Sobre la pestaña, los fragmentos giraban cada vez más de prisa, emitiendo un silbido estridente. La estrella sobre la que la proyección se iba centrando se hacía más y más grande. Nuestro Sol apareció en el centro, seguido de Mercurio.
La velocidad a la que giraban ahora los fragmentos era impresionante; el círculo que los retenía hacía tiempo que se había fundido, pero ya nada parecía poder disociarlos. Cambiaron de color, del azul pasaron al índigo. Volví a dirigir la mirada hacia la pared. Avanzábamos decididamente hacia la Tierra, ya podíamos reconocer sus océanos y tres de los continentes. La proyección se centró en África, que iba aumentando de tamaño. El descenso hacia el este del continente africano era vertiginoso. El ruido estridente que emitía la rapidísima rotación de los fragmentos se hacía casi insoportable. Ivory tuvo que taparse los oídos. Ubach no despegaba las manos de la consola, preparado para detener el experimento en cualquier momento. Kenia, Uganda, Sudán, Eritrea y Somalia desaparecieron del campo visual mientras avanzábamos hacia Etiopía. La rotación de los fragmentos se hizo más lenta y la imagen ganó en nitidez.
—¡No puedo dejar que el láser siga funcionando a esta potencia! —suplicó Ubach—, ¡Hay que parar!
—¡No! —gritó Keira—. ¡Mire!
Un minúsculo puntito rojo apareció en el centro de la imagen. Cuanto más nos acercábamos, más intenso se hacía.
—¿Se está filmando todo lo que vemos? —pregunté.
—Todo —contestó Ubach—, ¿Puedo pararlo ya?
—Espere un poco más —suplicó Keira.
El silbido cesó y los fragmentos se inmovilizaron. En la pared, el punto, de un rojo muy vivo, ya no se movía. El marco de la imagen se había estabilizado también. Ubach no nos pidió opinión, bajó la palanca y el haz de luz del láser se apagó. La proyección duró aún unos segundos en la pared y luego desapareció.
Estábamos estupefactos, Ubach el primero, y Ivory ya no pronunciaba palabra. Al verlo así, era como si de pronto hubiera envejecido, y no es que el rostro al que estaba acostumbrado fuera particularmente joven, pero sus rasgos habían cambiado.
—Hace treinta años que sueño con este momento —me dijo—, ¿se da cuenta? Si supiera todos los sacrificios que he hecho por estos objetos, por ellos hasta perdí a mi mejor amigo. Es extraño, debería sentirme aliviado, como liberado de un peso enorme, y sin embargo no es así. Me gustaría tanto tener unos años menos, vivir todavía lo suficiente para llegar al final de esta aventura, saber lo que representa ese punto rojo que hemos visto, lo que nos revela. Es la primera vez en toda mi vida que me da miedo morir, ¿me comprende?
Fue a sentarse y suspiró sin esperar mi respuesta. Me volví hacia Keira, estaba de pie delante de la pared y miraba fijamente la superficie, que había vuelto a ser como antes.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Intento recordar —dijo—, intento rememorar estos instantes que acabamos de vivir. Es Etiopía lo que ha aparecido. No he reconocido el relieve de esa región que conozco tan bien, pero no lo he soñado, era Etiopía. Tú has visto lo mismo que yo, ¿verdad?
—Sí, la última imagen estaba centrada en el cuerno de África. ¿Has podido identificar el lugar que el punto rojo indicaba?
—No con toda seguridad; hombre, tengo una idea de dónde puede ser, pero no sé si es más un deseo mío o la realidad.
—Vamos a poder descubrirlo en seguida —dije mientras me volvía hacia Ubach.
—¿Dónde está Wim? —le pregunté a Keira.
—Creo que la emoción ha sido demasiado fuerte para él, no se encontraba bien y ha salido a que le diera un poco el aire.
—¿Puede proyectarnos las últimas imágenes que han grabado sus cámaras? —le pedía Ubach.
