–¡Claro! Para ti es mejor: así nos tendrás toda la vida alrededor tuyo, a tu servicio.
–¿A mi servicio? Nadie te retiene aquí; yo estoy en mi casa. Fuiste tú la que viniste a vivir conmigo porque no podías pagar la hipoteca. Por mí no te preocupes: con mi pensión puedo contratar a una asistenta por horas.
De pronto, Rebeca salió corriendo hacia su habitación y se encerró en ella, dando un portazo.
–¿Has visto lo que has conseguido? Terminaremos mal… –le dijo Lucía a su padre mientras se dirigía a la habitación de su hija.
–¿Yo? ¡Tú eres la que siempre me estás provocando! Pareces que estés en celo. ¿No puedes llevártelo a cenar por ahí? ¡No; tienes que imponérmelo por narices!
Lucía se volvió despacio y fue a sentarse en una silla junto a su padre. Con las palmas de las manos extendidas en son de paz, le dijo a su padre:
–Papá: no podemos continuar así. Tenemos que olvidar lo que pasó y mirar hacia adelante, aún somos jóvenes, y de nada sirve vivir siempre recordando y lamentándonos de la mala suerte o de las injusticias que sufrimos. Rebeca necesita olvidar, necesita recuperar una familia feliz, salir con sus amigas, tener algún hermano quizás… Y yo… Yo también necesito recuperar mi vida: salir, conocer gente, tener un hombre en casa, mi hombre… Sí, ya sé que un rato bueno con un hombre lo puedo tener en un hotel, o en la oficina; pero no es eso lo que necesito. Me entiendes, ¿verdad? Y eso no significa que te vayas a quedar solo, podemos continuar así, como ahora: juntos. Eso lo decides tú, porque si la cosa me va bien con Jorge, o con cualquier otro, podremos trabajar los dos y alquilar o comprar una vivienda. Rebeca ya puede ir sola al colegio, y prepararse un bocadillo si hace falta, aunque yo le dejaría la comida preparada… Estás haciendo un muro muy alto de una cosa muy simple. Sólo intento decir…, que quiero que Jorge y nosotros nos conozcamos mejor y veamos si podemos entendernos.
Lucía miraba directamente a su padre. Él escuchaba, mirando hacia el suelo, muy nervioso, con manos temblorosas. Tenía los ojos brillantes, lagrimosos. Lucía se levantó de la silla, le pasó el brazo por el hombro y le besó en la frente. Luego le dijo:
–No temas, papá; saldremos adelante los tres.
Lucía se acercó a la habitación de Rebeca, llamó con los nudillos y dijo:
–Venga, Rebeca, abre la puerta. Ya ha pasado todo. Vamos a cenar.
Poco después, el pomo de la puerta comenzó a girar lentamente, hasta que la niña apareció restregándose los ojos; los tenía enrojecidos de haber llorado. Corrió a abrazar a su abuelo y le dijo:
–Yo quiero quedarme a vivir contigo, abuelo.
Los dos permanecieron abrazados y besándose unos momentos, hasta que Lucía, también emocionada, dijo:
–Todos queremos vivir juntos; nadie se va a ir de esta casa. Ahora vamos a cenar.
Estaban ya en los postres, cuando Rebeca dijo:
–Abuelo, ¿me vas a contar lo del secuestro de tu amigo?
