La primera noche (32 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: La primera noche
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Vi a Keira pensativa, y apartó su plato, con la mirada perdida.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Esos hombres murieron de hambre y de frío, la naturaleza los enterró. Seguramente ya no tenían fuerzas para excavar las tumbas de los que murieron antes que ellos. Además, exceptuando los ancianos y los niños, todos debieron de morir más o menos al mismo tiempo, o con poca diferencia entre unos y otros.

—¿Adonde quiere llegar? —le preguntó Egorov.

—Piense un poco… Ha recorrido miles de kilómetros para ir a llevar un mensaje, ha sido un viaje llevado a cabo en varias generaciones. Ahora, imagine que usted y su grupo son los últimos supervivientes de esta increíble aventura… Toman conciencia de que están atrapados y que no llegarán a concluir el viaje. ¿Qué hacen?

Egorov me miró como si yo supiera la respuesta… ¡Era la primera vez que lo veía un poco interesado! Me serví otra ración de asado de carne, que estaba bastante malo, dicho sea de paso, pero al menos así podía ganar un poco de tiempo.

—Pues bien —dije con la boca llena—, pensándolo un poco…

—Si hubiese recorrido todos esos miles de kilómetros para llevar un mensaje —me interrumpió Keira—, si hubiese sacrificado su vida, ¿no haría todo lo posible para que dicho mensaje llegara a sus destinatarios?

—En ese caso, la idea de enterrarlo no sería muy sensata —dije, mirando a Egorov con una expresión triunfal.

—¡Exactamente! —exclamó Keira—, y entonces, utilizaría sus últimas fuerzas para exponerlo en un lugar donde pudiera ser descubierto.

Egorov y Keira se levantaron de un salto, se pusieron sus parkas y se precipitaron fuera de la tienda; como no sabía muy bien qué hacer, opté por seguirlos.

Los equipos ya habían reanudado el trabajo.

—Pero ¿dónde? —preguntó Egorov, recorriendo el paisaje con la mirada.

—Yo no soy especialista en arqueología —dije con toda humildad—, pero si me estuviera muriendo de frío, lo que de hecho me ocurre ahora mismo, y si quisiera impedir que un objeto quedara enterrado bajo la nieve… El único lugar posible se impone ante nosotros de manera yo diría que evidente.

—Los gigantes de piedra —concluyó Keira—, ¡El fragmento debe de estar incrustado en alguno de los tótems!

—Sobre todo no quisiera ser aguafiestas, pero la altura media de esos bloques de piedra es de unos cincuenta metros, y su diámetro, de diez, o, lo que es lo mismo, π x 10 x 50, lo que da una superficie total que explorar de 1.571 metros cuadrados por tótem, sin contar los huecos y las grietas en la piedra, y eso siempre y cuando antes hayamos conseguido fundir la nieve que los cubre y encontrado la manera de subir hasta lo alto para poner en práctica este proyecto que yo calificaría de fabuloso.

Keira me miró raro.

—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?

—¿No querías ser aguafiestas? ¡Pues que sepas que lo eres!

—Razón no le falta —intervino Egorov—. No tenemos los medios de liberar a los gigantes de sus abrigos de hielo. Habría que levantar gigantescos andamios, para lo que necesitaríamos diez veces más hombres de los que tenemos. Es imposible.

—Espere —intervino a su vez Keira—, Sigamos pensando un poco más.

Se puso a recorrer el terreno cuadriculado de un extremo a otro.

—Soy el que lleva el fragmento —dijo en voz alta—. Mis compañeros y yo estamos atrapados en esta altiplanicie a la que hemos tenido la imprudencia de subir para ver a lo lejos por qué camino tomar. Las paredes de la montaña se han helado, y ya no podemos bajar de aquí. No hay caza, tampoco vegetación, no hay alimento ninguno; comprendo que vamos a morir de hambre. Los que ya han muerto están cubiertos de nieve. Soy consciente de que pronto me tocará a mí, así que decido utilizar las pocas fuerzas que me quedan para trepar a uno de esos colosos e incrustar en la piedra el fragmento del que soy responsable. Tengo la esperanza de que alguien lo encuentre algún día y prosiga el viaje que yo no he podido concluir.

