—Entonces volvamos, Londres supone un buen motivo para marcharnos de Hydra.
—Si es posible, me gustaría pasar también por París.
—¿Para ver a Max, entonces?
—¡Para ver a Jeanne! Y también para hacerle una visita a Ivory.
—Pensaba que el viejo profesor había dejado el museo y se había ido de viaje.
—Yo también me he ido de viaje, y mira, aquí estoy de vuelta; quién sabe, a lo mejor él también lo esté.
Keira fue a preparar sus cosas, y yo a mi madre, para que se fuera haciendo a la idea de que nos marchábamos. Walter sintió mucho que fuéramos a dejar la isla. Había agotado todas sus vacaciones de los próximos dos años, pero todavía contaba con pasar el fin de semana siguiente en Hydra. Le dije que no cambiara sus planes, lo volvería a ver encantado la semana siguiente en la Academia donde había decidido ir yo también. Esta vez no dejaría que Keira investigara ella sola, sobre todo desde que me había anunciado que primero quería pasar por París. Saqué, pues, dos billetes para Francia.
Ivory se quedó dormido en el sofá del salón. Vackeers lo cubrió con una manta y se retiró a su habitación. Se pasó buena parte de la noche dándole vueltas en la cabeza a unas ideas que no le dejaban conciliar el sueño. Su antiguo cómplice solicitaba su ayuda, pero hacerle ese favor implicaba comprometerse. Los próximos meses serían los últimos de su carrera, y que lo sorprendieran en delito flagrante de traición no le entusiasmaba en absoluto. Por la mañana temprano fue a preparar el desayuno. El silbido del hervidor despertó a Ivory.
—Ha sido una noche corta, ¿verdad? —dijo al sentarse a la mesa del desayuno.
—Es lo menos que se puede decir, pero para un duelo de tal calidad, creo que valía la pena —contestó Vackeers.
—No me he dado cuenta de que me había quedado dormido, es la primera vez que me pasa, siento mucho haber abusado de su hospitalidad de esta manera.
—No tiene importancia, espero que este viejo Chesterfield no le haya dejado la espalda molida.
—Creo que soy más viejo que él —se rió Ivory.
—Ya le gustaría a usted, es un sofá que heredé de mi padre.
Se instaló un silencio entre ambos. Ivory miró fijamente a Vackeers, se bebió su taza de té, tomó un biscote y se levantó.
—Ahora ya sí que he abusado de su hospitalidad, regresaré a mi hotel para que pueda asearse tranquilo.
Vackeers no dijo nada y observó a Ivory dirigirse hacia el vestíbulo.
—Gracias por esta magnífica velada, amigo mío —añadió Ivory mientras cogía su gabardina—. Tenemos muy mala cara los dos, pero hemos de reconocer que no habíamos jugado tan bien desde hacía tiempo.
Se abotonó la gabardina y se metió las manos en los bolsillos. Vackeers seguía sin decir nada.
Ivory se encogió de hombros y descorrió el pestillo; entonces reparó en la notita que había encima del pequeño velador junto a la entrada. Vackeers no apartaba los ojos de su amigo. Ivory vaciló, cogió la nota y descubrió una serie de cifras y de letras. Vackeers seguía mirándolo fijamente, sentado en su silla en la cocina.
—Gracias —murmuró Ivory.
—¿Por qué? —gruñó Vackeers—. No me irá a dar las gracias por haber aprovechado mi hospitalidad para rebuscar en los cajones de mi casa y sustraerme el código de acceso a mi ordenador.
—No, en efecto, jamás tendría esa frescura.
—Menos mal.
Ivory cerró la puerta tras de sí. Tenía el tiempo justo de pasar por su hotel a recoger sus cosas y tomar de nuevo el Thalys. En la calle paró un taxi.
Vackeers caminaba nervioso por su apartamento, del vestíbulo al salón una y otra vez. Dejó su taza de té sobre el velador y se dirigió al teléfono.
—Amsterdam al habla —dijo en cuanto su interlocutor contestó—, Avise a los demás, tenemos que organizar una reunión; esta tarde, a las ocho, conferencia telefónica.
—¿Por qué no lo hace usted mismo a través del sistema informático como solemos hacer? —quiso saber El Cairo.
—Porque mi ordenador está estropeado.
Vackeers colgó y fue a asearse.
Nada más llegar, Keira corrió a casa de Jeanne; yo preferí dejarlas solas para que disfrutaran plenamente del reencuentro. Recordaba la existencia de un anticuario, en el barrio del Marais, que vendía los aparatos de óptica más bonitos de la ciudad; recibía sus catálogos una vez al mes en mi domicilio de Londres. La mayoría de las piezas estaban muy por encima de mis posibilidades, pero mirar no cuesta dinero, y tenía tres horas que matar.
