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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (35 page)

BOOK: La pirámide
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Wallander se despidió y se encaminó al coche. Acababa de poner en marcha el motor cuando sonó el teléfono de Margareta Johansson. La mujer salió y le informó en voz alta de que Svedberg le estaba llamando, de modo que Wallander volvió a entrar y tomó el auricular.

—Encontré al conductor —aseguró el colega—. Lo cierto es que fue mucho más fácil de lo que imaginaba... En fin, el hombre se llama Anton Eklund.

—Estupendo.

—Pues hay algo mejor aún. Adivina lo que me contó: resulta que el hombre solía guardar las listas de pasajeros y de aquel viaje tiene incluso fotografías.

—¿Tomadas por Simon Lamberg?

—¿Cómo lo sabes?

—Sólo hice lo que me pedías: adivinar.

—Bueno, el caso es que vive en Trelleborg y ya está jubilado, pero me aseguró que estaría encantado de recibirnos en su domicilio.

—Muy bien, porque eso es precisamente lo que vamos a hacer muy pronto.

Sin embargo, Wallander tenía otras visitas en las que pensar que urgían más que la del conductor retirado. Una de ellas, en concreto, no admitía aplazamiento alguno.

De hecho, había pensado ir directamente desde Rynge a ver a Elisabeth Lamberg.

En efecto, tenía una pregunta que hacerle. Y necesitaba una respuesta inmediata.

Cuando el inspector llegó a casa de la viuda, ésta se encontraba en el jardín arreglando, acuclillada, uno de los setos y, cuando Wallander aplicó el oído inclinado sobre la valla, le pareció oírla tararear una canción. De modo que, según concluyó, el luto por la muerte de su marido no parecía ni profundo ni duradero. El inspector abrió la verja y al oír el ruido, la mujer se incorporó con una pequeña pala en la mano y los ojos entrecerrados ante la intensa luz del sol.

—Siento presentarme a molestar otra vez, tan pronto —se excusó Wallander—. Pero lo cierto es que tengo una pregunta cuya respuesta necesito cuanto antes.

La mujer dejó la pala en una cesta que había en el suelo.

—¿Vamos adentro?

—No, no es necesario.

Entonces la mujer señaló unas sillas plegables en las que se sentaron.

—He ido a la residencia de Matilda y he estado hablando con la directora —comenzó Wallander.

—¿Sí? ¿Y viste a Matilda?

—No, por desgracia no tenía tiempo.

Wallander no quería admitir la verdad: que enfrentarse a personas con minusvalías graves era para él un obstáculo casi infranqueable.

—Pero hablamos de la desconocida que suele visitarla.

Elisabeth Lamberg se había puesto un par de gafas de sol de cristales ahumados, de modo que su mirada resultaba inaccesible para Wallander.

—La última vez que tú y yo hablamos de Matilda, no mencionaste a esa mujer. Y este hecho me sorprende tanto como despierta mi curiosidad. Además, me parece de lo más extraño.

—No pensé que fuera importante.

Wallander no estaba muy seguro de hasta qué punto podía ser duro o directo a partir de aquel momento. Pese a todo, el marido de la mujer que tenía delante había sido brutalmente asesinado hacía tan sólo unos días.

—¿Y no será que tú sabes quién es esa mujer pero que, por alguna razón, deseas mantener en secreto su identidad?

La señora Lamberg se quitó las gafas y fijó la mirada en él.

—Ignoro quién es. He intentado averiguarlo, pero sin éxito.

—¿Y qué has hecho para averiguarlo?

—Lo único que estaba en mi mano: le pedí al personal de la residencia que me llamasen tan pronto como ella apareciese. Y lo han hecho. Pero nunca he llegado a tiempo.

—Ya, bueno, supongo que también podrías haberle pedido al personal de la residencia que no la dejasen entrar, ¿no? O que le dijesen claramente que no le estaba permitido visitar a Matilda sin antes dejar su nombre.

Elisabeth Lamberg lo miró inquisitiva.

—Pero... ¡si dijo su nombre! Lo hizo la primera vez que estuvo allí. ¿Acaso no te lo contó la directora?

—Pues no.

—Se presentó como Siv Stigberg y dijo que vivía en Lund. Lo único que ocurre es que no hay en Lund nadie con ese nombre. Ya lo he comprobado. Y he buscado en las guías de teléfonos de todo el país. Existe una Siv Stigberg en Kramfors y otra en Motala. Incluso he hablado con ellas. Pero ninguna tenía la menor idea de qué les estaba hablando.

—Es decir, que dio un nombre falso, ¿no es eso? Y ésa es la razón por la que Margareta Johansson no me dijo nada.

—Sí y, la verdad, no lo entiendo.

Wallander reflexionó un instante, pero no veía motivo para dudar de sus palabras.

—Bueno, bueno. Eso es muy extraño. Sigo sin comprender por qué no mencionaste esas visitas desde el principio.

—Sí, ahora comprendo que debí hacerlo.

—Supongo que habrás meditado mucho sobre quién será y por qué visitará a tu hija.