—Una descripción muy vivida —le dije a Keira—, siento mucha empatía por este héroe que ha sacrificado su vida, pero tu relato no nos dice cuál de los gigantes eligió, ni por dónde trepó.

—Hay que parar las excavaciones en mitad de la meseta y dedicar todos nuestros esfuerzos a excavar al pie de los colosos; si encontramos un cuerpo, es que vamos bien encaminados.

—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó Egorov.

—Yo también tengo mucha empatía por ese hombre —dijo Keira—, y si hubiera llevado mi misión hasta los límites de mi resistencia física, una vez incrustado el fragmento en la piedra, al ver a mis amigos muertos, me habría tirado al vacío para acortar mi sufrimiento.

Egorov confió en el instinto de Keira. Ordenó a sus hombres que abandonaran la búsqueda y que se reagruparan, tenía nuevas instrucciones que darles.

—¿Dónde quiere que empecemos? —le preguntó a Keira.

—¿Conoce el mito de los siete sabios? —le contestó ella.

—¿Los abgales? Esos siete sabios son seres mitad hombres, mitad peces, y aparecen en varias civilizaciones antiguas bajo la forma de dioses que dan origen a distintas civilizaciones. Los siete guardianes del Cielo y de la Tierra que entregan el saber a los seres humanos. ¿Quería poner a prueba mis conocimientos sobre los sumerios?

—No, pero según usted, si los sumerios hubieran creído reconocer en estos colosos a los siete abgales…

—Entonces —la interrumpió Egorov— sin duda habrían elegido al primero de ellos, el que los guiaba en su camino.

—¿Se refiere al coloso que está frente a los otros seis? —pregunté yo.

—Sí, lo llamaban Adapa —contestó Egorov.

Acto seguido, éste ordenó a sus hombres que se reagruparan al pie del tótem gigante y empezaran a excavar. Yo esperaba que el heroico sumerio que había trepado a lo alto del coloso hubiera tropezado y se hubiera caído con el fragmento en la mano. Esta hipótesis no tenía un pelo de científica, pero si resultaba cierta, ganaríamos mucho tiempo. Además, ¡uno nunca está al amparo de un golpe de suerte! Sospechaba que Keira había tenido la misma idea que yo, pues suplicó a los hombres de Egorov que no se apresuraran demasiado y exploraran el suelo con mucha minuciosidad.

Todavía tendríamos que tener paciencia, caía más nieve de la que podíamos apartar y las condiciones meteorológicas empeoraban con cada hora que pasaba. Se levantó una nueva tormenta, peor que la anterior, que nos obligó a interrumpir la búsqueda. Yo estaba agotado y me dolían todos los músculos, sólo soñaba con un buen baño caliente y un cómodo colchón. Egorov concedió permiso a todos para descansar un poco; en cuanto mejorara el tiempo daría de nuevo la orden de reanudar la búsqueda, aunque tuviera que ser en mitad de la noche. Keira estaba excitadísima y maldecía esa dichosa tormenta que le impedía proseguir con su trabajo. Quería dejar la tienda para ir al laboratorio y estudiar las primeras muestras recogidas. Tuve que desplegar todas mis dotes de psicólogo para disuadirla. No se veía a más de cinco metros y aventurarse fuera de la tienda en esas condiciones era pura inconsciencia. Al final accedió a escucharme y vino a tenderse a mi lado.

—Creo que estoy maldita —dijo.

—No es más que una tormenta de nieve. En pleno invierno y en mitad de Siberia no creo que pueda hablarse de una maldición. Estoy seguro de que mañana el tiempo mejorará.

—Egorov me ha dado a entender que esto podría durar varios días —se lamentó Keira, de pésimo humor.