–Pues, claro, hija… Es una historia con muchos cabos sueltos, que he podido atar con la ayuda de otras personas: mis padres, que vivieron los acontecimientos de cerca –yo sólo tenía seis años y no comprendía lo que pasaba, y otros españoles, refugiados políticos, que conocí en Francia. Todos ellos me contaron distintas partes del secuestro, que yo he resumido así:
Aquella tarde del 31 de julio, Pedrito González y Nicasio, el mayoral del cortijo, subían despacio, bordeando el arroyo del Caballo. Estaban frente al Molino de Santa Ana, al sur, y ya habían cruzado hacía rato la carretera comarcal que une a Jerez con Cortes. Los montes que les rodeaban pertenecen al Ayuntamiento de Jerez, que tiene un centro de vigilancia cerca del lugar que pisaban, que es conocido por el nombre de La Jarda. Estos montes, cubiertos de una espesa vegetación mediterránea, como son las encinas y robles –árboles de la misma familia, pero distintos: los dos producen bellotas; pero uno es de hoja perenne y el otro no–, lentiscos, jaras, mirtos, acebuches, pinos, etc, están poblados de una abundante fauna a la que el Ayuntamiento intentaba proteger: ciervos, jabalíes, zorros, buitres, águilas, búhos, mangostas, conejos, perdices…, que aunque son abundantes en toda la sierra de Cádiz aquí corren a sus anchas dentro de estos límites, vigilados por la Guardia Civil. La caza furtiva en estos montes puede llevar al cazador a pasar varios años de cárcel.
Cuando llega el otoño, los balidos de los venados llamando a las ciervas se escuchan a cientos de metros de distancia: es la época de «la berrea». Entonces se puede presenciar el cortejo que los machos les hacen a sus hembras. También hay frecuentes peleas entre ellos por disputárselas.
En esa época, los días son calurosos aún, pero sin el bochorno de los meses anteriores; el manto de hierba verde que cubría la tierra durante la primavera se habrá convertido en una alfombra de pasto seco y polvorienta tierra durante el verano; las hojas verdes de los chopos y los sauces de las márgenes del río comenzaran a tornarse amarillas y rojizas, anunciando su pronta caída de las ramas para formar una espesa y húmeda capa de hojas secas y podridas sobre el suelo durante el invierno.
Aquel día de julio hacía una tarde espléndida, el Sol dominaba sobre un cielo completamente azul. A las siete de la tarde todavía faltaban algunas horas para que anocheciera. Todavía hacía calor, aunque el aire de la sierra lo hacía más soportable. En el encinar se escuchaba el continuo canto de las chicharras, y algunos lagartos y conejos salían huyendo, espantados por el ruido de los cascos de los caballos de aquellos dos jinetes que subían la ladera del monte. Estos iban sudorosos y polvorientos; tenían grandes cercos húmedos en sus camisas, bajo los brazos y en la espalda; se sentían molestos por el calor que producían sus ajustados pantalones y por el roce del cuero de sus sillas de montar, después de haber cabalgado unos ocho kilómetros desde el cortijo de Guadalupe.
Pedrito y el mayoral habían acudido para presenciar una manada de ciervos que se encontraba por aquella zona, según les habían dicho los guardias en el cortijo. Hacía rato que escuchaban los balidos, que venían desde lugares diferentes. Posiblemente habría peleas entre ellos para establecer las jerarquías.
El mayoral le hizo una señal a Pedrito para que se detuviera, y ambos se bajaron de sus monturas con mucho cuidado de no hacer ruido para no espantar a los animales, que adivinaban cerca. Se escondieron tras un lentisco, permaneciendo quietos y agachados.
El niño estaba impaciente; Nicasio le hizo señas con la mano para que permaneciese quieto y callado. Después de aguantar un cuarto de hora en aquella posición, Pedrito vio por fin su paciencia recompensada: en la cima de una colina y a contra luz, erguido completamente y con las astas como dos ramas secas, apareció la imponente silueta de un venado. Tenía el cuello estirado y movía la cabeza, husmeando el aire.
Pedrito no pestañeaba siquiera. Con la mirada clavada en aquella hermosa estampa no se atrevía ni a mover la rama de cardo borriquero que le estaba pinchando en una pierna. A pesar de todos sus cuidados, el venado salió corriendo en la dirección opuesta, dando balidos. Decepcionado, el niño se volvió hacia Nicasio, diciendo:
–¿Qué pasa, Nicasio? Yo no me he movido ni he hecho ruido…
–No, Pedro, tú no has tenido la culpa, ha sido el viento. El animal ha estado husmeando el aire, ¿no lo has visto? Pues por el olor nos ha descubierto.
