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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (22 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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Crisp no aguardó más. Le habían aconsejado que tuviera el mayor respeto posible con los ministros de la religión predominante en California; pero también le previnieron de que no debía dejarse dominar por ellos. Ya había pedido cortésmente. Ya había cumplido la orden. Ahora debía demostrar que si estaba dispuesto a ser cortés, no por ello dejaba de ser el amo. Había pedido alojamiento. Lo había elegido. Y ahora iba a ocuparlo. Saludando militarmente y con una ligera inclinación de cabeza al fraile, hizo que su caballo diera media vuelta y se dirigió hacia la casa en que se instalarían él y su gente.

El fraile miró al mestizo y éste le devolvió la mirada, luego avanzó hacia él y en voz baja le advirtió:

—Si nos traiciona…

—Ya viste que no os traicioné.

—Pero estuvo a punto de decir demasiado.

—No. Dile a don Heriberto que no intente nada contra ellos.

—Don Heriberto vendrá a verle. Mírele.

Un jinete se acercaba sin prisa a la Misión. Se cubría con un ancho sombrero e iba embozado con una larga capa parda.

—Buenas tardes, fray Eusebio —saludó, desmontando.

El franciscano miró hacia donde estaban los soldados.

—No tema por mí —sonrió Heriberto Artigas—. No imaginan que me tienen tan cerca.

—Corres peligro.

—Seré prudente.

Artigas volvióse hacia el mestizo y agregó:

—Apártate un poco. Debo hablar con el padre.

Se alejó el mestizo y Artigas prosiguió:

—Le estuve viendo con el catalejo, fray Eusebio. ¿Por qué vacilaba?

—Temía por ti y por ellos.

—¿Por qué temer por ellos? Son nuestros enemigos.

—Nuestra religión nos obliga a amarlos mucho más por eso, porque son nuestros enemigos.

—¿Ha estado usted a punto de decirles que yo iba a llegar?

—No. Quise que se alejaran porque me das miedo. Has de prometerme que no intentarás nada contra ellos.

—Son mis enemigos y yo soy un hombre, no un santo. Existe una guerra entre ellos y yo.

—Pero que esa guerra sea noble, ya que no puedes evitarla.

—Pertenezco a una raza noble, fray Eusebio. Ellos han de decidir la clase de guerra que ha de haber entre nosotros.

—Ya que no les dije que tú estabas cerca, al menos prométeme que mientras estén aquí no los atacarás.

—¿Y si no lo prometiese?

—Mi deber es advertirles de que están en peligro.

—¿Sabe a lo que le expone una traición así?

—Debo evitar que se derrame sangre. Si no me das tu palabra de honor les diré en cuanto te hayas alejado, que Heriberto Artigas se dispone a atacarlos esta noche. Ya estás prevenido. Si atacas te recibirán con las armas en la mano. No habrá ventajas para ninguno de los dos. Ahora vete.

—Es usted un santo, padre. Creo que desaprovecha su bondad; pero usted gana. Le doy mi palabra de honor de que no les atacaré mientras estén aquí.

—¿Te atreverías a jurarlo sobre este crucifijo? —Y fray Eusebio mostró a Artigas el crucifijo de ébano y cobre que pendía de su cuello.

Por toda respuesta Artigas apoyó la mano sobre el crucifijo y declaró:

—Lo juro.

—Que el Señor te guíe, hijo mío —replicó fray Eusebio.

—¿Me puede dar las raciones que le envié a pedir?

—Sí. Acompáñame. Ya no nos queda mucho; pero podré ayudarte.

Seguido por el proscrito, fray Eusebio se dirigió al almacén de la Misión. Sesenta años antes en aquel almacén se amontonaban hasta el techo los víveres y los demás productos de la tierra. Ahora sólo una mínima parte del mismo estaba ocupada por unos sacos de fríjoles, otros de harina, varios barrilitos de vino y unas barricas de manteca. Del techo colgaba tocino curado.

Heriberto Artigas indicó lo que necesitaba. Luego, ayudado por el mestizo, cargó sobre un caballo un saco de harina y otro de fríjoles, así como unos pedazos de tocino y una barrica de manteca.

—Gracias, padre —dijo Artigas, besando la cruz sobre la cual había jurado.

—Adiós, hijo mío. Y que Dios te proteja.

Cuando se alejaba de la Misión de San Gabriel, Artigas pensó que si Dios debía proteger a alguien, este alguien debía ser fray Eusebio, cuya vida se hallaba muy en peligro.

—Basilio —llamó, dirigiéndose al mestizo, cuando ya habían dejado atrás la casa donde se estaban instalando los soldados.

—Dígame, patrón.

—¿Tienes confianza en fray Eusebio?

—No —replicó, el mestizo.

—Yo tampoco. Estoy seguro de que se propone descubrirnos a los soldados. Querrá ganar algún premio.

—Estoy seguro.

—Deberías evitar que hablase.

La mano del mestizo se acercó al lugar donde Artigas sabía que guardaba su cuchillo.

—¿Así? —preguntó.

