La pista del Lobo (9 page)

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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

BOOK: La pista del Lobo
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–¡Hola, don Manuel! –le saludó, estrechándole la mano–. ¿De paseo?

–Sí, he venido a dar una vuelta para decirle que la operación de la otra noche salió bien. Dentro de unos días le ingresaré el dinero en su cuenta.

–No hay problema, don Manuel. Con usted da gusto trabajar; tiene toda mi confianza.

–Bueno, pues para la próxima semana necesito otro alijo.

–¿Como siempre, don Manuel?

–Sí, como siempre: mil kilos de tabaco y cien de café.

–¿Dónde y cuándo será la entrega?

–En la playa, entre el Rinconcillo y Palmones. En el mismo sitio que el mes pasado. La entrega será el mismo día de Navidad, que habrá menos vigilancia. La señal será la misma; se dará a las tres de la madrugada.

Mientras hablaban, el tendero había envuelto en papel una botella de «Chiva´s 12 years».

–De acuerdo, don Manuel, no hay nada más que hablar. Tome esto, es una cortesía de la casa para combatir el frío –dijo el dueño del local entregándole la botella.

–¡Gracias! Bueno, me voy a ver a un amigo. Hasta la próxima. A ver si hay suerte…

–Adiós, don Manuel, encantado de verle. No se preocupe usted; allí estaremos.

Manolo salió de la tienda y se acercó al restaurante del Club, buscó una mesa soleada y se sentó en un sillón de mimbre blanco. Puso la botella envuelta encima de la mesa y enganchó su bastón en el sillón que había al lado.

–¡Hola, Manolo! ¿Qué te sirvo? –dijo una voz familiar detrás de él.

–¡Hola, Juanillo! Aquí estamos, dando una vuelta. Ponme una copita de cherri, plis…

–No aprenderás nunca, Manuel. Se dice:
a glass of sherry, please.

–Pues a mí me suena igual que lo he dicho yo, ¿no crees?

–Pues sí. Aviado estás tú si tuvieras que tratar con ingleses. Qué llevas ahí, ¿whisky?

–Pues, sí –contestó Manolo; luego, cambiando de tema, le dijo–: Oye, Juan, el otro día vino a verme Pedro, tal como me dijiste.

–¿Qué quería? Si se puede saber.

–Nada, que pasa muchos días sin trabajo durante el invierno y venía a ver si yo podía colocarlo por aquí –contestó Manolo.

–Ya se lo dije: no tenía que haberse ido de aquí; pero es tan cabezón… Ahora ya estaría considerado casi como gibraltareño y no le faltaría el sueldo. Él no puede cambiar el mundo, como él piensa. No tiene más que ver lo que le ocurrió a su padre.

–Tú lo has dicho, Juan: «casi» gibraltareño… Hasta que, cuando menos te lo esperes, te quitan el permiso y te echan a la calle como a un perro.

El día 30 de enero del año 1949, Manolo, al que se le había quedado el apodo de «El Cojo», tenía ya la respuesta del funcionario gibraltareño: «No hay ningún problema», le había dicho.

Serían las seis de la tarde cuando acabó de ordenar en las estanterías de su tienda la compra que le había hecho al director de Trabajo de Gibraltar: una caja con dos kilos de bolsitas de polvo de Ginseng, preparadas para hacer infusiones. Le había llamado la atención el cartel publicitario de la tienda del funcionario, en el que se alababan sus propiedades milagrosas contra el cansancio. Pérriman le dijo que la planta denominada Ginseng era originaria de Corea, y que sus productores necesitaban un permiso especial de su gobierno para poder exportarlo. El gobierno coreano quería impedir que estas plantas pudieran cultivarse en otros lugares, lo cual acabaría irremediablemente con esa fuente de riqueza exclusiva. Sólo podía salir del país en forma de polvo: bolsitas como las de té, comprimidos, raíces secas y machacadas, etc.

La puerta se abrió y entró un hombre muy alto, musculoso y bien parecido. Con su metro noventa y cinco de altura destacaba de los demás por todos los sitios que iba. Tendría alrededor de treinta años, era rubio, de ojos verdosos. Avanzó con la mano extendida y sonriente hacia Manolo:

–¡Hombre, Manolo! ¿Cómo va el negocio? –dijo estrechándole la mano.

–Pues ya lo ves, Juan, aquí estamos, tirando. La cosa no va mal, no tengo queja; pero iría mucho mejor si no lloviese tanto. La gente pierde muchos jornales por causa de la lluvia, y eso aquí se nota.

–Bueno, pues aquí vengo yo para alegrarte el día. Cuando tú quieras hablamos de negocios –dijo el llamado Juan.