–Pero ¡si estamos a más de cien metros de donde él estaba…!
–Es igual, chiquillo, el viento nos da en la espalda y va en la dirección en la que estaba el animal. Los ciervos tienen un olfato fabuloso, algo fuera de lo común, y ése nos ha olido. Se ha marchado berreando, lo que quiere decir que ha avisado a sus compañeros y, por lo tanto, nosotros estamos ya perdiendo el tiempo. ¡Ea! Vámonos, porque a esos ya no los veremos hoy –dijo el mayoral levantándose–. Para cazarlos, siempre hay que tener en cuenta la dirección del viento.
Se volvieron hasta donde habían dejado atados a los caballos y se montaron en ellos, atravesaron de nuevo la carretera y se dirigieron hacia el molino. Mientras cruzaban el río Majaceite, por el lugar conocido como la Garganta, el mayoral le iba explicando los trucos que emplean los cazadores furtivos, y se acordó de una anécdota que había sucedido por aquellos montes hacía unos años:
–Hace unos años, un cazador se tropezó aquí con un venado. Él no deseaba cazar venados: es un animal demasiado grande para poder cargárselo un hombre solo. Lo que él venía buscando era un corzo o un jabato. Pero el venado lo atacó por sorpresa y lo dejó malherido en el monte. Su perro estuvo siempre a su lado, aullando y ladrando. Cuando recobró el conocimiento le dio un trozo de su camisa al perro, un jirón manchado de sangre, que el animal llevó en la boca hasta Algar, a la misma puerta de su casa. Los vecinos no podían sujetar al perro, que echaba a correr otra vez en dirección del campo. Corría unos metros, se revolvía ladrando y luego volvía a correr hacia el campo. Así una y otra vez. Por fin, los vecinos comprendieron que el perro quería que lo siguiesen, y organizaron a un grupo de hombres para que saliesen en busca de su dueño. Llevaban escopetas, pues no sabían a cuántos hombres tendrían que enfrentarse, pensando que el vecino había caído en manos de los maquis y que estos lo habían matado o secuestrado. Anduvieron deprisa detrás del perro; el animal los llevó hasta la misma vaguada en que se encontraba su amo y lo hallaron inconsciente. Cortaron unas ramas, construyeron una camilla y, turnándose entre ellos, lo llevaron hasta Algar, donde lo vio el médico, que mandó llevarlo hasta el hospital de Jerez. ¡Dos meses tardó en curarse! Cuando volvió a Algar, el guardia municipal, Marín, apodado «el Gordo», le dijo con sorna: «¿Qué dices ahora? Habrás aprendido la lección, ¿no? Eso te ha pasado para que no se te ocurra meterte otra vez en el monte».
El hombre no le contestó. Cuando llegó a su casa cogió la escopeta y se vino otra vez al monte a buscar al venado. Cuando se encontró con uno parecido al que le atacó, lo mató de un tiro y lo dejó allí tirado. No buscó su carne para comérsela, ni le cortó su cabeza para disecarla como trofeo. No; lo mató y punto. Fue su venganza. Cuando bajaba del monte lo detuvieron los guardias, que habían oído el disparo y lo estaban buscando. Lo condenaron a tres años de cárcel, en el penal de El Puerto de Santa María.
–¿Y no alegó que fue en defensa propia? –preguntó Pedro.
–Sí que lo hizo, pero no le sirvió de nada: él no debía estar en el monte con un arma.
Llegados al molino entraron a saludar a la familia y contaron lo que habían visto en el monte. Luego continuaron su camino hacia el cortijo de Guadalupe. Ellos no podían saber que unos hombres, apostados en lo alto de un risco en el cañón por el que entra el río en el valle, los habían estado observando desde que salieron del molino.
