—¿Y dónde pueden fabricarnos un anillo así?
—¡Nos lo puede hacer un restaurador de esferas armilares! Las más bonitas se construyeron en Amberes, y conozco a alguien en París que podrá informarnos.
—¿Se lo comentamos a Ivory? —me preguntó Keira.
—Sin dudarlo. ¡Sobre todo no hay que perder de vista a ese tipo que nos ha acompañado al palacio de Dam, puede sernos muy útil, yo no hablo ni papa de holandés!
Tuve que convencer a Keira para que diera ella el primer paso. Llamó a Ivory y le declaró que teníamos algo muy importante que revelarle. El viejo profesor ya estaba en la cama, pero aceptó levantarse y nos pidió que fuéramos a su suite.
Le expuse mi razonamiento, lo que al menos tuvo el efecto de disipar su mal humor. Prefería que no llamara al anticuario del barrio del Marais como había pensado hacerlo. El tiempo apremiaba, y temía que muy pronto volviéramos a estar en peligro. Le pareció muy bien la idea de ir a Amberes: cuanto más nos moviéramos, más seguros estaríamos. Llamó al secretario de Vackeers en plena noche y le pidió que localizara a un artesano que pudiera restaurar un instrumento de astronomía muy antiguo. Éste le prometió que lo investigaría y le dijo que se pondría en contacto con nosotros al día siguiente.
—No quisiera ser indiscreta —dijo Keira—, pero ¿ese señor tiene nombre y apellido, o al menos nombre? Si tenemos que volver a verlo mañana, me gustaría saber quién es.
—Por ahora conténtese con el nombre de Wim. Dentro de unos días probablemente se llamará «Amsterdam», y ya no podremos contar con él.
Al día siguiente nos reunimos con aquel al que había que llamar Wim. Llevaba el mismo traje y la misma corbata que el día anterior. Mientras desayunábamos en el hotel, nos informó de que no necesitaríamos ir a Amberes. En Amsterdam había un taller de relojería muy antiguo, y su dueño era al parecer descendiente directo de Erasmo Habermel.
—¿Y quién es ese tal Erasmo Habermel? —preguntó Keira.
—El fabricante de instrumentos científicos más famoso del siglo xvi —contestó Ivory.
—¿Cómo lo sabe? —le pregunté a mi vez.
—Soy profesor, por si aún no se había dado cuenta, tendrá que perdonarme si soy un hombre culto.
—Cuánto me alegro de que saque usted el tema —intervino Keira—, ¿y de qué era profesor exactamente? Nos lo estábamos preguntando el otro día Adrian y yo.
—Es un honor para mí que mi carrera profesional despierte su interés pero, díganme, ¿estamos buscando un restaurador de instrumentos astronómicos antiguos, o prefieren que dediquemos el día entero a comentar mi curriculum vitae? Bien. Bueno, ¿qué estábamos diciendo de Erasmo Habermel? Puesto que a Adrian parece extrañarle mi erudición, dejémosle hablar a él, ¡veamos si se sabe la lección!
—Los instrumentos fabricados en los talleres de Habermel no tienen parangón hasta la fecha, tanto por su calidad de ejecución como por su belleza —dije, lanzándole una mirada asesina a Ivory—, La única esfera armilar que se ha encontrado, atribuida a este artesano, está en París, en las colecciones de la Asamblea Nacional, si no recuerdo mal. Habermel debía de tener una estrecha relación con los astrónomos más destacados de su tiempo, Tycho Brahe y su ayudante Johannes Kepler, así como el gran relojero suizo Jost Bürgi. Es probable que trabajara también con Gualterio Arsenius, cuyo taller se encontraba en Lovaina. Huyeron juntos de la ciudad cuando la gran epidemia de peste negra de 1580. Las semejanzas estilísticas entre los instrumentos de Habermel y los de Arsenius son tan evidentes que…
—Bien, el alumno Adrian se sabe la lección de carrerilla —interrumpió secamente Ivory—, pero no estamos aquí para escucharle presumir de sus conocimientos. Lo que nos interesa es precisamente esa estrecha conexión entre Habermel y Arsenius. Gracias a Wim me he podido enterar de que da la casualidad de que uno de sus descendientes directos vive en Amsterdam, así que, si no tienen inconveniente, les propongo que abandonemos las aulas por hoy y vayamos corriendo a verlo. ¡Suban a coger sus abrigos y nos vemos en el vestíbulo dentro de diez minutos!
Keira y yo nos despedimos de Ivory y fuimos a nuestra habitación.
—¿Cómo sabías tantas cosas sobre ese tal Habermel? —me preguntó Keira en el ascensor.
—Me empollé un libro que le compré a un anticuario del Marais.
—¿Cuándo?
—El día que tú me abandonaste tan elegantemente para pasar la velada con tu querido Max y yo dormí en un hotel, ¿te acuerdas? ¡Una noche entera cunde mucho!
