—¿Le has dicho que habíamos traído un tercer fragmento de Rusia?
Keira cogió mi vaso de cerveza y asintió con la cabeza antes de bebérselo de un tirón.
—¿Y te ha creído?
—Ha dejado en seguida de hacerme reproches y se ha mostrado impaciente por vernos.
—¿Cómo vas a conseguir que no descubra que todo es mentira cuando lo veamos?
—Le he dicho que habíamos dejado el fragmento en un lugar seguro, y que no se lo enseñaría hasta que nos dijera algo más sobre el que descubrieron en la selva amazónica.
—¿Y qué te ha contestado?
—Que tenía una idea de dónde se encontraba, pero que no sabía cómo llegar hasta él. Me ha propuesto que lo ayudemos a resolver un enigma.
—¿Qué clase de enigma?
—No quería hablarme de ello por teléfono.
—¿Va a venir aquí?
—No, nos ha citado en Amsterdam dentro de cuarenta y ocho horas.
—¿Cómo quieres que vayamos a Amsterdam? No tengo ninguna prisa por volver a Heathrow; si intentamos pasar la frontera tenemos todas las papeletas de que nos detengan.
—Ya lo sé, le he contado a Ivory lo que nos había pasado, y él nos aconseja que cojamos un ferry hasta Holanda. Según él, por barco desde Inglaterra no controlan tanto.
—¿Y dónde se coge un ferry para Amsterdam?
—En Plymouth, está a hora y media en coche de aquí.
—Pero si no tenemos coche.
—Se puede ir en autobús. ¿Por qué pones tantas pegas?
—¿Cuánto dura el viaje en barco?
—Doce horas.
—Me lo temía.
Keira adoptó una expresión contrita y me dio unas palmaditas tiernas en la mano.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Bueno —dijo visiblemente incómoda—, el caso es que no son ferrys exactamente, sino más bien cargueros. La mayoría acepta pasajeros a bordo, pero lo mismo da un carguero que un ferry, ¿no?
—¡Mientras haya una cubierta de proa en la que me pueda morir de mareo durante las doce horas que dura la travesía, en efecto, lo mismo da una cosa que otra!
El autobús salía a las siete de la mañana. El dueño del hostal nos preparó unos bocadillos. Antes de despedirnos le prometió a Keira que iría a limpiar la tumba de su padre en cuanto llegara la primavera. Esperaba volver a vernos por allí y nos reservaría la misma habitación si lo avisábamos con suficiente antelación.
En el puerto de Plymouth fuimos a la capitanía. El oficial nos indicó que un carguero con bandera inglesa zarpaba dentro de una hora rumbo a Amsterdam. Estaban terminando de subir la carga a bordo. Nos mandó al muelle número cinco.
El capitán nos pidió cien libras esterlinas a cada uno, en metálico. Cuando le entregamos el dinero, nos invitó a seguir la crujía exterior hasta el comedor de oficiales. Un camarote estaba a nuestra disposición en la zona de la tripulación. Le expliqué que prefería instalarme en el puente, en la proa o en la popa, donde menos estorbara.
—Como quiera, pero va a hacer un frío de perros cuando estemos en alta mar, y la travesía dura veinte horas.
Me volví hacia Keira.
—¿No me habías dicho que eran doce horas como mucho?
—En un barco ultrarrápido, quizá —dijo el capitán con una gran carcajada—, pero en este tipo de chatarra, rara vez se superan los veinte nudos, y eso si el viento es favorable. ¡Si se marea, quédese en el puente! ¡No me vaya a guarrear el barco! Y abríguese.
—Te juro que no sabía nada —me dijo Keira, cruzando los dedos detrás de la espalda.
El carguero soltó amarras. No había mucha marejadilla en el canal de la Mancha, pero la lluvia se apuntó al viaje. Keira me hizo compañía durante más de una hora antes de volver al interior del barco; era verdad que hacía un frío tremendo. El segundo capitán se apiadó de mí y ordenó a su alférez que me trajera un chubasquero y unos guantes. El hombre aprovechó para fumarse un cigarrillo en el puente y, para distraerme, pegó la hebra conmigo.