Cuatro hombres salieron a su encuentro a un kilómetro de distancia del molino, rodearon al mayoral y al niño, y les ordenaron que bajasen de sus caballos. Dos de ellos encañonaban a Nicasio; los otros dos sujetaban las bridas de los corceles. Cuando hubieron desmontado, uno de ellos se dirigió a Nicasio y le dijo:
–Usted vaya al cortijo andando. Le dice a don Manuel que si quiere volver a ver a su hijo vivo debe traer una talega con cien mil pesetas y dejarla atada a la higuera que hay bajo aquel peñasco –el hombre le señaló el lugar–. Tiene de plazo hasta pasado mañana, a las diez de la mañana.
–Pero… ¿Qué le van a hacer ustedes al niño? ¿Cómo me presento yo en el cortijo sin él? –decía el mayoral nervioso.
–Lo dicho. Si hacen ustedes lo que se les ha dicho, no deben de temer por la salud del niño. ¡Ojo! Ni una sola palabra a nadie. Si sospechamos de que avisan a la Guardia Civil o intentan tendernos una emboscada, no volverán a verlo vivo. No queremos hacerle ningún daño, sólo queremos el dinero. Su padre lo tiene.
El chico comenzó a llorar; los caballos caracoleaban, inquietos.
–¡No me dejes, Nicasio! No me dejes solo –gritaba el zagal desesperado, agarrado al brazo del mayoral.
–Cobardes… ¿No les da vergüenza el miedo que está pasando él? Si me hubierais cogido con mi escopeta no os lo lleváis. Al menos, mientras yo estuviese vivo.
–Deja de hacerte el valiente. Ya sabemos que eres muy gallito con las mujeres de las cuadrillas y con los jornaleros del cortijo; pero conmigo no tienes nada que hacer: no te necesito para nada. Podría pegarte un tiro aquí mismo, ganas no me faltan, pero como está delante el niño, eso te salva. Ve y haz lo que te hemos dicho. Ya sabes: pasado mañana a las diez.
Dicho esto, se montaron en los caballos y desaparecieron por la maleza que bordeaba el cauce del río. El Sol ya se había ocultado, y a Nicasio le quedaban todavía dos kilómetros hasta el cortijo; cuando llegara ya sería de noche. El mayoral iba llorando de rabia y de impotencia por lo que le había ocurrido.
–En qué mala hora se me ha ocurrido llevar al niño a ver a los ciervos. ¡Maldita sea! ¡Pasarme esto a mí!
Así, llorando y maldiciendo con rabia, llegó hasta el cortijo. Se serenó un poco y trató de que nadie, sobre todo los guardias, notase que algo había ocurrido.
–¿Y Pedrito? –le preguntó uno de estos al verlo entrar.
–Se ha quedado con su tío en el molino. Al caballo se le ha clavado algo en la pezuña o se ha lastimado, y el niño no quería venirse sin él. Ahora lo estaban curando. Yo le he dejado el mío, por si quiere venirse.
Luego entró en la casa de don Manuel y se quedó parado delante de él, con la gorra en la mano y sin saber cómo empezar a explicar lo sucedido. Por último, se echó a llorar y se dejó caer en una silla. Don Manuel, al verlo en aquel estado, saltó prácticamente del sillón y corrió a su lado gritando:
–¿Qué te pasa? ¡Dime, Nicasio! ¿Qué ha ocurrido? ¿Y el niño, cómo está el niño?
El mayoral se levantó, cerró la puerta y se puso el dedo en los labios, indicándole al patrón que guardara silencio.
–Don Manuel, no debe de enterarse nadie, y menos aún esos que están ahí fuera, si queremos volver a ver al niño vivo.
Don Manuel se dejó caer en una silla, abatido, y se echó las manos a la cabeza imaginándose lo sucedido: