Pedro dejó al Manco en su casa y volvió al puente de Picao. Tuvo suerte, pues al llegar al cruce pasó un viejo y destartalado camión rojo, un Ford, que llevaba pescado para los pueblos de la sierra gaditana, y el conductor lo invitó a subir para que le hiciese compañía hasta Ubrique.
Al día siguiente fue a la oficina de teléfonos y solicitó una conferencia con La Línea. La empleada de la oficina le comunicó que no tendría línea hasta tres horas más tarde. Durante ese tiempo, el encargado de la central de La Línea enviaría a un empleado a la casa de Manolo el Cojo, diciéndole, por medio de un impreso oficial, que a las doce y media –la hora que habían concertado con Pedro en la centralita de su pueblo– tenía una conferencia con el señor Antúnez, de Ubrique. Pasaban ocho minutos de la hora anunciada cuando Manolo pudo oír la voz de Pedro.
–¡Diga! –dijo con voz fuerte.
La telefonista de Ubrique disimulaba escribiendo algo, pero mantenía sus auriculares puestos: tenía la orden de escuchar todas las conversaciones.
–Manuel –dijo Pedro–. ¡Gracias por el regalo, hombre! No tenías que haberte molestado.
–¡Bah! Es un pequeño detalle de nada. ¿Qué querías, niño?
–Manuel, he visto a Juan, y me ha dicho lo del trabajo; pero no me ha dado detalles sobre cuánto me va acostar el papeleo. Es para comenzar a ahorrar…
–Eso te lo diré cuando vengas. Pero, para que tengas una idea: a lo que te costó mi operación del pie, le pones dos ceros al lado por cada papel.
Pedro se quedó atónito, sin habla. Manuel hablaba en clave, pero él lo había entendido muy bien y le parecía mucho dinero.
–Manolo, voy a tener que vender hasta lo que llevo puesto… No sé si vale la pena ya de trabajar en Gibraltar…
–¡Claro que sí, hombre! Siempre estarás mejor en Gibraltar que en ese pueblo encerrado, sin futuro alguno.
–Bueno, Manolo, ya lo pensaré y te veré para ultimar los detalles. ¡Hasta la vista! Saluda a la Juani de mi parte.
–De acuerdo, ya nos veremos. Adiós, chiquillo, cuídate.
Pedro colgó el teléfono y fue a pagar la conferencia. La telefonista le preguntó:
–¿Vas a volver a trabajar en Gibraltar?
–Lo estoy intentando; pero no dan permisos ahora. Hay que esperar a que haya alguna plaza vacante y, sobre todo, conseguir los papeles– contestó él.
Al salir de allí pensó en el dinero que costaría toda la operación. Le parecía mucho dinero, pero, en fin, sus razones tendría Manolo para pedir esa cantidad. Se preguntó de dónde la iban a sacar los maquis.
Mientras caminaba hacia su casa iba recordando lo que sucedió cuando Manolo se accidentó en el astillero. Parecía que todo había ocurrido el día anterior; sin embargo, ya habían pasado seis años… El médico venía a domicilio, le miraba el pie al enfermo, se lo curaba con desinfectantes y se lo volvía a cubrir con vendas; luego le ponía una inyección y le daba calmantes para el dolor. En total, le hizo veinte visitas a Manolo. Las diez primeras las pagó él, que pagó cien pesetas; las otras diez las pagó Juan, que pagó otras cien. Juanita, la novia, compraba las vendas, el alcohol y las inyecciones.
Añadirle dos ceros a las cien pesetas que él había pagado significaba lo siguiente: cada uno de los hombres del grupo de los maquis debía de buscarse diez mil pesetas, si quería salir de España
Seis días más tarde, Pedro se fue a pasar el día cazando en el monte.