Había treinta hombres a bordo entre oficiales, mecánicos, contramaestre, cocineros y marineros. El alférez me explicó que subir la carga a bordo era una operación muy compleja de la que dependía la seguridad del viaje. En los años ochenta, cien barcos como ése se habían hundido tan de prisa que no había habido ningún superviviente. Seiscientos cincuenta hombres habían perdido la vida en el mar. El mayor peligro que nos acechaba era que el cargamento se deslizara dentro de la bodega. El carguero entonces se escoraba y se hundía. Las excavadoras que veía remover el grano en las calas maniobraban para que eso no ocurriera. No era el único peligro que nos acechaba, añadió, dándole una calada a su cigarrillo. Si entraba agua por las grandes escotillas por culpa de una ola demasiado alta, el peso añadido en las calas podía partir el casco en dos. El resultado sería el mismo, el barco se hundiría en pocos segundos. Esa noche la Mancha estaba en calma, y a menos que se levantara viento no corríamos ningún peligro de esa clase. El alférez tiró la colilla por la borda y volvió al trabajo, dejándome solo y pensativo.
Keira fue a verme varias veces para suplicarme que me reuniera con ella en el camarote. Me trajo unos bocadillos, que no quise ni probar, y un termo con té. Hacia medianoche se fue a la cama, no sin antes repetirme que era ridículo que siguiera ahí y que me iba a dejar la vida en ese puente. Arrebujado en el chubasquero, acurrucado al pie del palo en cuyo extremo refulgía la luz de mástil, me quedé dormido, acunado por el sonido del estrave al hender el mar.
Keira me despertó por la mañana a primera hora. Estaba tumbado con los brazos en cruz en la cubierta de proa. Tenía una poca de hambre, pero se me quitó en cuanto entré en el pañol. Un olor a pescado y a fritanga se mezclaba con el del café. Me dio una arcada y tuve que precipitarme fuera otra vez.
—Esas que ves a lo lejos son las costas holandesas —me dijo Keira al reunirse conmigo—, tu calvario llega a su fin.
Esa apreciación era muy relativa pues todavía hubo que esperar cuatro horas hasta que sonó el cuerno de mar y empecé a notar que las máquinas aminoraban la velocidad. El carguero puso rumbo a la costa y entró poco después en el canal que llegaba hasta el puerto de Amsterdam.
En cuanto el barco echó el ancla, desembarcamos. Un oficial de aduanas nos esperaba al pie de la pasarela, examinó rápidamente nuestros pasaportes, rebuscó en nuestro equipaje, que no contenía más que las cuatro cosas que habíamos comprado en una tienda de Saint-Mawes, y nos permitió el paso.
—¿Adónde vamos? —le dije a Keira.
—¡A darnos una ducha!
—¿Y después?
Consultó su reloj.
—Hemos quedado con Ivory a las seis en un café…
Se sacó un papel del bolsillo.
—… en la plaza del palacio de Dam —me dijo.
Reservamos una habitación en el Gran Hotel Krasnapolsky. No era el más barato de la ciudad, pero tenía la ventaja de estar situado a cincuenta metros de nuestro lugar de encuentro. Por la tarde Keira me llevó a la plaza principal de la ciudad, donde nos mezclamos con la multitud. Se había formado una larga cola delante del museo de cera de Madame Tussaud, y unos cuantos turistas tomaban un tentempié en la terraza del Europub bajo unas sombrillas con calefacción, pero Ivory no se encontraba entre ellos. Fui el primero en verlo. Se sentó con nosotros en la mesa que habíamos elegido, justo detrás del ventanal.
—Cuánto me alegro de verlos —dijo mientras se acomodaba—, ¡Vaya viaje han hecho!
Keira se mostraba fría con él, y el viejo profesor se dio cuenta en seguida de que no era bien recibido.
