancha, sin formas. Erica observaba con fascinación la serie de sentimientos encontrados que, como torbellinos, hallaban expresión en el rostro de Julia. El dolor y la ira se sucedían con la rapidez del rayo. Ni una sola lágrima. Ella fue la única que no depositó una flor sobre el ataúd y, cuando la ceremonia hubo concluido, le dio la espalda al hoyo cavado en la tierra y empezó a caminar en dirección a la iglesia.

Erica se preguntaba qué tipo de relación habrían tenido las dos hermanas. A Julia no debía de resultarle fácil que siempre la comparasen con Alex. Sacar siempre la paja más corta. La espalda de Julia invitaba al alejamiento mientras ella misma acrecentaba, a buen paso, la distancia entre sí misma y el resto del grupo. Tenía los hombros encogidos hasta las orejas, en un gesto de rechazo.

De pronto, Henrik apareció al lado de Erica.

—Vamos a celebrar una pequeña ceremonia conmemorativa. Nos gustaría mucho que participases.

—Pues… no sé, no estoy segura —dijo Erica.

—Bueno, podrías quedarte un rato al menos.

Ella seguía dudando.

—Bueno, vale. ¿Dónde será? ¿En casa de Ulla?

—No, estuvimos dándole vueltas y, al final, decidimos que lo mejor sería celebrarlo en casa de Birgit y Karl-Erik. Pese a lo que ocurrió allí, yo sé que Alex adoraba esa casa. Y conservamos muchos buenos recuerdos de ella, así que dudo que podamos encontrar un lugar mejor para hacerlo. Aunque comprendo que a ti puede costarte ir allí. Me refiero a que tú no tienes ningún buen recuerdo de tu última visita.

Erica se ruborizó ante la idea de cuál había sido, en realidad, su última visita a aquella casa y bajó la mirada.

—Bueno, no pasa nada.

A
cudió allí en su propio coche y aparcó nuevamente detrás de la escuela de Håkebackenskolan. Al cruzar la puerta se dio cuenta de que la casa estaba llena de gente, por lo que se preguntó si no sería mejor marcharse. Pero perdió la oportunidad, pues cuando Henrik se le acercó para ayudarle a quitarse el chaquetón, ya era demasiado tarde para cambiar de idea.

La gente se agolpaba en torno a la mesa, donde habían servido un bufé de pasteles salados. Erica tomó un gran trozo de pastel de gambas y se apartó enseguida, retirándose a una esquina de la sala en la que podría tanto comer como observar tranquilamente al resto de los invitados.

Dominaba la reunión un desenfado inusual para las circunstancias; latía en el ambiente un tono exageradamente jovial y, al mirar a las personas que tenía a su alrededor, descubría en todas ellas una máscara de forzada conversación. La causa de la muerte de Alex estaba latente.

Erica paseó la mirada por la sala, de un rostro a otro. Birgit estaba sentada sobre el borde de un sofá, enjugándose las lágrimas con un pañuelo. Karl-Erik estaba en pie, detrás de ella, con una mano aferrada a su hombro y la otra ocupada con un plato lleno de comida. Henrik se movía por la habitación con ademán profesional, yendo de un grupo a otro, estrechando manos, asintiendo cuando le daban el pésame, recordándoles a todos que después habría café y bizcocho. Era el anfitrión perfecto de pies a cabeza. Como si estuviese en un cóctel cualquiera, en lugar de en el funeral de su esposa. Lo único que delataba el esfuerzo que aquello suponía para él era el largo suspiro y la ligera vacilación en la que, como para recuperar fuerzas, se detenía antes de pasar a saludar al grupo siguiente.

Sólo había una persona cuyo comportamiento desentonaba del cuadro: Julia. Se había sentado en el alféizar de la ventana del porche, con una pierna flexionada y la mirada perdida en el horizonte. Cuantos se acercaban a ella con la intención de mostrarse amables y de participarle su pesar, no tardaban en marcharse de su lado sin haber conseguido nada. Julia despreciaba todos los intentos de acercamiento sin dejar de mirar la gran blancura de afuera.

Erica sintió que le rozaban levemente el brazo, dio un respingo involuntario y derramó un poco de café en el plato.

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