La pista del Lobo (13 page)

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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

BOOK: La pista del Lobo
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–Dios mío, Dios mío… Se lo han llevado, ¿verdad? Se han llevado a mi niño.

–Sí, don Manuel. Yo no pude evitarlo: eran cuatro, y nos apuntaban a los dos con sus fusiles. Nos habrían matado, don Manuel. ¡Seguro!

–Pero… ¿Y mi niño? ¿Qué es lo que quieren hacer con él?

–Dinero, don Manuel, sólo quieren dinero: cien mil pesetas dentro de una bolsa que debe usted dejar en la higuera que hay bajo el peñasco de los pajarracos. Tenemos de plazo hasta pasado mañana, a las diez de la mañana…

Don Manuel se quedó callado, pensando. Después de varios minutos, con voz suave, le dijo a su hombre de confianza:

–No le digas a nadie lo que ha pasado. «El niño está en el molino», eso será lo que le contestaremos a todo el que pregunte. No llores y cálmate: van a descubrir que algo malo ha ocurrido si te ven así. Pasado mañana vendrás conmigo y pondremos el dinero en la higuera.

Pero fue imposible disimular lo que estaba sucediendo: todos notaron la cara seria y preocupada de don Manuel y los ojos llorosos, la cara desencajada y las manos temblorosas del mayoral, al que le era casi imposible liar un cigarrillo. Los guardias también lo notaron:

–Mi sargento, aquí pasa algo raro –dijo uno.

–Sí, ya me he dado cuenta. Hay que estar atento a todo –le contestó el sargento–. Trataremos de averiguar algo mañana.

–Abuelo, ¿qué le hicieron a Pedrito?, ¿adónde se lo llevaron? –preguntó Rebeca con los ojos como dos ascuas por la curiosidad y la emoción.

–Tranquila, hija, ya te lo digo ahora:

Desde el lugar donde se había producido el secuestro de Pedrito hasta llegar al cortijo Rotijón hay unos diez kilómetros de distancia, siguiendo el cauce tortuoso del río, que gira caprichosamente a la izquierda o a la derecha en varios puntos de su trazado. Y desde ese cortijo hasta Ubrique hay otros diez kilómetros de marcha.

Desde los canchos aquellos por donde desaparecieron los maquis con el niño, en los que anidaban cientos de buitres leonados, hasta el cortijo de Rotijón hay un desfiladero cubierto de vegetación y rocas, por donde pasa el río Majaceite. A ambos lados de sus orillas se levantan montes; en sus laderas, de peñascos y sotobosque, se enredan entre sí la más variada vegetación, desde las adelfas y juncos de las orillas del río hasta las encinas de sus cumbres. También se pueden ver alcornoques y quejigos esparcidos entre matorrales, palmitos, esparragueras, espinos, retamas y brezos. Sobre esta masa verde de distintos tonos resaltan las rocas y los grandes peñascos, donde anidan los buitres. En las copas de los árboles anidan el águila imperial, la culebrera y la perdiguera, el búho y el cernícalo; por los suelos se arrastran las culebras y lagartos, a los que persigue la mangosta. Al agua cristalina del río acuden para beber los ciervos, jabatos, corzos y zorros.

Sin embargo, el grupo compuesto por los secuestradores y el niño no llegaron tan lejos: a medio camino torció a la derecha y siguieron una senda que los llevó hasta el camino de Alda; luego fueron a reunirse con otro grupo en la loma de la Gitana. Estuvieron andando casi toda la noche para llegar hasta allí. Era muy difícil caminar a través de aquellos matorrales y espinos, arrastrando, casi, a un niño que se resistía a seguirlos. El niño llevaba la cara, brazos y piernas llenas de arañazos; estaba manchado de sangre, debido a los cortes y pinchazos producidos por los arbustos que había por todo el camino. Tenían que abandonar rápidamente el lugar del secuestro, pues no sabían cómo reaccionaría el padre del niño. Lo más probable era que cumpliera lo que se le había ordenado y depositara la bolsa con el dinero para salvar a su hijo; pero también podría organizar una batida en los montes con la ayuda de los jornaleros y de los guardias civiles. Tenían que darse prisa en cambiar de sitio.

En la loma de la Gitana se reunieron con otros cuatro hombres. Había allí una casa abandonada, en ruinas. No tenía techo, pero los hombres la habían cubierto de retamas secas. Desde allí podían ver a lo lejos un tramo de la carretera de Cortes y parte del cortijo de La Jarda. Tenían fuego encendido dentro de los muros de la casa, para que éste no pudiera verse desde el exterior. Una corza, cazada el día anterior, yacía sobre las brasas del fuego cuando llegaron los secuestradores con el niño. Venían detrás de otro hombre, que hacía la guardia a un centenar de metros de la casa mientras los otros se afanaban en preparar la cena.

–Habéis tardado mucho, ¿qué ha pasado? –les preguntó el jefe, uno al que los otros llamaban comandante Abril.