Juan Ramírez era «citador» de profesión: él se encargaba de citar a la gente precisa en los lugares precisos y en el momento preciso para poder descargar los alijos de las barcas que llegaban desde Gibraltar. Conocía a los mejores profesionales del contrabando de la zona: sabían lo que tenían que hacer, y lo hacían sin hacer preguntas. La cuadrilla de hombres que Juan citaba en un lugar de la playa esperaba su señal para actuar. Permanecían escondidos detrás de los matorrales del monte que lindaba con el arenal, o tumbados en la arena detrás de alguna duna en el mismo litoral. Cuando los carabineros, atraídos por un señuelo, se alejaban de la playa, Juan daba la señal con el brazo. En ese momento, los hombres salían corriendo hacia la playa, se metían en el agua hasta la cintura, cogía cada uno un saco y volvían corriendo con él a cuestas hacia el lugar del que habían salido y se adentraban en el monte hasta donde los esperaban los caballos que transportarían luego los sacos. Y eso era todo, su trabajo había concluido.

Era un trabajo muy arriesgado, porque debían de hacerlo tan cerca de los carabineros que vigilaban la playa que estos podían sorprenderlos en cualquier momento y dispararles sin previo aviso.

Primero entraba una barca y saltaban seis hombres al agua, cogía cada uno su bulto y la barca se iba. Mientras el primer grupo llevaba la carga hasta los caballos entraba otra barca, y el siguiente grupo la descargaba. Repetían la operación tantas veces como barcas hubieran.

Estos hombres, una vez descargado el alijo y atado sobre los caballos, habían terminado su trabajo y cobraban una cantidad de dinero por bulto descargado.

Juan Ramírez puso sobre el mostrador de la tienda de Manolo un sobre cerrado y le dijo:

–Aquí tienes la cuenta del viaje del mes pasado: doce sacos a ochocientas pesetas son nueve mil seiscientas, menos los porcentajes. En el sobre quedan siete mil y pico, y está la hoja con la cuenta detallada. ¿Vale?

–Sí, hombre, si tú lo dices eso va a misa –le contestó Manuel.

–Pues ahora trata de preparar pronto otro alijo, hay que aprovechar la buena racha.

–Pues mira por dónde tenía yo ganas de hablar contigo, Juan. Tengo un negocio a la vista que quizás te interese. Si sale bien, nos proporcionará más dinero que el tabaco.

–¿Más que el tabaco? No será el asunto del anestésico ese que usan los señoritos en sus fiestas, respirándolos por la nariz. Porque si se trata se eso… no quiero yo mezclarme.

–No, tampoco es eso. Se trata de descargar el alijo de las barcas y volverlas a cargar luego con otros doce bultos para llevarlos a Gibraltar. De esta forma en el mismo día hacemos dos negocios, aprovechando el mismo viaje. ¿Qué dices, te interesa o no?

–¡Hombre, claro! Eso ni se pregunta –contestó muy animado Juan.

–Pues estate atento para cuando yo te avise. Tendrás que buscar a un hombre de confianza que conozca bien los montes: ese alijo no se puede perder, aunque el hombre que lo traiga corra muchos riesgos. Por eso también cobrará más que nadie: dos mil pesetas por traerlo desde Algar hasta la playa. Luego hay que cargar la barca. Se pagará a quinientas pesetas por cada bulto que llegue a Gibraltar.

–Pero, Manolo, si los guardacostas detienen a los barqueros después de haber hecho nosotros nuestro trabajo, ¿qué culpa tendremos nosotros?

–Los marineros también cobrarán lo mismo por cada bulto; pero ninguno cobraremos nada si la mercancía no llega a Gibraltar. Ese es el trato. El cliente estará esperando la barca con el dinero en la mano, y pagará a tanto por bulto. ¿Lo tomas o lo dejas? Piénsalo, porque quiero tenerlo todo a punto para cuando llegue el momento. Hay que actuar con rapidez. Si tú no quieres no pasa nada, buscaré a otro o me las arreglaré yo solo.

–Vale, Manolo, por mí estoy de acuerdo. Voy a intentar encontrar a una persona de confianza, y que asuma todo eso que me has dicho.

–Pues entonces no se hable más. Todavía no sé cuándo será la cosa: todo es un proyecto que se está estudiando ahora y aún no hay nada decidido; pero te lo he comentado para que estés preparado, para que no perdamos tiempo cuando llegue el momento.

–De acuerdo, Manuel. A ver si nos vemos luego cuando cierres la tienda y nos tomamos unas copas por ahí.

–Vale, Juan. ¡Hasta luego!

Juan Ramírez se fue a la taberna de la explanada. En ese momento estaban saliendo los trabajadores del Peñón y una cola de cinco o seis filas se amontonaba delante del control de la frontera española. Poco a poco iban pasando por delante del mostrador, enseñando la documentación. Serían las siete, y después de haber llovido durante toda la mañana, aparecía un cielo limpio de nubes. Ya se notaba que los días se habían alargado, pues el mes anterior a aquella misma hora ya era de noche. Pensó en la cantidad de horas de trabajo que habían hecho aquellos trabajadores que salían en aquel momento por la aduana para ganar sólo diez pesetas. Él, en tan sólo unas horas y una sola vez al mes, ganaba más que ellos trabajando el mes entero diez u once horas diarias. Iba contento, pensaba que con Manolo daba gusto trabajar. ¡Doce bultos a quinientas pelas eran seis mil! Si pudiera, los cargaría él y el porteador. Irían a medias. Pero en fin, no había que precipitarse: aún no sabía ni qué clase de alijo era, ni si se llevaría a cabo la operación, pues «sólo es un proyecto», le había dicho Manolo. Seguramente se necesitaría bastante gente, pues primero había que descargar las barcas de su carga de tabaco y café. Ya vería qué se hacía cuando llegase el momento.