—Tienes muy mala cara, deberías descansar, y aunque esta tormenta durara cuarenta y ocho horas, no es el fin del mundo. Los hallazgos que has hecho esta mañana son de un valor incalculable.

—¿Por qué siempre te excluyes? Sin ti no estaríamos aquí, y nada de lo que hemos vivido habría ocurrido.

Pensé en todo cuanto había sucedido en las últimas semanas, y ese comentario, tan generoso por su parte, me dejó perplejo. Keira se acurrucó contra mí. Me quedé mucho tiempo despierto, escuchando su respiración. Fuera, los embates del viento redoblaban su fuerza, pero yo bendecía en secreto el mal tiempo por la tregua que nos imponía y por esos pocos momentos de intimidad que nos regalaba.

El día siguiente fue casi tan negro como la noche. La tormenta era más intensa aún. Era impensable ya salir de la tienda sin atarnos los unos a los otros con cuerdas. Para llegar hasta el comedor, había que caminar a la luz de una potente linterna y luchar contra borrascas de una violencia inaudita. Al final de la tarde Egorov nos informó de que lo peor había pasado. La depresión no se extendía más allá de la región en la que nos encontrábamos, y los vientos del norte no tardarían en arrastrarla consigo. Esperaba poder reanudar la búsqueda al día siguiente. Keira y yo tratábamos de calcular la cantidad de nieve que tendríamos que despejar antes de progresar de nuevo. No había otra cosa que hacer para matar el tiempo que jugar a las cartas. Keira abandonó varias veces la partida para ir a comprobar la evolución de la tormenta, y la veía volver cada vez igual de intranquila.

A las seis de la mañana me despertó un ruido de pasos muy cerca de donde nosotros dormíamos. Me levanté sin ruido, bajé con cuidado la doble cremallera de la tienda y asomé la cabeza por la abertura. La tormenta había dejado paso a una nieve fina que caía bajo un cielo gris. Dirigí la mirada hacia los colosos de piedra que por fin volvían a aparecer a la luz del alba. Pero otra cosa atrajo mi atención, algo de lo que hubiera preferido no ser jamás testigo. Al pie del gigante de piedra solitario que supuestamente albergaba el cuerpo de un antiguo chamán yacía el de uno de mis contemporáneos en medio de un charco de sangre que manchaba la nieve.

Surgiendo de la pared montañosa con agilidad pasmosa, unos treinta individuos vestidos con monos blancos avanzaban hacia nosotros, rodeando el campamento. Uno de nuestros guardaespaldas salió, y lo vi detenerse: una bala que impactó contra su pecho frenó en seco su marcha. Tuvo el tiempo justo de disparar un tiro antes de desplomarse en el suelo.

Ese tiro dio la alerta. Disparos de precisión casi militar sorprendieron uno a uno a los hombres de Egorov, que salieron corriendo de sus tiendas. Fue una hecatombe. Los que aún seguían a cubierto habían tomado posición y contraatacaban con fusiles de percusión cuyo alcance no parecía muy eficaz. El combate continuaba, nuestros asaltantes ganaban terreno, se acercaban a nosotros reptando. Nuestras balas alcanzaron a dos de ellos.

Los disparos habían despertado a Keira, que se incorporó de un salto en su catre y vio la palidez de mi rostro. Le ordené que se vistiera inmediatamente. Mientras se ponía los zapatos, calibré nuestra situación: no había escapatoria, era imposible huir por detrás, la lona de nuestra tienda estaba clavada en el suelo con demasiada fuerza. Cediendo al pánico, cogí una pala y me puse a cavar. Keira se acercó al hueco que había dejado abierto en la entrada de la tienda, pero me volví y tiré de ella violentamente hacia el interior.

—¡Tiran a quemarropa sobre todo lo que se mueve, aléjate de las paredes de la tienda y ayúdame!

—Adrian, el hielo está duro como una piedra, pierdes el tiempo. ¿Quiénes son estos tipos?

—No tengo ni idea, ¡no han tenido la cortesía de presentarse antes de ametrallarnos!

Nueva serie de disparos, esta vez en ráfagas. No aguantaba más aquella impotencia, así que hice justamente lo que acababa de prohibirle a Keira. Cuando volví a asomar la cabeza fuera, fui testigo de una verdadera carnicería. Los hombres de blanco se acercaron a una tienda y deslizaron a ras de suelo un cable que les permitía ver lo que sucedía en el interior; unos segundos más tarde, vaciaron los cargadores a través de la lona y luego pasaron a la tienda siguiente.

Cerré la cremallera, me acerqué a Keira y me acurruqué sobre su cuerpo para protegerla lo mejor que pude.

Ella levantó la cabeza, esbozó una sonrisa triste y me besó en los labios.

—Es muy caballeroso por tu parte, amor mío, pero temo que no sirva de mucho. Te quiero y no me arrepiento de nada —dijo, y me besó otra vez.

No había otra cosa que hacer más que esperar nuestro turno. La estreché entre mis brazos y le murmuré que yo tampoco me arrepentía de nada. Nuestras confidencias amorosas quedaron interrumpidas por la irrupción brutal de dos hombres armados con fusiles de asalto. Abracé a Keira con más fuerza y cerré los ojos.

Puente de Luzhkov

El canal Vodootvodny estaba helado. Una decena de patinadores lo recorría, deslizándose de prisa sobre su gruesa capa de hielo. Moscú iba a pie a su despacho. Un Mercedes negro lo seguía a distancia. Cogió su móvil y llamó a Londres.

—La intervención ha terminado —dijo.

—Tiene la voz rara, ¿ha ido todo como esperábamos?

—No del todo, las condiciones eran difíciles.

Ashton contuvo el aliento a la espera de que su interlocutor le contara lo que había ocurrido.

—Temo —añadió Moscú— tener que rendir cuentas antes de lo previsto. Las unidades de Egorov se defendieron con valentía, hemos perdido hombres.

—¡Me traen sin cuidado sus hombres! —replicó Ashton—, ¡Dígame qué ha sido de nuestros científicos!

Moscú colgó y llamó a su chófer. El automóvil llegó a su altura, el guardaespaldas bajó y le abrió la puerta. Moscú se instaló en el asiento de atrás del vehículo, que se alejó a toda velocidad. El teléfono del coche sonó varias veces, pero Moscú no quiso contestar a la llamada.

Tras una breve parada en su despacho, pidió a su chófer que lo llevara al aeropuerto de Sheremetyevo, donde un avión privado lo esperaba delante de la terminal de vuelos de negocios; el coche cruzó la ciudad, con la sirena a todo volumen, abriéndose paso entre el atasco. Moscú suspiró y consultó su reloj: tardaría tres horas en llegar a Ekaterimburgo.

Man-Pupu-Nyor

Los hombres que habían irrumpido en nuestra tienda nos arrastraron precipitadamente al exterior. La meseta de Los Siete Gigantes de los Urales estaba cubierta de cuerpos ensangrentados. Tan sólo Egorov parecía haber sobrevivido al ataque: yacía boca abajo, atado de pies y manos. Seis hombres armados con fusiles en bandolera lo vigilaban. Levantó la cabeza para dirigirnos una última mirada, pero al instante recibió una violenta patada en la nuca. Oímos el ruido sordo de un rotor, la nieve se elevó delante de nosotros, y vimos aparecer en una ladera de la montaña la carlinga de un potente helicóptero que se alzaba en vertical desde la pared nevada. Se posó a pocos metros de nosotros. Los dos asaltantes que nos escoltaban nos dieron unas palmaditas cordiales en la espalda y nos llevaron corriendo hasta el aparato. Cuando nos estaban subiendo a bordo, uno de ellos nos hizo un gesto, con el pulgar hacia arriba, como para felicitarnos de algo. La puerta se cerró y el helicóptero despegó en seguida. El piloto dio una vuelta por encima del campamento y Keira se inclinó hacia la ventanilla para lanzar una última mirada.

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