Un taxi nos dejó a los cuatro en una callejuela del casco viejo de la ciudad. Al fondo de un callejón había un taller de relojería con un gran ventanal que daba a la calle. Desde el patio se veía a un hombre mayor inclinado sobre su banco de trabajo, ocupado en reparar un reloj de pared. El mecanismo que ensamblaba con extrema meticulosidad se componía de una cantidad impresionante de piezas minúsculas dispuestas en perfecto orden delante de él. Cuando empujamos la puerta para entrar sonó una campanilla. El hombre levantó la cabeza. Llevaba unas curiosas gafas que le agrandaban los ojos y le hacían parecer un extraño animal. El taller olía a madera vieja y a polvo.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —nos preguntó.
Wim le explicó que queríamos encargar la fabricación de una pieza para completar un aparato muy antiguo.
—¿Qué clase de pieza? —preguntó el hombre, quitándose sus curiosas gafas.
—Un círculo, de latón o de cobre —contesté yo.
El hombre se volvió y se dirigió a mí en un inglés con acento germánico.
—¿De qué diámetro?
—No puedo decírselo con precisión.
—¿Puede enseñarme ese aparato antiguo que quieren reparar?
Keira se acercó al banco de trabajo, pero el hombre levantó los brazos al cielo, exclamando:
—Por ahí no, insensata, me lo va a desordenar todo. Síganme hasta esta mesa, por aquí —dijo, señalando el centro del taller.
Nunca había visto tantos instrumentos de astronomía. Mi anticuario del Marais habría palidecido de envidia. Los anaqueles estaban llenos de astrolabios, esferas, teodolitos y sextantes que esperaban para recobrar su juventud perdida.
Keira dejó los tres fragmentos en la mesa que le había señalado el artesano, los juntó y retrocedió un paso.
—Qué extraño aparato —dijo el viejo—, ¿Para qué sirve?
—Es una especie de astrolabio —dije mientras me acercaba a la mesa.
—¿De este color y de este material? Nunca había visto nada parecido. Casi parece ónice, pero se ve que no lo es. ¿Quién lo habrá fabricado?
—No tenemos ni idea.
—Son ustedes unos clientes muy raros, no saben quién lo ha fabricado, no saben de qué está hecho, no saben siquiera para qué sirve pero quieren repararlo… ¿Cómo reparar algo si no se sabe cómo funciona?
—Queremos completarlo —dijo Keira—, Si lo mira de cerca, verá que hay una ranura en el canto de cada fragmento. Estamos seguros de que en ella se insertaba un anillo, probablemente una aleación conductora que servía de engaste al aparato en su conjunto.
—Puede ser —dijo el hombre. Parecía que el objeto había despertado su curiosidad—. Veamos, veamos —dijo, levantando la cabeza.
Una multitud de objetos se balanceaban atados al extremo de largos cordeles que colgaban del techo.
—Ya no sé dónde poner las cosas, así que tengo que innovar. ¡Anda, esto es exactamente lo que buscaba!
El artesano cogió un largo compás de puntas telescópicas unidas entre sí por un arco graduado. Volvió a ajustarse las gafas y se inclinó sobre nuestros fragmentos.
—Tiene gracia —dijo.
—¿El qué? —quiso saber Keira.
—El diámetro es de 31,4115 centímetros.
—¿Y eso qué tiene de divertido? —preguntó Keira.
—Es exactamente el valor del número pi multiplicado por diez. Pi es un número de gran trascendencia, no lo ignoraba, ¿verdad? —preguntó el viejo relojero—. Es el resultado constante de dividir el área de un disco por el cuadrado de su radio o, si lo prefiere, el resultado de dividir la circunferencia de un círculo por su radio.
—Debí de faltar a clase el día que nos enseñaron eso —reconoció Keira.
—No tiene mucha importancia —dijo el relojero—, pero hasta ahora nunca había visto un instrumento que tuviera este diámetro con tanta precisión. Es muy ingenioso. ¿No tiene ni la más mínima idea de para qué se utiliza?
—¡No! —me apresuré a contestar para contener los impulsos de sinceridad a los que me tenía acostumbrado Keira.
—Fabricar un anillo de engaste no es muy complicado, debería poder hacerlo por un precio de… digamos doscientos florines, lo que equivale a…
El hombre abrió un cajón y sacó una calculadora.
—… noventa euros. Discúlpenme, no consigo acostumbrarme a esta nueva moneda.
—¿Cuándo estará listo? —quise saber.
—He de terminar de reparar el reloj de pared en el que estaba trabajando cuando han llegado ustedes. Tiene que volver a su lugar en el frontispicio de una iglesia, y el cura me llama todos los días para saber cómo lo llevo. Tengo también tres relojes antiguos que arreglar, podría ponerme con su objeto a finales de mes, ¿le conviene?
—¡Le damos mil florines si se pone a ello ahora mismo! —dijo Ivory.
—¿Tanta prisa tienen? —preguntó el artesano.
—Más todavía —contestó Ivory—, ¡le doy el doble si el anillo está terminado esta noche!
—No —contestó el relojero—, mil florines son más que suficientes, y voy con tanto retraso en lo demás que un día más, un día menos… Vuelvan a eso de las seis.
—Preferiríamos esperar aquí, si no le importa.