–¿Que hemos tardado? No es fácil caminar con un niño gritando y tratando de escaparse a cada momento. ¡Lo hemos traído casi arrastrándole! Menos mal que por estos parajes nadie lo puede oír, por mucho que chille. Ya creo que lo ha entendido, pues lleva rato callado.

–Bueno, vamos a comer y a descansar. Esperemos que todo salga tan bien como lo hemos previsto, y podamos abandonar estos montes para siempre –dijo el jefe, luego mirando a Pedrito, le animó–: Tú, chaval, no tengas miedo, que no te va a pasar nada. Aunque nos hubiéramos equivocado en los cálculos y fracasara nuestro plan, a ti no te pasará nada: te dejaremos en donde puedan encontrarte. Lo único que esperamos es que tu padre nos dé un poco del dinero que le sobra y que tanta falta a nosotros nos hace. Si nos lo da por las buenas, estupendo; si no nos lo quiere dar, te dejaremos marchar de todas formas. Lo malo es que, en ese caso, tardarás un poco más en reunirte con tu familia, pues hasta que no estemos seguros de poder escapar no te dejaremos en libertad.

El niño se acercó al fuego; uno de los hombres cogió un trapo, lo mojó con agua de un cántaro y le lavó la cara, las manos y las piernas. Después abrió una maleta pequeña de madera, sacó una botella de yodo y le untó en las heridas. El chico apretaba los dientes al sentir el escozor. Finalmente, no pudo evitarlo, rompió a llorar. Fue entonces cuando surgió la disputa entre aquellos recios hombres:

–¡Yo es que no logro entender por qué hemos tenido que coger al niño! ¿No hubiera sido mejor ir al banco de Algar directamente y atracarlo? Nos arriesgábamos a lo mismo. En cambio, si el atraco hubiera salido bien ya habríamos acabado, tendríamos el dinero y podríamos marcharnos –dijo uno de ellos.

–¿Y quién tiene cojones de entrar en el pueblo en pleno día para atracar un banco? ¿Es que los guardias están mancos? –le contestó otro.

–¿Los guardias? Están todo el día en el campo, y en los cortijos, hartándose de comer. En el pueblo quedarán sólo un par de ellos, si acaso, haciendo guardia en la puerta del cuartel, que está en la otra punta, casi fuera del pueblo. Si hubiéramos entrado por la posada, habríamos llegado al banco y habríamos salido con el dinero, y los guardias ni se habrían enterado.

–El teléfono del pueblo está en la posada y cualquiera que hubiera visto algo raro en el banco habría llamado al cuartel, habrían llegado los guardias y nos habrían cortado la retirada antes de que el banquero hubiera reunido el dinero.

–¿Y qué, si vienen? Se les pegan cuatro tiros y ya está. ¿O es que ya no nos atrevemos a dispararle al enemigo? Con un tiro cayó esa corza; igualmente cae un hombre –el que hablaba se iba acalorando mucho–. Dime, ¿ahora qué hacemos con este niño? Porque puede ocurrir que no nos den el dinero así porque sí, ¿eh? ¿Qué hacemos? El niño ya nos ha visto y conoce este escondrijo.

–¡Basta ya! –gritó el jefe–. El otro día lo acordamos así entre todos, y tú no hablaste tanto, ni te mostrabas tan decidido. Ya está hecho así; ahora a esperar. En cuanto al chico, está claro: lo dejaremos libre pase lo que pase. Así lo acordamos y así se hará.

El hombre que le había curado las heridas al niño y que se había sentado junto a él, le echó un brazo por encima de los hombros y con una voz amable, paternal, le dijo:

–Anda, come un poco y después duerme. No te vamos a hacer nada, pero si tienes que volver a tu casa andando desde aquí…, tienes que tener fuerzas para llegar. Si no, los bichos del monte podrán contigo. Ya sabes que en el monte hay animales dañinos, además de conejos.

El niño, al oír la frase «volver a tu casa» recobró la esperanza, se secó las lágrimas y cogió el trozo de carne que el hombre le ofrecía sonriendo.

–¿Y mi caballo? –preguntó el niño.

–Tu caballo y el de tu mayoral están juntos, en el mismo arroyo que los dejasteis para ver los ciervos. Están atados a un árbol y hay un hombre cuidándolos, tienen algarrobas para comer y el agua del arroyo para beber. Están bien, no te preocupes. Aquí no podían estar, porque serían un estorbo para todos. Un hombre acudirá pasado mañana al encuentro de tu padre, cogerá el dinero y le dirá dónde estáis tú y los caballos.

–¿Cuándo ha dicho? –preguntó otra vez Pedrito.

–Escucha, hijo: hoy tu padre irá al banco, a sacar el dinero que le hemos pedido, y mañana acudirá a la cita con nosotros. Mañana por la noche, nosotros ya estaremos lejos de aquí, y tú estarás en tu casa.

Capítulo 12

–A
buelo, ¿y qué hacían los guardias para salvar a Pedrito? ¿No se daban cuenta de nada?