—¡Claro que sí! Y por eso le dije á la directora que le permitiese continuar visitando a Matilda, porque un día llegaré a tiempo.

—¿Y qué hace mientras está allí?

—Pues no suele quedarse mucho tiempo, contempla a Matilda pero sin decir nada. Y eso que Matilda comprende lo que se le dice.

—¿No se te ocurrió preguntarle a tu marido por ella?

El tono de voz de la mujer dejó traslucir la más intensa amargura al responder:

—¿Y por qué habría de preguntarle? A él no le interesaba Matilda. Ella simplemente no existía.

Wallander se puso en pie.

—Está bien. En cualquier caso, mi pregunta ya tiene respuesta.

El inspector se marchó directamente a la comisaría. La sensación de que el tiempo apremiaba se tornó de pronto muy intensa. Estaba ya entrada la tarde pero halló a Svedberg en su despacho.

—A ver, nos vamos a Trelleborg —anunció en el umbral de la puerta—. ¿Tienes la dirección del conductor?

—Anton Eklund vive en un apartamento, en el centro de la ciudad.

—Tal vez sea conveniente que lo llames para comprobar si está en casa.

Svedberg buscó hasta hallar el número de teléfono. Eklund respondió en el acto.

—Podemos ir —comunicó Svedberg una vez concluida la breve conversación.

Partieron en el coche del colega, que era mejor que el de Wallander. Svedberg conducía rápido pero seguro. Y, por segunda vez aquel día, recorría Wallander la carretera de Strandvägen en dirección oeste. Durante el trayecto, el inspector le refirió a Svedberg su visita a la residencia y a la casa de Elisabeth Lamberg.

—No puedo evitar la sensación de que esa mujer es importante —concluyó—. Y, desde luego, está relacionada con Simon Lamberg.

Continuaron el viaje en silencio. Wallander disfrutaba abstraído de la belleza del paisaje. Incluso llegó a dar una cabezada. Ya no le dolía la mejilla, aunque aún conservaba algo del color violáceo. La punta de la lengua también había empezado a habituarse a la muela provisional.

Svedberg no tuvo que preguntar más que una vez para dar con la casa de Anton Eklund en Trelleborg. Era un edificio construido en ladrillo rojo, de varias plantas, situado en el centro de la ciudad. Eklund vivía en el primer piso y, como los había visto llegar, los aguardaba con la puerta abierta. El conductor jubilado era un hombre de elevada estatura que lucía una melena de color gris. El apretón que le dio a Wallander cuando se estrecharon las manos fue tan fuerte que casi le hizo daño. El hombre los invitó a pasar al interior del apartamento, que no era muy grande. La mesa estaba puesta y el café caliente. Wallander no tardó en concluir que lo más probable era que viviese solo. El apartamento estaba limpio, pero a él le dio la sensación de que era el hogar de un hombre solo. Tan pronto como hubieron tomado asiento, sus sospechas se vieron confirmadas.

—Me quedé solo hace tres años, cuando murió mi mujer —confesó el hombre—. Entonces me mudé a este apartamento. Sólo pudimos disfrutar de un año de jubilación. Una mañana, amaneció muerta en la cama.

Ninguno de los dos agentes pronunció palabra, pues no había nada que decir. Eklund les ofreció una bandeja con dulces y Wallander tomó un trozo de bizcocho.

—Veamos, en marzo de 1981 llevaste un autocar de viaje a Austria —comenzó el inspector—. Markresor era la agencia organizadora. Teníais la salida desde la plaza de Norra Bantorget, en Estocolmo, y el destino era Austria.

—Así es. íbamos a Salzburgo y a Viena. Treinta y dos pasajeros, un guía y yo. El vehículo era un autobús Scania, totalmente nuevo.

—Pues yo creía que los viajes en autocar al continente dejaron de estar de moda en los años sesenta —intervino Svedberg.

—Y así fue —convino Eklund—. Pero luego volvieron a ponerse de moda. Y puede que Markresor parezca un nombre ridículo para una agencia de viajes,
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pero la idea era buena. Había una serie de personas que no estaban dispuestas a meterse en un avión para que, al cabo de unas horas, las soltasen en algún destino lejano. Había gente que deseaba viajar de verdad. Y la única forma era mantenerse en tierra.

—Si no me equivoco, guardabas las listas de pasajeros, ¿no es así? —quiso saber Wallander.

—Bueno, verás, acabó convirtiéndose en una manía —confesó Eklund—. A veces me pongo a hojearlas. A la mayoría de los pasajeros no los recuerdo en absoluto. Pero algunos nombres despiertan recuerdos, buenos en su mayoría. Otros quizás estarían mejor olvidados.

Dicho esto, se levantó para ir en busca de una funda de plástico que tenía en una estantería y se la tendió a Wallander. Había en la funda una lista de treinta y dos nombres. Enseguida localizó el de Lamberg. Revisó despacio el resto de los nombres, pero, hasta el momento, ninguno había aparecido en el material de la investigación. De aquellas treinta y dos personas, más de la mitad procedían del centro de Suecia. Además, había un par de pasajeros de Härnösand, una mujer de Luleå y otras siete personas de Halmstad, Eslöv y Lund, el sur del país. Wallander le entregó la lista a Svedberg.