—Bueno, si no me molestan en mi trabajo, no tengo inconveniente. Después de todo, un poco de compañía no puede hacerme daño.
El viejo artesano se puso en seguida manos a la obra. Abrió los cajones uno detrás de otro y eligió una tira de latón que parecía convenirle. La estudió atentamente, comparó el ancho con el grosor del canto de los fragmentos y nos anunció que podía servirle. La colocó sobre su banco de trabajo y empezó a darle forma. Con ayuda de un torno excavó un surco en un lado y, cuando volvió la tira, nos enseñó el relieve que se había formado por el otro lado. Los tres estábamos fascinados por su habilidad. El artesano comprobó que se ajustaba bien en la ranura de los fragmentos, volvió a pasar el torno, yendo y viniendo para hacer más profundo el surco, y descolgó un gálibo que colgaba de una cadena. Con ayuda de un martillito muy pequeño, fue curvando la tira de latón alrededor del gálibo.
—¿De verdad es usted descendiente de Habermel? —le preguntó Keira.
El hombre levantó la cabeza y le sonrió.
—¿Cambia algo eso? —le preguntó a su vez.
—No, pero todos estos aparatos antiguos que tiene aquí en su taller…
—Debería dejarme trabajar si quiere que les termine el anillo a tiempo. Luego, si quiere, podremos hablar largo y tendido de mis antepasados.
Nos quedamos en un rincón sin decir una palabra, contentándonos con observar a ese artesano cuya habilidad nos maravillaba. Permaneció inclinado sobre su banco de trabajo durante dos horas seguidas; las herramientas se movían en sus manos con tanta precisión como si se hubiera tratado de instrumentos de cirugía. De pronto, el artesano hizo girar su taburete y se volvió hacia nosotros.
—Creo que ya lo tenemos —dijo—. ¿Quieren acercarse?
Nos inclinamos sobre el banco de trabajo. La circunferencia era perfecta; la pulió con un cepillo metálico movido por un torno con un pequeño motor y luego la limpió con una gamuza.
—Veamos si los objetos se engastan bien —dijo al tomar el primer fragmento.
A su lado colocó el segundo, y el tercero.
—Es evidente que falta uno, pero le he dado al anillo la tensión suficiente para que los otros tres permanezcan unidos, siempre y cuando se manejen con cuidado, claro.
—Sí, falta uno —corroboré. Me costaba ocultar mi decepción.
Contrariamente a lo que esperaba, no se produjo ningún fenómeno eléctrico.
—Qué lástima —dijo el artesano—, me habría encantado ver completo este aparato, se trata de una especie de astrolabio, ¿verdad?
—Eso es —dijo Ivory, mintiendo sin el menor escrúpulo.
El viejo profesor dejó quinientos euros sobre el banco de trabajo y le dio las gracias al artesano por su labor.
—En su opinión, ¿quién lo fabricó? —preguntó éste—. No recuerdo haber visto ninguno semejante.
—Ha hecho un trabajo prodigioso —le contestó Ivory—, Tiene unas manos de oro; no voy a dudar en recomendarlo a aquellos de mis amigos que tengan algún objeto valioso que restaurar.
—Mientras no sean tan impacientes como ustedes, serán bienvenidos —dijo el artesano, y nos acompañó hasta la puerta de su taller.
—Y ahora —nos dijo Ivory una vez en la calle—, ¿tienen alguna otra idea para hacerme gastar mi dinero? ¡Porque hasta ahora no he visto nada muy impresionante que digamos!
—Necesitamos un láser —anuncié—. Un láser con la potencia adecuada podría aportar la energía suficiente para recargar el objeto, y así tendríamos una nueva proyección del mapa celeste. Quién sabe lo que puede aparecer gracias al tercer fragmento. Quizá nos revele algo importante.
—Un láser de mucha potencia… Pues no pide usted poco ni nada, ¿y dónde quiere que lo encontremos? —preguntó Ivory, exasperado.
Wim, que no había pronunciado una sola palabra en toda la tarde, dio un paso adelante.
—Hay uno en la universidad de Virje, en el LCVU, los departamentos de física, astronomía y química lo comparten.
—¿El LCVU? —preguntó Ivory.
—Laser Center of Virje University —contestó Wim—, lo creó el profesor Hogervorst. Estudié en esa universidad y conozco bien a Hogervorst. Ya se ha jubilado, pero puedo llamarlo y pedirle que interceda por nosotros para que podamos tener acceso a las instalaciones del campus.
—¿Y a qué espera para hacerlo? —lo apremió Ivory.
Wim se sacó una libretita del bolsillo y la hojeó, nervioso.
—No tengo su número de teléfono, pero voy a llamar a la universidad, estoy seguro de que sabrán decirme cómo ponerme en contacto con él.
Wim se pasó media hora al teléfono, haciendo un montón de llamadas para localizar al profesor Hogervorst. Volvió muy abatido.
—He conseguido el teléfono de su casa, y no ha sido tarea fácil, créanme. Por desgracia, su asistente no ha podido ponerme en contacto con él. Hogervorst está en un congreso en Argentina y no volverá hasta principios de la semana que viene.