Capítulo 9

–¡C
ómo te enrollas, abuelo! Te sales del tema a cada instante. Lo que te preguntaba era qué pasó con Pedro. ¿Cómo supo que ya no habría problemas en Gibraltar?

–No, niña. Me preguntaste cómo iba a ayudar El Cojo a Pedro. Todas estas cosas están relacionadas, si no, no llegarías a entenderlo todo. Ahora viene lo de llevar la respuesta del Cojo hasta Ubrique.

Pedro Antúnez salió de su casa y se dirigió a la plaza del pueblo. Era domingo y hacía frío aquella mañana de febrero. Sobre la ladera de la sierra se podían ver las manchas blancas de la escarcha en la hierba. Del río salía una neblina tenue, producida por el contacto del agua de su superficie con el aire helado del ambiente; las hojas muertas desprendidas de los árboles y mojadas por la escarcha crujían bajo las botas del muchacho, que se fue derecho a la taberna de la plaza para tomarse un café con leche, acompañándolo de un mollete untado de manteca con zurrapa de chicharrones.

Mientras desayunaba, Pedro vio apearse de La Valenciana a su amigo Juan, el camarero de Gibraltar, y se fue hacia él para saludarlo; luego entraron los dos en el bar y Juan pidió su desayuno.

–Pedro –dijo el recién llegado–, El Cojo me ha encargado que te diga que las cosas van bien, que no hay ningún problema para conseguir los permisos para que puedas volver al Peñón. Luego ven a mi casa, pues en la maleta traigo un paquetito para ti.

Cuando acabaron de desayunar, Pedro se fue con su amigo para recoger el regalo: una cajita de cartón cuidadosamente embalada con papel y atada con una cinta roja.

–Dile a Manolo que cualquier día de estos voy a verlo –le dijo a Juan al salir de su casa.

Unos minutos más tarde Antúnez abría el paquete ante los ojos curiosos de su madre y su hermana. La caja contenía un paquete de azúcar, otro de café y una docena de tabletas de chocolate. También contenía una carta en el fondo de la caja: «Pedro, todos los trámites del papeleo van bien. Para poder trabajar en Gibraltar ponte en contacto con un hombre llamado Juan, conocido por el mote de «El Manco». Vive en Algar, en el cerro. Saludos a tu familia. Un abrazo».

Así que una mañana cogió La Valenciana y se fue a Algar. Se bajó en el cruce del puente de Picao, subió la cuesta de La Mesa y caminó los tres kilómetros que le quedaban hasta el pueblo. Allí dio fácilmente con la casa de Juan el Manco.

Se trataba de un hombre alto, delgado, de unos veintiocho años. Tenía la cara curtida por el sol y la mirada penetrante, desconfiada, al hallarse frente a aquel desconocido que había llamado a su puerta y preguntaba por él. Cuando se hubieron presentado, Juan le explicó: –Una noche estaba yo sacando un alijo en la playa y el citador me propuso la posibilidad de ganar mucho dinero en una operación a la inversa: esa vez debía de cargar una barca con un alijo, en vez de descargarla. Se pagarían a cien duros por bulto; y debía de ser yo quien se encargase de llevar los bultos desde Algar. Por ello, yo cobraré otras dos mil pesetas extras. También me dijo que la persona que guardaba la mercancía vendría a verme a mi casa, para ponernos de acuerdo y concretar la operación.

Pedro dedujo que Manolo no le había hablado claro aún a su citador, ni éste al Manco: ninguno sabía cuál era la naturaleza de la carga que debían de transportar. Lo enviaba a él personalmente para ver si el Manco le inspiraba confianza, y dejaba en él la decisión de contratarlo.

–¿Cómo es que tú fuiste a buscar el alijo a la playa? Yo pensaba que a ti te lo traían hasta tu propia casa –le dijo Pedro.

El Manco lo miró, sorprendido de que conociera tan bien su forma de ganarse la vida, y le contestó:

–Sí que me lo traían; pero en el último viaje los porteadores fueron tiroteados por la Guardia Civil, que los sorprendió en Alcalá. Ellos salieron corriendo al galope, abandonando la carga. Yo me quedé sin material y decidí ir a buscarlo yo mismo. Entonces, el citador me habló de esto.

–Bueno, pues a mí me envían para conocerle a usted y a ver si está decidido a hacer el trabajo. Ya nos pondremos en contacto cuando el alijo esté listo. Yo me llamo Fernando, y soy de Alcalá –mintió Pedro, para no dejar pistas en el caso de que detuvieran al contrabandista y le obligasen a declarar.

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