Cuando entré en su tienda, el viejo anticuario estaba instalado en su escritorio, limpiando un espléndido astrolabio. Al principio no me prestó ninguna atención, hasta que, embelesado, me quedé mirando una esfera armilar de factura excepcional.
—Ese modelo que está mirando, joven, fue fabricado por Gualterus Arsenius, Gualterio Arsenius si prefiere. Dicen algunos que su hermano Regnerus lo ayudó para construir esta pequeña maravilla —declaró el anticuario mientras se levantaba.
Se acercó a mí y, abriendo la vitrina, me presentó el valiosísimo objeto.
Esfera armilar
—Se trata de una de las obras más hermosas jamás salidas de los talleres flamencos del siglo XVI. Había varios constructores de apellido Arsenius. Sólo fabricaron astrolabios y esferas armilares. Gualterio era pariente del matemático Gemma Frisius, cuyo tratado, publicado en Amberes en 1553, contiene la exposición más antigua de los principios de la triangulación y un método de determinación de longitudes. Lo que está usted mirando es de verdad una pieza única, lo cual se refleja también en su precio, por supuesto.
—¿Es decir?
—Sería inestimable, si se tratara del original, claro —añadió el anticuario, devolviendo el objeto a su vitrina—. Por desgracia no es más que una copia, realizada probablemente hacia el final del siglo XVIII por un rico comerciante holandés que sin duda quiso impresionar a sus amigos y conocidos. Me aburro —dijo el anticuario con un suspiro—, ¿le apetece tomar un café conmigo? Hace mucho tiempo que no he tenido el placer de conversar con un astrofísico.
—¿Cómo sabe a qué me dedico? —pregunté, muy asombrado.
—Pocos saben manipular con tanta soltura esta clase de instrumentos, y no tiene usted pinta de comerciante, de modo que no hace falta ser muy perspicaz para adivinar su profesión. ¿Qué clase de objeto ha venido a buscar a mi tienda? Tengo algunas piezas de precio mucho más razonable.
—Seguramente lo decepcione, pero sólo me interesan las viejas cámaras fotográficas.
—Qué extraña idea, pero nunca es tarde para empezar una nueva colección; mire, deje que le enseñe algo que va a apasionarle, estoy seguro.
El viejo anticuario se dirigió a una biblioteca, de la que extrajo un grueso volumen encuadernado en piel. Lo dejó sobre su mesa, se ajustó las gafas y pasó las páginas con infinito cuidado.
—Aquí tiene —dijo—, mire, esto es el dibujo de una esfera armilar excepcional. Se la debemos a Erasmo Habermel, constructor de instrumentos matemáticos del emperador Rodolfo II.
Me incliné sobre el grabado y descubrí con sorpresa una reproducción que se asemejaba a lo que Keira y yo habíamos descubierto bajo la zarpa de un león de piedra en la cima del monte Hua Shan. Me senté en la silla que me ofrecía el anticuario y estudié con más atención el asombroso dibujo.
—Fíjese —me dijo el anticuario, inclinado por encima de mi hombro— en cuán pasmosa es la precisión de este dibujo. Lo que siempre me ha fascinado de las esferas armilares —dijo— no es tanto que permitan establecer una posición de los astros en el cielo en un momento dado, sino más bien lo que no nos muestran y que sin embargo adivinamos.
Levanté la cabeza de su valioso libro y lo miré, esperando con curiosidad lo que fuera a decirme a continuación.
—¡El vacío y su amigo el tiempo! —concluyó en un tono alegre—. Qué extraña noción la del vacío. El vacío está lleno de cosas invisibles para nosotros. En cuanto al tiempo que pasa y que todo lo cambia, modifica la trayectoria de las estrellas y acuna al cosmos en un movimiento permanente. El tiempo anima la gigantesca araña de la vida que se pasea por la tela del Universo. Intrigante dimensión la de este tiempo del que todo lo ignoramos, ¿no le parece? Me cae usted simpático, joven, por esa capacidad suya de asombrarse por cualquier cosa, por ínfima que sea, así que le dejo el libro al precio que me costó a mí.
El anticuario se inclinó sobre mi oído para murmurarme la cantidad que esperaba por su libro. Echaba de menos a Keira, así que lo compré.
—Vuelva a visitarme —me dijo el anticuario, mientras me acompañaba hasta la puerta de la tienda—, tengo otras maravillas que enseñarle; no perderá su tiempo, se lo aseguro —me dijo, contento.
Cerró con llave cuando salí y, desde el otro lado del escaparate, lo vi desaparecer en la trastienda.