—Sí, claro —dijo éste, levantándose—, sólo tengo que encender el proyector, pero lo malo es que este dichoso aparato sólo funciona cuando quiere.
—¿Qué noticias hay?
—El fenómeno al que acabo de asistir aquí es sencillamente increíble —contestó Wim.
Amsterdam le hizo a sir Ashton una descripción exhaustiva de los acontecimientos de que había sido testigo en la sala del láser de la universidad de Virje. Le narró la escena con todo lujo de detalles.
—Le envío varios hombres —dijo Ashton—, urge poner fin a todo esto antes de que sea demasiado tarde.
—No, lo siento pero mientras se hallen en territorio holandés, están bajo mi única responsabilidad. Yo intervendré cuando llegue el momento.
—¡Se ve que es usted muy nuevo en sus funciones para atreverse a hablarme en ese tono, Amsterdam!
—Se lo ruego, sir Ashton, voy a asumir plenamente mi papel, y pienso hacerlo sin injerencia ninguna por parte de un país aliado o de uno de sus representantes. Conoce la norma, ¡unidos pero independientes! En su propia casa, cada uno lleva sus asuntos como quiere.
—Se lo advierto, si cruzan su frontera, tomaré todas las medidas que obran en mi poder para detenerlos.
—Me imagino que se cuidará usted mucho de informar al consejo. Estoy en deuda con usted, por lo que no lo denunciaré, pero tampoco lo cubriré. Como usted mismo bien ha dicho, llevo aún muy poco tiempo en mi nuevo cargo como para arriesgarme a comprometerme.
—No le pido tanto —contestó secamente sir Ashton—. No vaya de aprendiz de brujo con esos científicos, Amsterdam, no es consciente de las consecuencias si alcanzaran su objetivo, y ya han ido demasiado lejos. ¿Qué piensa hacer con ellos, puesto que están bajo su responsabilidad?
—Les confiscaré el material y daré orden de que los expulsen a sus respectivos países.
—¿Y Ivory? Está con ellos, ¿verdad?
—Sí, ya se lo he dicho, y qué quiere que haga, no podemos echarle nada en cara, es libre de moverse cómo y por dónde le parezca.
—Tengo un pequeño favor que pedirle, tómeselo como una manera de agradecerme ese cargo que tan feliz parece de ostentar.
Ubach encendió el proyector que colgaba del techo. Las imágenes filmadas en alta definición por las cámaras se habían almacenado en el servidor de la universidad, habría que esperar varias horas hasta que el programa de descompresión terminara de tratarlas. Keira y yo le pedimos que centrara sus esfuerzos en la última secuencia a la que habíamos asistido. Ubach se sirvió de su teclado para enviar una serie de instrucciones al ordenador central. Los procesadores gráficos efectuaban sus algoritmos mientras esperábamos.
—Tengan paciencia —nos dijo Ubach—, ya no tardará mucho. El sistema es un poco lento por las mañanas, no somos los únicos en utilizarlo.
Por fin la lente del aparato empezó a animarse y proyectó sobre la pared los siete últimos segundos de la película que nos habían desvelado los fragmentos.
—Detenga la imagen ahí, por favor —le pidió Keira al profesor Ubach.
La proyección se detuvo; yo pensaba que perdería nitidez, como suele ocurrir cuando se pone en pausa una imagen, pero no fue así. Entonces entendí mejor por qué habíamos tenido que esperar tanto tiempo para ver los siete últimos segundos.
La resolución era tal que la cantidad de datos que había que tratar por cada imagen debía de ser colosal. Lejos de compartir mis inquietudes técnicas, Keira se acercó a la pared y observó la proyección con mucha atención.
—Reconozco estas circunvalaciones —dijo—, este trazo sinuoso, esta forma que recuerda a un cráneo. Esta línea recta seguida de estos cuatro meandros es un tramo del río Omo, estoy casi segura, pero hay algo que no cuadra, exactamente aquí —dijo, y señaló el lugar donde brillaba el puntito rojo.