—Dijiste además que tenías fotografías del viaje; al parecer, tomadas por Lamberg, ¿no es cierto?

—Sí, bueno, como era su profesión, lo nombraron fotógrafo oficial. Él fue quien tomó casi todas las fotografías. Aquellos que querían alguna copia, se apuntaban en una lista. Y todos recibieron su pedido, así que el hombre cumplió su promesa de enviarlas.

Eklund levantó un periódico bajo el cual había un sobre de fotos.

—Todas éstas me las dio Lamberg, gratis. Él mismo las seleccionó, de modo que no las elegí yo.

Wallander hojeó despacio las diecinueve fotografías que había en total. Se imaginaba que Lamberg no aparecería en ninguna, puesto que él estaba tras la cámara. Sin embargo, en la penúltima, aparecía el propio fotógrafo, en una imagen de todo el grupo. En el reverso podía leerse que la habían tomado en un área de descanso entre Salzburgo y Viena. También Eklund estaba entre el grupo. Wallander supuso que Lamberg habría programado el disparador automático. Revisó las fotos una vez más, estudiando ya los detalles y los rostros. De repente, descubrió que había un rostro de mujer que aparecía una y otra vez. Siempre miraba directamente a la cámara. Y sonreía. Mientras observaba su rostro, Wallander experimentó la sensación de que había en él algo familiar, pero no pudo determinar qué exactamente.

Entonces le pidió a Svedberg que les echase un vistazo.

—¿Qué recuerdo tienes de Lamberg durante el viaje?

—Pues, al principio, no me fijé mucho en él. Pero, después, la cosa se puso interesante.

Svedberg alzó la vista con rapidez.

—¿En qué sentido? —inquirió Wallander.

—Verás, quizá no debiera hablar de ello ahora que él está muerto... —vaciló Eklund—. Pero el caso es que se lió con una de las señoras que nos acompañaban. Y no creas que fue una historia sencilla.

—¿Y por qué no?

—Pues porque estaba casada y su marido también venía en el viaje.

Wallander dejó que su cerebro asimilara la información.

—Y había algo más que no mejoraba la situación —añadió Eklund.

—¡Bien! ¿Y qué era?

—Veréis..., era la mujer de un pastor. El marido era pastor, ¿comprendes?

Eklund lo señaló en una de las fotografías. De improviso, la imagen del libro de salmos emergió a la conciencia de Wallander, que empezó a transpirar. Lanzó una rápida mirada a Svedberg que, se le antojó, había reparado en el mismo detalle.

Wallander tomó el montón de fotografías y extrajo una de aquellas en las que la desconocida sonreía a la cámara.

—¿Es ella? —preguntó.

Eklund miró la fotografía y asintió.

—Sí, es ella. Figúrate, la mujer de un pastor de las afueras de Lund.

Wallander volvió a mirar a Svedberg.

—Y ¿cómo terminó la historia?

—Eso no lo sé. Ni siquiera estoy seguro de que el pastor llegase a descubrir lo que ocurría a sus espaldas. A mí me dio la impresión de que no estaba muy al corriente de las cosas de este mundo... Pero el ambiente durante todo el viaje fue bastante desagradable.

Wallander contempló de nuevo la fotografía de la mujer. De repente, supo quién era.

—¿Cómo se llamaba el matrimonio?

—Wislander; Anders y Louise.

Svedberg leyó la lista de pasajeros y anotó la dirección.

—Me temo que tenemos que llevarnos las fotos —advirtió Wallander—. Pero puedes estar seguro de que te las devolveremos.

Eklund asintió antes de añadir:

—Espero no haber hablado más de lo debido.

—No, no. Todo lo contrario. Nos has sido de gran ayuda.

Los dos policías se despidieron, le dieron las gracias por el café y salieron a la calle.

—Pues esta mujer coincide con la descripción de aquella otra que visita a Matilda Lamberg de vez en cuando —afirmó Wallander—. Y quiero una confirmación inmediata de que es así. No tengo la menor idea de por qué visitará a Matilda, pero eso ya lo averiguaremos más tarde.

Se acercaron al coche con paso presuroso y salieron de Trelleborg. Sin embargo, antes de partir, Wallander llamó a Ystad desde una cabina telefónica y, tras no poca espera, pudo hablar con Martinson. Después de referirle brevemente lo sucedido, le pidió que averiguase si Anders Wislander seguía siendo pastor de alguna diócesis a las afueras de Lund.

Volverían a la comisaría tan pronto como saliesen de Rynge.

—¿Crees que pudo ser ella? —inquirió Svedberg.

Wallander guardó un largo silencio antes de responder.

—No —declaró por fin—. Pero podría haber sido él.

Svedberg le lanzó una mirada incrédula.

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