–Sí, hija, sí… se habían dado cuenta. Ten paciencia y escucha. Te voy a ir relatando lo que sucedía en cada sitio, hora por hora:

CORTIJO DE GUADALUPE, 8:30 HORAS

Cuando llegó la hora de efectuar el relevo de los guardias en el cortijo, el sargento fue a ver a don Manuel.

–Don Manuel, hágame usted el favor de firmar el parte –le dijo, después le ofreció tabaco y le preguntó–: ¿Tiene usted algún recado para el pueblo?

–No, gracias. Yo también tengo que ir para solucionar algunas cosas. Si les parece, vamos juntos –contestó el dueño del cortijo.

–¡Ah, bueno! Entonces mejor: así se nos hará más corto el camino –se alegró el sargento. Pensaba que con un poco de suerte acabaría enterándose de lo que estaba ocurriendo en la casa.

Durante el camino apenas se hablaron; don Manuel hacía lo imposible por disimular la terrible angustia que lo embargaba; los guardias hablaban entre ellos de otras cosas, sin dejar de observarle. El sargento decía:

–Ya pronto vendrán las lluvias y refrescarán un poco el ambiente. No hay quien pueda con este bochorno.

–Sí, pero la lluvia también tiene sus inconvenientes –contestó el otro–. Es buena para el campo, estoy de acuerdo; pero nosotros nos mojamos casi todos los días en los caminos y no ganamos para resfriados.

Una hora después se despedían de don Manuel en la puerta del cuartel, a la entrada de Algar. Don Manuel continuó su camino hacia el centro de la calle Real, avanzó por ella hasta el Banco de Andalucía y se detuvo en la puerta; ató la brida de su caballo en la argolla de acero que había en la pared del edificio para eso y entró en el despacho del director de la sucursal.

–¡Hombre, don Manuel! –saludó el director levantándose del sillón de cuero– .¿Qué le trae por aquí?

–Don Luis, necesito llevarme una suma considerable de dinero hoy mismo. Siento haber venido con esta urgencia, pero es que se me han presentado de improviso con unos sementales para las vacas bravas y maquinaria para trillar…

–¿Cuánto necesita usted? –preguntó intrigado el director del banco.

–Cien mil pesetas, don Luis. Y las necesito para hoy mismo.

–Bueno, no se preocupe usted, don Manuel. Voy a ver de cuánto dispongo en el banco y, si hace falta, llamo a Jerez para que me lo traigan. Creo que en tres horas se lo tendré todo preparado.

–Está bien, don Luis. Mientras tanto, voy al casino a refrescarme un poco. A la una de la tarde me acercaré por aquí.

Don Manuel dudó un momento, luego salió a la calle. Estuvo a punto de decirle al director que no comentase con nadie nada de lo que habían hablado; pero lo pensó mejor: si le decía algo así no haría más que alarmar aún más al banquero, que no estaba acostumbrado a que le exigieran así de golpe esas sumas de dinero. «Lo mejor que puedo hacer es actuar con naturalidad», pensó mientras se dirigía hacia el casino, que estaba situado unos metros más abajo, en la acera contraria. Al cruzar la calle vio a un guardia civil bajando la cuesta, por el mismo sitio que él había pasado momentos antes. No le dio importancia. Entró en el casino y solicitó del dueño media botella de fino Garvey. Al poco tiempo vio pasar al guardia por delante del banco y del casino, continuando su marcha hasta la posada. Don Manuel se tranquilizó y se sentó en una mesa, pidió un plato de chicharrones para picar y se entretuvo leyendo el Diario de Cádiz, que había llegado en el coche de línea la noche anterior. Permaneció en el local algo más de una hora; luego se fue al Ayuntamiento. El alcalde, don Curro González, era su hermano. Quizás sería bueno que le comentase lo sucedido, pues tal vez tendría que recurrir a él si los maquis le pedían más dinero en lugar de liberar a su hijo. Subió a su despacho, dispuesto a contárselo todo, pero el alcalde no estaba allí a esas horas. Sólo estaban el secretario del Ayuntamiento y el encargado del Registro Civil.

En la planta baja estaba la cárcel. Don Manuel se asomó al interior por la reja de la ventana: había dos mujeres encerradas; una de ellas estaba sentada en el suelo y tenía sobre su regazo un niño de unos dos años mamando con la manita puesta sobre una de sus tetas.

–¿Por qué les han metido aquí? –les preguntó el hombre.

–Por coger bellotas para comer, don Manuel –le contestó la mujer que estaba de pie junto a la ventana.

–¿Dónde cogieron ustedes esas bellotas?

–En las tierras de don Curro. Vergüenza les debía de dar reservar las bellotas para los cochinos y que las personas no tengamos derecho a comerlas: ¿Valemos menos que los cerdos? Aunque ya no tengamos ni leche en las tetas para criar a nuestros hijos, prefieren que nos muramos de hambre a quitarle las bellotas a sus bichos… ¡Qué vergüenza! ¡Ojalá, y Dios lo permita, que se gaste todo su dinero en boticas! –dijo, histérica, la mujer que amamantaba a su hijo.

Don Manuel hizo un gesto de impotencia y salió del Ayuntamiento.

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