—Es un buen remedio para los que hablan demasiado. Ya sabes que pago bien a los que bien me sirven. Pero no te des prisa. Aguarda a que se cierre la Misión. Entonces… ya sabes. Vuelve al campamento y habla conmigo. Sólo conmigo. Con una misma piedra mataremos dos pájaros.

Y Artigas soltó una alegre carcajada.

Luego comentó:

—Es para nosotros una suerte que
El Coyote
haya muerto. A él no le hubiese gustado esto.

Basilio sonrió mostrando sus amarillos dientes.

—Pero aunque viviese no me daría miedo —dijo.

—Claro que no; pero así te da menos miedo, ¿no es cierto?

Siguieron marchando y al llegar a las estribaciones de la sierra, Basilio se despidió de su jefe y regresó hacia San Gabriel.

Capítulo XI:
El Coyote
en campaña

Eran las ocho de la noche y la calle estaba desierta. Era necesario ahorrar cera y aceite, y los habitantes del barrio indígena se acostaban temprano. Tan sólo en unas pocas casas brillaban pálidas luces.
El Coyote
se detuvo ante la puerta de la casa de Adelia y llamó con los nudillos. Como si le hubieran estado esperando, la puerta se abrió y el jinete penetró en el zaguán. Adelia cerró tras él.

—¿Están los Lugones?

—Sí, patrón.

—Di a Evelio y a Leocadio que se preparen para acompañarme.

Desmontó
El Coyote
mientras Adelia marchaba a cumplir su encargo. Un momento después reapareció, inesperadamente, acompañada por los cuatro hermanos.

—Dicen que quieren acompañarle todos —declaró Adelia.

—Tres podemos pasar más inadvertidos que cinco —replicó
El Coyote
—. Además, no quiero que se sospeche de vosotros. Que Juan y Timoteo vayan a vigilar la hacienda de don Goyo. Evelio y Leocadio me acompañarán. Dentro de unos días vosotros les relevaréis. Preparadlo todo. Especialmente las armas. Vamos hacia San Gabriel y hemos de llegar lo antes posible.

Los dos hermanos necesitaron muy poco tiempo para estar listos. A las ocho y veinte minutos tres jinetes abandonaban la calle y poco después salían de Los Ángeles en dirección a San Gabriel.

****

Luis Martos había reunido veinte hombres en menos de tres horas. Pastores, pequeños rancheros, vaqueros y cazadores se unieron a él en cuanto les contó lo que había ocurrido en el rancho de don Heriberto. Eran gente brava, acostumbrada a la vida difícil, a comer y a resistir toda clase de fatigas sin perder el humor ni la alegría.

Dirigiéronse a la ermita que indicara Artigas y llegaron a ella antes que el mensajero que debía guiarles hasta el campamento del proscrito. Cuando apareció aquel hombre asombróse al ver ya reunida tanta gente.

—El patrón no esperaba que estuviesen listos tan pronto —dijo—. Les aguarda cerca de San Gabriel.

—¿Habrá armas largas para todos? —preguntó Luis—. Mi gente ya tiene, pero son armas antiguas.

—No se apuren. Hay de todo para todos. Y si llegamos a tiempo habrá choque con los yanquis. Han enviado a una patrulla hacia allí.

En California un caballo valía entonces muy poco. El tener uno estaba al alcance de cualquiera que supiese manejar el lazo. Los montes estaban llenos de potros salvajes a los cuales había que perseguir a veces a tiros, pues llegaban a constituir un peligro para los rebaños. Por eso cada uno de los hombres que Luis Martos, con su impetuosidad, había unido a las fuerzas de Artigas iban bien montados, aunque mal armados.

En continuo galope descendieron hacia San Gabriel, llegando, cuando ya era de noche, al campamento que los de Artigas habían establecido a una legua de la Misión.

Artigas les recibió jubiloso.

—Bien, muchachos, bien —felicitó a Luis—. Veo que no me equivoqué al juzgarte. Quizás esta noche tengamos la oportunidad de enfrentarnos con nuestros enemigos. Estoy esperando los informes de uno de mis hombres a quien he enviado allí a que los vigile. Mientras tanto comed algo.

—He prometido a mis amigos que les proporcionaría usted armas buenas.

—Si todo sale bien, mañana tendrán armas excelentes —replicó Artigas—. Por esta noche no las necesitan. Con las que tienen les basta.

—Pero ¿las tendremos mañana?

—Sí. Aunque fallasen mis planes, las tendrán. Dejad descansar a los caballos, porque al amanecer pienso atacar a los yanquis.

Luis Martos y sus compañeros se instalaron alrededor de una hoguera después de recoger la comida que se había preparado para ellos, consistente en tortas de harina con tocino, fritas en manteca.