—¿Me guarda rencor por algo? —le preguntó con una expresión burlona.
—¿Por qué debería guardarle rencor? Casi nos caemos por un precipicio, por poco me ahogo en un río, he pasado unas cuantas semanas en una cárcel china, nos han disparado en un tren y nos ha expulsado de Rusia un comando militar que ha eliminado a unos veinte hombres ante nuestros ojos. Eso sin contar las condiciones extremas en las que hemos viajado estos últimos meses: aviones viejísimos, tartanas, autobuses destartalados, sin olvidar el pequeño carricoche de equipaje, en el que aterricé entre dos maletas. Y mientras nos paseaba a su antojo, supongo que usted esperaba tranquilamente en su cómodo apartamento a que nos encargáramos del trabajo sucio, ¿verdad? ¿Empezó a tomarme el pelo a lo grande el día que me conoció en el museo o fue un poco más tarde?
—Keira —dijo Ivory en tono sentencioso—, ya tuvimos esta misma conversación por teléfono anteayer. Se equivoca conmigo, quizá no he tenido aún tiempo de explicárselo todo, pero nunca la he manipulado. Al contrario, no he dejado un momento de protegerla. Fue usted quien decidió partir en busca de esos fragmentos. No necesité convencerla, me contenté con señalarle algunos hechos. En cuanto a los riesgos a los que se han visto expuestos ambos… Sepa que para repatriar a Adrian de China, así como para sacarla a usted de la cárcel, yo mismo me he arriesgado mucho. Y he perdido a un amigo muy querido que pagó su liberación con su vida.
—¿Qué amigo? —quiso saber Keira.
—Su despacho estaba en el palacio frente a ustedes —contestó Ivory con voz triste—. Por eso les he pedido que nos viéramos aquí… ¿De verdad han traído un tercer fragmento de Rusia?
—Esto es un toma y daca —dijo Keira—, Le he dicho que se lo enseñaré cuando usted nos cuente todo lo que sabe acerca del que hallaron en la selva amazónica. ¡Sé que sabe dónde se encuentra, y no intente convencerme de lo contrario!
—Está delante de usted —suspiró Ivory.
—Ya está bien de adivinanzas, profesor, ya he jugado bastante, y usted ya ha jugado bastante conmigo. No veo ningún fragmento sobre la mesa.
—No sea estúpida, levante los ojos y mire delante de usted.
Dirigimos ambos la mirada hacia el palacio que se erguía al otro lado de la plaza.
—¿Está en ese edificio? —preguntó Keira.
—Sí, tengo motivos para creerlo, pero no sé dónde exactamente. Ese amigo mío que murió estaba encargado de su custodia, pero se llevó consigo a la tumba la clave del enigma que nos permitiría hacernos con el fragmento.
—¿Cómo está tan seguro? —intervine yo.
Ivory se inclinó sobre la bolsa que tenía a los pies, la abrió y sacó un grueso volumen que dejó sobre la mesa. La portada atrajo en seguida mi atención, se trataba de un manual muy antiguo de astronomía. Lo cogí para hojearlo.
—Es un libro magnífico.
—Sí —corroboró Ivory—, y es una edición original. Me lo regaló el amigo del que les hablo, es muy valioso para mí, pero sobre todo mire la dedicatoria que me escribió.
Volví al principio del volumen y leí en voz alta el mensaje escrito con pluma en la página de guarda.
Sé que le gustará esta obra, no le falta nada puesto que lo tiene todo, hasta la prueba de nuestra amistad.
Su más entregado adversario de ajedrez,
Vackeers.
—La solución del enigma está oculta en esas pocas palabras. Sé que Vackeers intentaba decirme algo. No se trata en ningún caso de una frase anodina. Pero ignoro lo que significa.
—¿Y cómo podríamos ayudarlo nosotros? No conocimos a ese tal Vackeers.