—¿El qué? —preguntó Ubach.
—Si es el tramo del Omo que creo que es, a la derecha de la imagen se debería ver un lago.
—¿Reconoces el lugar? —le pregunté a Keira.
—¡Pues claro que lo reconozco, he pasado allí tres años de mi vida! El lugar que indica este punto corresponde a una minúscula llanura rodeada por un sotobosque, a orillas del Omo. Estuvimos a punto incluso de iniciar allí unas excavaciones, pero la ubicación estaba demasiado al norte, muy alejada del triángulo de Ilemi. Pero lo que te digo no tiene ningún sentido, si fuera el lugar en el que estoy pensando, tendría que aparecer el lago Dipa.
—Keira, los fragmentos que hemos encontrado no componen sólo un mapa. Juntos, forman un disco que contiene probablemente miles de datos, aunque, por desgracia para nosotros, el que falta contenía la secuencia que más me interesaba a mí, pero qué importa eso por ahora. Este disco de memoria nos ha proyectado una representación de la evolución del cosmos desde sus primeros instantes hasta la época en que se grabó. En esos tiempos quizá no existiera aún el lago Dipa.
Ivory se reunió con nosotros y se acercó a la pared, examinando la imagen con atención.
—Adrian tiene razón, ahora tenemos que obtener coordenadas precisas. ¿Tiene en su servidor un mapa detallado de Etiopía? —le preguntó a Ubach.
—Supongo que podré encontrarlo en internet y descargarlo.
—Entonces hágalo, por favor, y trate de ver si puede superponerlo sobre esta imagen.
Ubach volvió detrás de su pupitre. Se descargó el mapa del cuerno de África e hizo lo que Ivory le había pedido.
—¡Excepto una ligera desviación del lecho del río, la concordancia es casi perfecta! —dijo—, ¿Cuáles son las coordenadas de este punto?
—5
o
10' 2" 67 de latitud norte, 36° 10' 1" 74 de longitud este.
Ivory se volvió hacia nosotros.
—Ya saben lo que tienen que hacer… —nos dijo.
—Debo dejar libre este laboratorio —nos dijo Ubach—, ya he aplazado el trabajo de dos investigadores para complacerles. No lamento haberlo hecho, pero no puedo seguir ocupando esta sala más tiempo.
Wim entró en el momento preciso en que Ubach acababa de apagarlo todo.
—¿Me he perdido algo?
—No —contestó Ivory—, ya nos íbamos.
Cuando Ubach nos acompañaba a su despacho, Ivory dijo que no se encontraba bien, se sentía como mareado. Ubach quiso llamar a un médico, pero Ivory le suplicó que no lo hiciera, no había razón para preocuparse, no era más que cansancio, le aseguró. Nos preguntó si teníamos la amabilidad de acompañarlo al hotel, allí descansaría un rato y en seguida se encontraría mejor. Wim se ofreció para llevarnos.
Una vez en el Krasnapolsky, Ivory le dio las gracias y lo invitó a reunirse con nosotros para tomar el té por la tarde. Wim aceptó la invitación y se marchó. Llevamos a Ivory hasta su habitación, Keira quitó la colcha que cubría la cama, y yo lo ayudé a tumbarse. Ivory cruzó ambas manos sobre el pecho y suspiró.
—Gracias —dijo.
—Déjeme llamar a un médico, esto es ridículo.
—No, pero ¿podría hacerme otro pequeño favor? —nos preguntó.
—Sí, claro —dijo Keira.
—Asómese a la ventana, aparte discretamente la cortina y dígame si el idiota de Wim se ha marchado de verdad.
Keira me miró, intrigada, e hizo lo que le había pedido Ivory.
—Sí, bueno, al menos delante del hotel no hay nadie.