Cuando terminaban de cenar oyóse un vivo galope y a la luz de las hogueras se vio llegar a un jinete que desmontó de un ágil salto frente a Heriberto Artigas, con quien habló un momento en voz baja. Así que terminó, Artigas levantó las manos y, yendo hacia el grupo formado por los californianos de Martos, anunció:

—Ha ocurrido lo que me temía, muchachos. Un grupo de soldados al mando del teniente Crisp, que me persigue despechado por no haberme podido capturar cuando atacó mi rancho, llegó esta tarde a San Gabriel y se instaló en una de las dependencias de la Misión. Creyendo que fray Eusebio podía saber algo de nosotros le interrogaron, y luego, sin duda para apoderarse de alguno de los objetos de valor que aún quedan en la Misión, le han asesinado. Basilio lo ha visto.

Gritos de furor brotaron de las gargantas de los californianos.

—¡Venganza! ¡Venganza! —clamaban.

—Calma —ordenó Artigas—. Vengaremos a fray Eusebio; pero hemos de procurar que la venganza sea efectiva y eficaz. Atacaremos mañana al amanecer. A las tres de la madrugada saldremos hacia la Misión. Iremos despacio y sin hacer ruido. Antes de que empiece a clarear el día rodearemos la casa y a una señal atacaremos por los cuatro lados.

—Nosotros iremos en vanguardia —declaró Martos.

—Habrá un puesto para todos —replicó Artigas—. Ellos son veintiséis. Nosotros seremos más de cincuenta. No se han de hacer prisioneros. Quienes a hierro han matado a hierro han de morir. Descansad, si podéis. Pensad que os serán necesarias todas vuestras fuerzas.

Acompañado de Basilio y de otros dos de sus hombres, Artigas se retiró a la cabaña que se había improvisado para él. Cinco centinelas mantenían a distancia a los curiosos.

Basilio anunció en voz innecesariamente baja:

—La diligencia se quedó en la casa que ocupan los soldados. El teniente insistió en ello.

Artigas frunció el ceño.

—Entonces habrá que retirar a los hombres que colocamos en el camino.

—Si quiere los iré a avisar.

—Es mejor. Ve en seguida y dirigios a San Gabriel por la carretera. Esperad nuestra llegada junto al álamo roto.

Partió Basilio para su nueva misión y Artigas se dirigió a los otros dos hombres. En defectuoso inglés explicó:

—Ya había yo previsto eso. Crisp no ha dejado que la diligencia siguiera su camino. Sin duda, llevaba órdenes de evitarlo.

—Entonces… no nos perseguía a nosotros —dijo uno de los dos hombres.

—Creo que no. En la diligencia se transportan doscientos mil dólares en oro desde San Diego a Los Ángeles. Es dinero del Gobierno y debía ir custodiado por cinco soldados y un sargento. Diez hombres hubiesen dado buena cuenta de ellos, pero al ocurrir lo mío han tenido miedo y, fingiendo que enviaban un escuadrón contra mí, lo que han hecho ha sido enviar una escolta más numerosa para proteger ese oro. Al mismo tiempo supusieron que yo, al enterarme de que me perseguían los soldados, me dirigiría hacia el monte y de esa forma dejaría libre el paso al oro. Se han equivocado.

—¿Y no sería mejor atacarlos por el camino? —preguntó el otro compañero de Artigas.

—No. Debéis tener en cuenta que en esta tierra nadie nos apoyaría si creyesen que no peleamos por la gloria de California. Asaltar diligencias es cosa de bandidos. Vengar a un fraile asesinado es una empresa propia de un californiano. Dentro de pocos días toda California sabrá que Artigas y su gente han vengado el asesinato de fray Eusebio.

Los dos norteamericanos se echaron a reír.

—Es una buena idea —dijo uno—. En todos los ranchos nos recibirán como liberadores.

—Nos darán todo cuanto necesitemos; pero hay que ocultar lo de la diligencia. No conviene que ese ingenuo de Martos lo sepa. Mientras él se bate con los soldados, nosotros nos llevaremos la diligencia a un sitio seguro y esconderemos el oro. Yo calculo que con un poco de buena suerte en un año seremos riquísimos. Luego, si todavía quedan algunos californianos entre nosotros, los haremos caer en una emboscada de los soldados y dejaremos que los exterminen. Pero no se lo digáis a nadie. Ni siquiera a los otros. La parte del león nos corresponde a nosotros. A ellos, con cien pesos por cabeza les pagamos de sobra.

—¿Y el resto?

—Tres partes iguales. Una para ti, Mark, otra para ti, Harries, y otra para mi.

—¿Y si uno de nosotros muere en el combate? —preguntó Mark.

—Debemos evitar que así suceda; pero si ocurriese, el que cayera no podría disfrutar de su parte, se sobreentiende. Ahora vamos a planear el ataque. No olvidemos que los soldados no son como nosotros. Ellos tienen una idea equivocada. Nos han visto huir una vez. Nos desprecian. Es una suerte para nosotros y será una desgracia para ellos.

Artigas estuvo detallando el plan a sus dos lugartenientes. A la una de la madrugada se despidió de ellos y se dispuso a dormir un par de horas antes de emprender la marcha hacia San Gabriel.

Hubo un momento en que le pareció oír un leve rumor de hojas movidas. Pero sin duda se trataba de un animal nocturno, ya que su cabaña estaba bien custodiada. Nadie se podía acercar a ella sin ser visto.

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