Antúnez miró hacia el Sol, por su altura sobre la línea del horizonte calculó que serían las siete de la tarde. Desde el lugar en el que se encontraba disfrutaba de un paisaje impresionante. Abajo, a su izquierda, podía ver su pueblo: pequeño, con sus casitas blancas y sus tejados rojos. En frente, el curso del río Ubrique, que más adelante toma el nombre de Majaceite, se perdía entre los montes. Más lejos aún, tras la sierra de Las Cabras, sobre la que estaba situado en aquel momento el Sol, una bruma azulada le indicaba la situación del mar, a unos cien kilómetros de allí. Unas manchas blancas, diseminadas por diferentes puntos del terreno, le señalaban la ubicación de otros pueblos y ciudades. A su izquierda podía ver la costa africana y el Peñón de Gibraltar; a su derecha estaba la sierra de Grazalema, con su bosque de pinsapos. «¡Qué maravilla de paisaje! ¡Qué bonita es mi tierra! ¡Qué lástima que la diosa Libertad esté ausente!», pensó el muchacho.
Pedro llevaba nueve horas en aquel sitio. Había puesto perchas y lazos distribuidos por la ladera y se entretenía cazando con el método de la «lancha»: hacía un agujero en el suelo, suficientemente grande como para que entrase su puño entero; colocaba una piedra plana inclinada y sujeta con un palillo sobre el agujero. En el fondo, ponía como cebo lo que encontraba a mano: un gusanillo sacado de una caña seca, una alúa, un grano de trigo, una miga de pan, etc. Colocado el cebo, Pedro se iba. Cuando algún pájaro era atraído por el señuelo y se introducía en el agujero para comérselo la piedra se caía al rozar el palillo que la sostenía: el pajarillo se quedaba encerrado en el agujero. Cuando Pedro volvía y observaba la losa tumbada la levantaba con cuidado, introducía su mano en el agujero y cogía vivo al pajarillo. Al anochecer el chico recogía todas las perchas, los lazos y los cepos y se volvía al pueblo. Pedro acudía a cazar en la sierra regularmente durante todo el año. Todo el mundo lo sabía en Ubrique, pero hacían la vista gorda porque conocían las dificultades que tenía para encontrar trabajo: todavía era el hijo del rojo que buscaban los guardias. Variaba de zona cada vez que salía a cazar, y procuraba no entrar en las fincas privadas. Aquella tarde esperaba una visita: tenía que dar un mensaje.
Quince días antes había visto a uno de los maquis, al que sus compañeros apodaban Darío. Habían acordado verse cada quincena allí, en «su coto». Aquella tarde había ido a propósito a poner las perchas en aquel lugar, porque era día de cita. Pensó que ya no vendría Darío, pues era ya tarde, y se disponía a abandonar el lugar cuando se encontró delante de él.
Estaba sentado dentro de un lentisco y sonreía al ver la sorpresa que se había llevado Pedro al descubrirle allí.
–¿Qué pasa, hombre?, ¿buena caza? –le preguntó.
–Pues, ya lo ves, no está mal: dos docenas de zorzales y varios otros pajarillos; pero no he cogido ningún conejo –contestó Pedro.
–Deja los cepos puestos: los conejos caen mejor de noche. Sitúalos donde haya cagarrutas de ellos: suelen volver al mismo sitio a cagar. ¿Me traes noticias?
–Sí. He estado hablando con un amigo en La Línea y dice que está todo arreglado: los permisos, los pasaportes y demás papeles. Un armador gibraltareño os llevará hasta Cuba, y desde allí vosotros os vais a donde os dé la gana. Los pasaportes son ingleses, y sólo les falta que les pongáis las fotografías, que os podéis hacer allí mismo en Gibraltar. Está todo hablado con el Gobernador del Peñón.
–Pero ¿qué dices? ¿Cómo vamos a entrar en Gibraltar ahora, con la cantidad de gente que anda por ahí buscándonos? No es sólo la Guardia Civil la que nos pisa los talones, sino que hay patrullas de soldados y de voluntarios fascistas rastreando la sierra. Si hubiéramos podido entrar, con las veces que lo hemos intentado, ya estaríamos lejos de España –dijo Darío con amargura.