—Y créanme que lo siento, lo habrían apreciado mucho, era un hombre de una inteligencia poco común. Como el libro es un tratado de astronomía, me he dicho que tal vez usted, Adrian, podría entender el significado de esta dedicatoria.
—Tiene casi seiscientas páginas —observé—. Si quiere que encuentre algo en este libro no tardaré poco tiempo, desde luego. Un primer estudio en profundidad me llevará varios días. ¿No tiene ninguna otra pista, nada que pueda orientarnos? Ni siquiera sabemos qué buscar en este libro.
—Síganme —dijo Ivory, levantándose—, voy a llevarlos a un lugar al que nadie tiene acceso, bueno, casi nadie. Sólo Vackeers, su secretario personal y yo mismo conocemos su existencia. Vackeers sabía que yo había descubierto su escondite, pero fingía ignorarlo, esa delicadeza por su parte es una prueba de su amistad, me imagino.
—¿No es eso precisamente lo que le dice en esa dedicatoria? —preguntó Keira.
—Sí —suspiró Ivory—, por eso estamos aquí.
Pagó la cuenta y lo seguimos fuera del café, hasta la gran plaza. Keira no prestó ninguna atención a la circulación, estuvo a punto de que la atropellara un tranvía, y eso que el conductor hizo sonar la campana varias veces. La retuve por los pelos.
Ivory nos hizo entrar en la iglesia por la puerta lateral y cruzamos la suntuosa nave hasta el crucero. Estaba admirando la tumba del almirante De Ruyter cuando un hombre vestido con un traje oscuro se reunió con nosotros en la absidiola.
—Gracias por acudir a la cita —susurró Ivory para no molestar a las pocas personas que estaban rezando allí.
—Era usted su único amigo, sé que el señor Vackeers habría querido que respondiese a su petición. Confío en su discreción, si me descubrieran tendría serios problemas.
—Pierda cuidado —le dijo Ivory, dándole una palmadita cordial en el hombro—, Vackeers le tenía en mucha estima, lo apreciaba muchísimo. Cuando me hablaba de usted, notaba en su voz… ¿cómo decirle?… Amistad, sí, eso es exactamente, Vackeers le había otorgado su amistad.
—¿De verdad? —preguntó el hombre, con un tono tan sincero que resultaba conmovedor.
Se sacó una llave del bolsillo, abrió el cerrojo de una puertecita situada al fondo de la capilla y bajamos los cincuenta peldaños de una escalera que se encontraba justo al otro lado. Acto seguido nos adentramos por un largo pasillo.
—Este subterráneo pasa por debajo de la plaza y comunica directamente con el palacio de Dam —nos dijo el hombre—. Está bastante oscuro, cada vez más a medida que se avanza, así que no se alejen de mí.
No oíamos más que el eco de nuestros pasos, y cuanto más avanzábamos, menos luz había. Pronto estuvimos sumidos en la oscuridad más total.
—Cincuenta pasos más y volveremos a ver la luz —nos dijo nuestro guía—. Sigan el arroyo central para no tropezar. Lo sé, el lugar no es muy agradable; detesto tener que venir por aquí.
Una nueva escalera apareció ante nosotros.
—Tengan cuidado, los escalones resbalan. Agárrense a la cuerda de cáñamo que hay en la pared.
En lo alto de la escalera nos encontramos delante de una puerta de madera armada con pesadas barras de hierro. El asistente de Vackeers manipuló dos grandes pomos y un mecanismo liberó el pestillo. Desembocamos en una antecámara en la planta baja del palacio. En el mármol blanco de la gran sala había grabados tres enormes mapas. Uno representaba el hemisferio occidental, otro, el hemisferio oriental, y el tercero era un mapa celeste de una precisión pasmosa. Avancé para verlo desde más cerca. Nunca había tenido ocasión de pasar de una sola zancada de Casiopea a Andrómeda, y dar saltitos de galaxia en galaxia era bastante divertido. Keira carraspeó para llamarme la atención. Ivory y su guía me miraban consternados.