—¿No ha llamado?
—¿Le diste el número de casa?
Keira se quedó callada.
—En ese caso, quizá me haya llamado al despacho, pero me he marchado pronto para prepararte una cena que encontrarás… en la basura. ¡Me he pasado en la cocción, no te habría gustado!
—Pero ¿dónde está Adrian?
—Creía que estaba contigo, que preferíais pasar la velada los dos solos.
—No, yo estaba con Max…
—¡Anda, lo que faltaba! ¿Y se puede saber por qué?
—Por nuestras investigaciones, Jeanne, no empieces. Y ahora, ¿cómo voy a encontrar a Adrian?
—¡Pues llamándolo!
Keira se precipitó al teléfono pero contestó mi buzón de voz. ¡Un poquito de amor propio sí que tengo! Me dejó un largo mensaje… «Lo siento mucho, se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta, no tengo perdón, pero es que era apasionante, tengo un montón de cosas fantásticas que contarte, ¿dónde estás? Sé que son más de las diez, ¡pero llámame, llámame, llámame!» Y otro mensaje en el que me decía el número fijo de su hermana. Un tercero en el que se preocupaba de verdad por no tener noticias mías. Un cuarto en el que se ponía un poco nerviosa. Un quinto en el que me acusaba de tener mal genio. Un sexto hacia las tres de la mañana, y un último mensaje en el que colgó sin decir palabra.
Dormí en un pequeño hotel de la isla de Saint-Louis. Nada más terminar de desayunar, cogí un taxi hasta casa de Jeanne. La puerta del portal estaba cerrada y no conocía el código, de modo que me senté a leer el periódico en un banco que vi en la acera de enfrente.
Jeanne salió de su edificio poco después. Me reconoció y se dirigió a mí.
—¡Keira estaba preocupadísima!
—¡Pues ya somos dos!
—Lo siento —dijo Jeanne—, yo también estoy enfadada con ella.
—Yo no estoy enfadado —me apresuré a aclarar.
—¡Pues es para estarlo!
Dicho esto, Jeanne se despidió y se alejó unos pasos antes de volver hacia mí.
—Su entrevista de ayer con Max era estrictamente profesional, ¡pero yo no te he dicho nada!
—¿Serías tan amable de decirme el código del portal?
Jeanne me lo apuntó en un papel y se fue a trabajar.
Me quedé en el banco leyendo el periódico hasta la última página; luego fui a una panadería que había allí al lado y compré unos bollos.
Keira me abrió la puerta, con los ojos empañados de sueño.
—Pero ¿dónde te habías metido? —me preguntó, frotándose los párpados—. ¡Estaba muerta de preocupación!
—¿Quieres un croissant? ¿Un bollo de chocolate? ¿Ambas cosas?
—Adrian…
—Desayuna y vístete, hay un Eurostar que sale sobre las doce, todavía estamos a tiempo de cogerlo.
—Antes tengo que ir a ver a Ivory, es muy importante.
—En realidad, hay un Eurostar cada hora, así que… vamos a ver a Ivory.
Keira preparó café y me contó la teoría que le había expuesto a Max. Mientras me la explicaba, yo le daba vueltas a esa frasecita que había dicho el anticuario con respecto a las esferas armilares. No sabía por qué, pero me entraron ganas de llamar a Erwan para comentárselo. A Keira no se le pasó mi distracción pasajera, y me llamó al orden.
—¿Quieres que te acompañe a ver a ese viejo profesor? —dije, enganchándome de nuevo al hilo de su conversación.
—¿Puedes decirme dónde has pasado la noche?
—No, o sea, sí que podría, pero no lo voy a hacer —contesté con una sonrisa de oreja a oreja.
—Me trae sin cuidado.
—Pues no se hable más… Y Ivory, entonces, porque ahí nos habíamos quedado, ¿no?
—No ha vuelto por el museo, pero Jeanne me ha dado el número de su casa. Voy a llamarlo.
Keira se dirigió a la habitación de su hermana, donde estaba el teléfono, pero antes se volvió hacia mí y me dijo:
—¿Dónde has dormido?
Ivory accedió a recibirnos en su casa. Vivía en un apartamento elegante en la isla de Saint-Louis… a dos pasos de mi hotel. Cuando nos abrió la puerta, reconocí al hombre que, el día anterior, se había bajado de un taxi cuando yo estaba sentado leyendo en la terraza del café. Nos hizo pasar al salón y nos ofreció té y café.
—Es un placer volver a verlos a los dos. ¿En qué puedo serles útil?
Keira fue directa al grano, le preguntó si sabía dónde había sido encontrado el fragmento del que le había hablado en el museo.
—¿Por qué no me dice primero por qué le interesa saberlo?
—Creo haber progresado en la interpretación del texto escrito en gueze.
—Me tiene usted intrigadísimo. ¿Qué ha descubierto?
Keira le explicó su teoría sobre los pueblos de los hipogeos. En los milenios IV y V antes de nuestra era, unos hombres encontraron el objeto en su forma intacta y disociaron sus partes. Según el manuscrito, se constituyeron varios grupos para ir a llevar los diferentes fragmentos a distintos lugares del mundo.