–Pero nunca habíais tenido el apoyo que tenéis ahora –contestó Pedro–. Hay que llegar a una playa, subir a una patera, que os estará esperando, y entrar en Gibraltar.
–Pero, ¡eso es imposible…! –exclamó Darío.
–Pues eso es lo que hacen los contrabandistas muchas veces al mes. Así entran las toneladas de tabaco en España. Bueno, ¿qué te voy a decir que tú no sepas? Vosotros también conocéis a los contrabandistas, habéis trabajado con ellos, y ahora son ellos los que os abastecen de todo. Precisamente, cuando hayan descargado el alijo de tabaco tenéis que subir a la barca, aprovechando el mismo viaje y el mismo apoyo logístico de la organización. Ése será uno de los problemas que tendréis que afrontar.
–¿Uno de los problemas? ¿Cuál es el otro? –preguntó Darío.
–El dinero. Me han dicho una cantidad que me ha dejado de piedra. No sé de dónde la vais a sacar: diez mil pesetas por barba –dijo Pedro mirando al suelo, desmoralizado al comprender que todo su esfuerzo había sido en vano: sus viajes a La Línea, a Algar… Todo para nada: los maquis no podrían pagar esa cantidad. A menos que asaltasen un banco.
–Pero, ¡eso es muchísimo dinero! –exclamó el otro.
–Ya lo sé. A mí me ha parecido también mucho dinero, y también se lo dije así a mi amigo; pero él dice que tiene que pagarle a mucha gente: por los papeles, por los viajes, por la patera, por los riesgos…
–La patera viene cargada de tabaco, y se arriesgan de todas formas a que los maten a tiros. De eso yo puedo enseñarte bastante: yo habré metido en la playa más de doscientas barcas cargadas de tabaco. Las he cargado en Gibraltar y las he llevado hasta Algeciras, burlando la vigilancia. Y no es para tanto. O sea, que tu amigo cobra dos veces por el mismo viaje: una por el tabaco; otra por nosotros –dijo Darío.
–Sí que es verdad; pero no es igual volver a Gibraltar sin carga: si los cogen, dicen que han salido a pescar en la bahía; en cambio, si los detienen con vosotros, unos hombres en busca y captura saliendo ilegalmente de España, es otro cantar.
–¿Y a ti cuánto te pagan por esto, Pedro? –Darío hizo la pregunta y se arrepintió al instante al ver la cara que puso el chaval.
Pedro palideció al oírlo. Después, muy serio, le contestó:
–Yo hacía esto pensando en mi padre, pues supongo que alguna persona también le ayudó a escapar. Yo trataba de ayudaros a vosotros, que ahora estáis en su misma situación; pero veo que no lo piensas así, y lo mismo que tú dudas de mi honestidad lo harán los otros. Por lo tanto, ésta será la última vez que me pongo en contacto con ustedes. Cuando tengáis el dinero habláis con un contrabandista que vive en Algar, en el cerro. Se llama Juan el Manco. Le llaman así porque heredó el mote de su padre. Él os pondrá al día en todos los detalles.
–¿No te habrás enfadado, eh? Al fin y al cabo, es normal que tú cobres algo: también te arriesgas mucho al contactar con nosotros –dijo Darío, tratando de arreglar lo que ya no tenía arreglo.