—Y el Mercedes negro con esos dos estúpidos dentro, ¿sigue aparcado justo enfrente?
—En efecto veo un coche negro, pero desde aquí no alcanzo a distinguir si hay alguien dentro.
—¡Claro que hay alguien dentro, puede estar segura! —replicó Ivory, poniéndose en pie de un salto.
—No debería levantarse…
—No me he tragado lo de que Wim se había sentido mal hace un rato, y dudo mucho que él por su parte se crea lo de mi pequeño mareo, por lo que no nos queda mucho tiempo.
—Pensaba que Wim era nuestro aliado —comenté sorprendido.
—Lo era, hasta su ascenso. Esta mañana ya no hablaban con el secretario personal de Vackeers, sino con su sustituto: Wim es el nuevo Amsterdam del consejo. Ahora no tengo tiempo de explicarles todo eso. Corran a su habitación y preparen su equipaje mientras yo me ocupo de sus billetes. Reúnanse aquí conmigo en cuanto estén listos, y dense prisa, tienen que haberse marchado de la ciudad antes de que se cierre el cerco sobre ustedes, si es que no es ya demasiado tarde.
—¿Y adónde vamos? —pregunté.
—¡Pues a Etiopía! ¿Dónde van a ir si no?
—¡Ni hablar! Es demasiado peligroso. Si esos hombres, de los que sigue sin querer hablarnos, nos persiguen todavía, no volveré a poner en peligro la vida de Keira, ¡y no trate de convencerme de lo contrario!
—¿A qué hora sale ese avión? —le preguntó Keira a Ivory.
—¡No nos vamos a Etiopía! —insistí.
—Una promesa es una promesa, si esperabas que me fuera a olvidar de ésta, estabas muy equivocado. ¡Vamos, tenemos que darnos prisa!
Media hora más tarde, Ivory nos hizo salir por las cocinas del hotel.
—No se queden mucho tiempo en el aeropuerto, en cuanto pasen el control de pasaportes, dense una vuelta por las tiendas, pero no vayan juntos. No creo que Wim sea lo bastante listo como para adivinar lo que estamos tramando, pero nunca se sabe. Y prométanme que me darán noticias suyas en cuanto les sea posible.
Ivory me entregó un sobre y me hizo jurar que no lo abriría hasta que hubiera despegado el avión. Cuando nuestro taxi se alejaba ya, se despidió con un gestito amistoso.
El embarque en el aeropuerto de Schiphol se desarrolló sin problemas. No seguimos los consejos de Ivory y nos instalamos en una mesa en una cafetería para poder charlar un rato tranquilamente. Aproveché ese momento para hablarle a Keira de mi pequeña conversación con el profesor Ubach. Justo antes de irnos, le había pedido un último favor: a cambio de la promesa de informarle del progreso de nuestras investigaciones, había aceptado guardar silencio hasta que publicáramos un informe sobre las mismas. Conservaría las grabaciones realizadas en su laboratorio y le mandaría una copia en un disco a Walter. Antes de despegar, avisé a mi amigo de que guardara bajo llave un paquete que le iba a llegar de Amsterdam, y que sobre todo no lo abriera hasta que nosotros volviéramos de Etiopía. Añadí que, si nos ocurría algo, tenía carta blanca para disponer de él como quisiera. Walter se había negado a escuchar mis últimas recomendaciones, había dicho que ni hablar, que no nos iba a ocurrir nada de nada, y me había colgado sin más.
Durante el vuelo, Keira sintió de pronto muchos remordimientos pues no le había dado noticias a su hermana; le prometí que la llamaríamos juntos en cuanto aterrizáramos.
El aeropuerto de Adís Abeba estaba abarrotado de gente. Cuando pasamos el control de la aduana, busqué el mostrador de la pequeña compañía privada cuyos servicios ya había contratado la otra vez. Un piloto aceptó llevarnos a Jinka por seiscientos dólares. Keira me miró, estupefacta.