Ahí estaba yo, en la calle, con ese grueso volumen bajo el brazo, preguntándome por qué lo había comprado. Noté vibrar mi móvil en el bolsillo. Contesté y oí la voz de Keira. Me proponía vernos un poco más tarde en casa de Jeanne, que nos invitaba a cenar y a pasar la noche allí. Yo dormiría en el sofá del salón, y las dos hermanas compartirían la única cama. Y por si esos planes no bastaban para alegrarme el día, añadió que iba a ver a Max. Su taller de imprenta no estaba lejos de la casa de Jeanne, a pie no tardaría más de diez minutos. Añadió que tenía mucho interés en comprobar un dato con él y prometió llamarme en cuanto hubiera terminado.
Permanecí frío, le dije que me apetecía mucho la cena y colgamos.
En la esquina de la calle de Lions-Saint-Paul, no sabía qué hacer ni adónde ir.
Cuántas veces me habré quejado de tener que robar ratitos de ocio aquí y allá, de no poder disfrutar nunca de unas horas para mí. Aquella tarde, caminando a orillas del Sena, tenía la extraña y desagradable sensación de estar atrapado entre dos momentos del día que no acertaban a conjugarse. Los ociosos deben de saber qué hacer en esos casos. He reparado a menudo en ellos, sentados en un banco leyendo o pensando en las musarañas, los he visto en un parque o en una plaza, y nunca me he preocupado por su suerte. Ganas no me faltaban de mandarle un mensaje a Keira, pero me contenía. Walter me lo habría desaconsejado con su vehemencia habitual. También me hubiera gustado encontrarme con ella en la imprenta de Max. Desde allí podríamos haber ido juntos a casa de Jeanne y comprarle unas flores de camino. Eso es exactamente lo que soñaba con hacer mientras mis pasos me llevaban hacia la isla de Saint-Louis. Ese sueño, por muy fácil que fuera de realizar, sin duda sería mal interpretado. Keira me habría acusado de estar celoso, y yo no soy esa clase de hombre, en fin…
Me instalé bajo el toldo de un pequeño café situado en la esquina de la calle de Deux-Ponts. Abrí mi libro y me enfrasqué en la lectura sin perder de vista mi reloj. Un taxi se paró delante de mí, y un hombre se bajó. Llevaba una gabardina y un maletín en la mano. Se alejó a grandes zancadas por el quai de Orleans. Estaba seguro de haber visto esa cara antes en otra parte, pero no recordaba en qué circunstancias. Su silueta desapareció al otro lado de la puerta de una cochera.
Keira se sentó en una esquina de la mesa.
—La butaca es más cómoda —dijo Max, levantando la mirada del documento que estaba estudiando.
—Estos últimos meses he perdido la costumbre de la comodidad.
—¿De verdad has pasado tres meses en la cárcel?
—Ya te he dicho que sí, Max. Concéntrate en este texto y dame tu opinión.
—Opino que desde que frecuentas a este tipo que supuestamente no era más que un colega tu vida ha cambiado radicalmente. Ni siquiera entiendo que quieras seguir viéndolo después de lo que te ha pasado. Joder, es que es verdad, Keira, te ha fastidiado tu campaña de excavaciones, por no hablar de la donación que habías conseguido para tu investigación. Esa clase de regalo no pasa dos veces en la vida. Y a ti es como si lodo eso te pareciera normal.
—Max, para las lecciones de moral tengo una hermana especialista en la materia; te aseguro que por mucho que te esforzaras no le llegarías ni a la suela del zapato. Así que no pierdas el tiempo. ¿Qué opinas de mi teoría?
—Y si te contesto, ¿qué harás? ¿Irás a Creta a buscar en los fondos marinos del Mediterráneo, irás a nado hasta Siria? Haces cosas de lo más absurdas, actúas sin lógica. Tu aventurita en China podría haberte costado la vida, eres una inconsciente.
—Sí, por completo, pero como puedes ver, aquí estoy, vivita y coleando; hombre, lo reconozco, hoy no tengo muy buena cara, pero…
—No seas insolente, por favor.
—Mmm, Max, querido, me encanta cuando adoptas ese tonito de profesor conmigo. Creo que es lo que más me seducía cuando era alumna tuya, pero ya no soy alumna tuya. No sabes nada de Adrian, y lo ignoras todo del viaje que hemos emprendido, así que si el favorcito que te he pedido es demasiado para ti, no importa, devuélveme ese papel y me marcho ahora mismo.
—Mírame a los ojos y explícame de qué manera puede ayudarte este texto en la investigación a la que llevas dedicada desde hace tantos años.
—Oye, Max, ¿tú no eras profesor de arqueología por casualidad? ¿Cuántos años dedicaste a ser investigador y luego profesor antes de convertirte en impresor? ¿Puedes mirarme a los ojos y explicarme qué relación tiene tu nueva profesión con lo que hiciste en el pasado? La vida está llena de imprevistos, Max. Dos veces las circunstancias me han obligado a abandonar mi querido valle del Omo, quizá había llegado el momento de que me parara a pensar en mi futuro.