–Mira, vamos a dejarlo así. Ya lo sabes: El Manco. Él acostumbra a parar en el Arroyo del Caballo, cerca de La Jarda. Allí paran los contrabandistas para dormir durante el día y para que descansen los caballos. Os ponéis en contacto con él, que es el que os debe llevar hasta la barca. Ése sí que cobra por el trabajo, cinco mil pesetas. Sólo te pido que no le habléis de mí, pues sólo me conoce de vista. Yo no le di mi nombre ni dirección, pues pensaba llevaros yo mismo hasta la patera. Sólo hablé con ése para prevenir el caso de que a última hora surgiera algo que me impidiera hacerlo, ya sabes: que me detuvieran los guardias, que estuviera enfermo o algo por el estilo. Sólo he estado con él un par de horas; pero no sabe quién soy y no quiero que lo sepa por ustedes. ¿Vale?
–Nosotros no necesitamos que nadie nos lleve: conocemos la sierra mejor que nadie. Lo que necesitamos es tener los papeles para entrar en Gibraltar y salir hacia otro país. Pero bueno, si hay que hacerlo así…Vale, hombre. No te preocupes, y perdona si te he ofendido, no era ésa mi intención –dijo Darío, triste por lo sucedido.
–Bueno, abuelo. Tenemos que comer; tengo hambre. ¿Tú no?
Rebeca fue a la cocina para ver qué había hecho su madre para comer. No encontró nada y eso la contrarió. Comenzaba a preparar dos sándwiches para ella y su abuelo cuando escuchó el sonido de la llave en la puerta de la entrada. Momentos después entraba su madre cargada con unas cajas de pizza y unas bolsas de compras del supermercado.
–¡Ay, hija! Se me ha hecho tarde comprando. Traigo unas pizzas para comer ahora. Esta noche he invitado a mi amigo Jorge a cenar. Quiere venir con nosotros a Cádiz de vacaciones. ¿Tú que dices, hija?
La niña se quedó pensativa, miró al abuelo y luego dijo:
–¿Y el abuelo, qué?, ¿no viene con nosotras?
–No lo sé, aún no se ha decidido a decir qué quiere hacer. ¿A ti te ha dicho algo?
–No; me ha estado contando cosas de su pueblo. Una historia de maquis y contrabando.
–¡Vaya! Ya me extrañaba a mí que no te hablara de eso…
Al oír eso, el abuelo, que había estado escuchando la conversación de su hija y su nieta desde el salón, se acercó a la cocina y dijo:
–¿Qué pasa?, ¿qué malo tiene el que yo le hable de mi pueblo a la niña?
–No me gusta que le hables de esas cosas de robos, secuestros y muertos a la niña; le harán recordar y sufrir. La muerte de su padre aún está presente.
–Pues tú pareces haberla olvidado pronto: ya quieres irte de vacaciones con un desconocido.
–¡Papá, no te pases! Jorge no es ningún desconocido para mí. Además, ya es hora de que reiniciemos nuestras vidas; no quiero pasar el resto de mis días aquí encerrada y lamentando algo que ya no tiene remedio. Mi marido no volverá; la vida sigue y Rebeca necesita un padre.
–No veo yo por qué. Yo estoy aquí con ella y hago las funciones de padre.
–No. Tú eres su abuelo, no su padre; todas las hijas tienen padres y abuelos. Y dejemos esto ya. Si tengo que vivir con un hombre, porque no soporto la soledad, prefiero comenzar ahora que aún soy joven y puedo disfrutarlo que luego, cuando sea vieja y sólo busque un hombre para juntar nuestras pensiones porque una sola no llega para vivir. Ya he cumplido los treinta y seis. ¿Está claro?
Rebeca se había marchado al salón, se había sentado en el sofá y miraba con cara de enfado a su madre. Al verla así, casi llorando, Lucía le preguntó:
–¿Y a ti qué te pasa ahora?
–¡Siempre estáis discutiendo los dos! ¡Ya estoy harta! No pienso ir a ninguna parte.
Lucía le lanzó una mirada furibunda a su padre y luego, calmándose, le dijo a su hija:
–No estamos discutiendo, hija, estamos hablando del futuro de nuestras vidas. Venga, come y luego llevas al abuelo a la calle a tomar el sol. Hace un día espléndido.