—Es una hipótesis maravillosa —exclamó Ivory—, y quizá tenga sentido. Salvo por el pequeño detalle de que no tiene usted ni idea de lo que habría podido motivar esos viajes, tan peligrosos como improbables.
—Una idea sí que tengo… —contestó Keira.
Apoyándose en lo que le había enseñado Max, sugirió que cada fragmento daba fe de un conocimiento, un saber que debía ser revelado.
—En eso no estoy de acuerdo con usted, incluso me inclinaría por la idea contraria —replicó Ivory—. El final del texto deja suponer que se trataba de un secreto que había que guardar. Léalo usted mismo: «
Que permanezcan ocultas las sombras de lo infinito.»
Y mientras Keira discutía con Ivory, las «sombras de lo infinito» me trajeron de nuevo a las mientes el anticuario del barrio del Marais.
—Lo interesante no es tanto lo que nos muestran las esferas armilares, sino lo que no nos muestran y que sin embargo adivinamos —murmuré.
—Perdón ¿cómo dice? —me preguntó Ivory, volviéndose hacia mí.
—El vacío y el tiempo —le dije.
—¿De qué estás hablando? —quiso saber Keira.
—Nada, una idea que no tiene nada que ver con vuestra conversación, pero se me ha ocurrido de repente.
—¿Y dónde piensa encontrar los fragmentos restantes? —prosiguió Ivory.
—Los que obran en nuestro poder fueron descubiertos en el cráter de un volcán, a varias decenas de kilómetros de un gran río. Uno al este, y el otro al sur, por lo que presiento que los demás están escondidos en lugares similares, pero al oeste y al norte.
—¿Tienen esos dos fragmentos aquí? —insistió Ivory, que tenía los ojos brillantes.
Keira y yo nos miramos de reojo, ella se quitó su colgante, y yo saqué el otro fragmento, que guardaba como oro en paño en el bolsillo interior de mi chaqueta, y los dejamos sobre la mesita del salón. Keira los reunió, y recuperaron ese color azul vivo que seguía asombrándonos tanto, pero esta vez noté que el resplandor era algo más tenue, como si los objetos estuvieran perdiendo energía.
—¡Es pasmoso! —exclamó Ivory—. Mucho más de lo que había imaginado.
—¿Qué había imaginado? —preguntó Keira, intrigada.
—Nada, nada en especial —farfulló Ivory—, pero reconozca que este fenómeno es asombroso, sobre todo conociendo la edad de este objeto.
—¿Y ahora ya sí quiere decirnos dónde fue encontrado el suyo?
—No es mío, ya me gustaría a mí que lo fuera. Se encontró hace treinta años en los Andes peruanos, pero, por desgracia para su teoría, no fue en el cráter de un volcán.
—¿Dónde entonces? —quiso saber Keira.
—A unos ciento cincuenta kilómetros al nordeste del lago Titicaca.
—¿En qué circunstancias? —pregunté yo.
—En el marco de una misión llevada a cabo por un equipo de geólogos holandeses; iban hacia las fuentes del río Amazonas. Repararon en el objeto debido a su forma singular, se encontraba en una cueva en la que los científicos se habían refugiado del mal tiempo. No les habría llamado la atención de no haber sido porque el jefe de esa misión fue testigo del mismo fenómeno que ustedes. Durante esa noche de tormenta, los relámpagos provocaron la famosa proyección de puntos luminosos sobre una de las paredes de su tienda. El hecho lo marcó tanto más cuanto que, al día siguiente, se dio cuenta de que la lona de la tienda se había vuelto permeable a la luz. Había en ella miles de agujeritos. Las tormentas eran frecuentes en esa región, de modo que el explorador holandés reprodujo la experiencia varias veces, y dedujo que no podía tratarse de una simple piedra. Se trajo consigo el fragmento a Holanda para que lo estudiaran.
—¿Podríamos hablar con ese geólogo?
—Murió unos meses más tarde, sufrió una caída tonta en una expedición posterior.
—¿Dónde está el fragmento que descubrió?
—En alguna parte, en un lugar seguro, pero ¿dónde? No estoy seguro.
—Lo del volcán no se ha verificado, pero, en cambio, sí es cierto que fue hallado al oeste.
—Sí, es lo menos que se puede decir.
—Y a varias decenas de kilómetros de un afluente del Amazonas.
—Eso también es así —corroboró Ivory.
—Se verifican así dos hipótesis de tres, no está mal —dijo Keira.
—Me temo que eso no la ayude mucho a encontrar los otros fragmentos. Dos de ellos fueron hallados accidentalmente. Y en lo que respecta al tercero, tuvieron ustedes mucha suerte.
—Estuve colgando en el vacío a dos mil quinientos metros de altura, sobrevolamos Birmania a ras del suelo a bordo de un avión que no tenía más que las alas para merecer ese nombre, estuve a punto de morir ahogada, y Adrian, de una neumonía, ah, y añada a esta lista tres meses en una cárcel china… ¡De verdad no me parece que a eso se le llame tener suerte!
—No era mi intención minimizar sus respectivos talentos. Deme unos días para pensar en su teoría, voy a volver a enfrascarme en mis lecturas, si encuentro en ellas la más mínima información que pudiera contribuir a su investigación, los llamaré.
Keira apuntó mi número de teléfono en una hoja de papel y se la tendió a Ivory.
—¿Dónde piensan ir ahora? —preguntó éste mientras nos acompañaba hasta la puerta.
—A Londres. Nosotros también queremos leer e investigar un poco por nuestra cuenta.
—Entonces, les deseo una feliz estancia en Inglaterra. Una última cosa antes de que se marchen: tenía razón hace un momento, la suerte no los ha acompañado en absoluto, por lo que les recomiendo la máxima prudencia, y, para empezar, no le enseñen a nadie este fenómeno del que acabo de ser testigo.
Nos despedimos del viejo profesor, pasamos por mi hotel a recoger mi equipaje, sin que Keira hiciera ningún comentario sobre el día anterior, y la acompañé al museo para que fuera a despedirse de Jeanne antes de marcharnos.
No les presté mucha atención en el andén de la estación del Norte cuando me empujaron sin disculparse, pero fue al ir al vagón-restaurante cuando volví a reparar en esa pareja cuando menos extraña. A primera vista, no era más que un joven inglés con su novia, igual de mal vestidos el uno que el otro. Cuando me acerqué a la barra, el chico me miró raro, y luego su amiga y él se fueron, recorriendo todos los vagones hacia la locomotora. El tren paraba en Ashford quince minutos después, y deduje que iban a buscar sus cosas antes de apearse. El empleado que despachaba la comida rápida —dada la interminable cola que había para llegar hasta él, me preguntaba qué tenía de rápida esa comida— miró alejarse a los dos jóvenes de cabeza rapada suspirando.
—El corte de pelo no hace al monje —le dije, y le pedí un café—, A lo mejor cuando uno los conoce son simpáticos, ¿no?
—A lo mejor —contestó el empleado con tono dubitativo—, pero el chico se ha pasado todo el viaje limpiándose las uñas con un cúter, y la chica, mirándolo. ¡No dan muchas ganas de pegar la hebra con ellos!
Pagué mi consumición y volví a mi asiento. Justo cuando entraba en el vagón, donde Keira se había quedado dormida, volví a cruzarme con los dos tipejos de antes, que estaban al lado del compartimento de equipajes, donde habíamos dejado el nuestro. Cuando me acerqué a ellos, el chico le hizo una señal a la chica, y ésta se volvió y me cortó el paso.
—Está ocupado —me espetó con aire arrogante.
—Ya —le dije—, ¿cómo que ocupado?
El chico se interpuso y se sacó el cúter del bolsillo a la vez que me decía que no le había gustado el tono con el que me había dirigido a su novia.
De joven frecuentaba el barrio de Ladbroke Grove, donde vivía mi mejor amigo del colegio; conocí las calles reservadas a ciertas bandas, los cruces por los que nos estaba prohibido pasar, los bares en los que no convenía ir a jugar al futbolín. Sabía que esos dos buscaban pelea. Si me movía, la chica me saltaría a la espalda para sujetarme los brazos mientras su amigo me molería a palos. Una vez en el suelo, me rematarían a patadas en las costillas. La Inglaterra de mi infancia no eran sólo jardincitos y parques, y, en ese aspecto, los tiempos no habían cambiado demasiado. Siempre resulta bastante complicado actuar por instinto cuando se tienen principios… Le di una buena torta a la chica, que cayó sobre las maletas, sujetándose la mejilla con la mano. Pasmado, el chico se plantó de un salto delante de mí, pasándose el cúter de una mano a otra. Era hora de olvidar al adolescente que hay en mí y dejar paso al adulto en que se supone que me he convertido.
—Diez segundos —le dije—, dentro de diez segundos te confisco el cúter, y que sepas que si lo cojo, bajas en bolas de este tren; ¿te tienta, o te lo guardas en el bolsillo y dejamos aquí la cosa?
La chica se levantó, furiosa, y volvió a desafiarme; su amigo estaba cada vez más nervioso.
—Raja a este hijo de puta —gritó—. ¡Rájalo, Tom!
—Tom, deberías tener más autoridad sobre tu novia, guarda eso antes de que uno de los dos se haga daño.
—¿Se puede saber qué pasa aquí? —preguntó Keira, que justo llegaba en ese momento.
—Una pequeña discusión —contesté mientras la obligaba a retroceder.
—¿Quieres que pida ayuda?
Los dos jóvenes no esperaban que pudieran venir refuerzos; el tren aminoraba la marcha, por la portezuela se veía ya el andén de la estación de Ashford. Tom arrastró a su novia pero no dejó de amenazarnos con el cúter. Keira y yo nos quedamos inmóviles sin apartar la mirada del arma que iba y venía de un lado a otro delante de nosotros.
—¡Largaos! —dijo el chico.
En cuanto el tren se paró, saltaron al andén y se marcharon corriendo.