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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (34 page)

BOOK: La pirámide
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A las doce del mediodía el grupo de investigación estaba reunido con Wallander al frente. Todos parecían llenos de la energía que les infundía el buen tiempo. Poco antes de que comenzase la reunión, Wallander había recibido un informe preliminar del forense. Al parecer, Simon Lamberg había muerto minutos antes de la medianoche. El golpe que había recibido en la nuca había sido muy violento y fue la causa inmediata de su muerte. En la herida provocada por el impacto habían hallado restos de metal que fácilmente identificaron como cobre, por lo que ya podían empezar a figurarse que el arma utilizada habría sido una estatuilla o un objeto similar. Wallander llamó enseguida a Hilda Waldén para preguntarle si en el estudio había alguna figura de cobre, pero la mujer negó de forma rotunda. Y aquélla era, en efecto, la respuesta que esperaba el inspector y de la que dedujo que el asesino de Simon Lamberg llevaba consigo el arma del crimen. Eso implicaba, a su vez, que el crimen había sido premeditado y no el desenlace de una discusión acalorada ni el resultado de un impulso.

Para el grupo de investigación, esta constatación resultó de suma importancia. En efecto, ahora sabían que buscaban a un sospechoso que había actuado con premeditación. Sin embargo, ignoraban por qué había regresado al lugar del crimen. Lo más probable era que hubiese olvidado algo, pero a Wallander no lo abandonaba la sospecha de que tal vez fuese otra la razón, por más que ellos no la hubiesen descubierto aún.

—¿Y qué podría ser? —inquirió Hanson—. Si no fue un olvido, tal vez volvió para dejar algo, ¿no es eso?

—Lo que también puede ser consecuencia de un olvido... —sugirió Martinson.

Siguieron avanzando lentos pero seguros y revisando todo lo que habían logrado poner en claro hasta el momento. Con todo, la mayoría de los aspectos de la investigación estaban aún bastante confusos. No eran pocas las respuestas que les quedaban por conocer o que no habían logrado extraer de la información que poseían, pero Wallander quería tener todas las cartas sobre la mesa en el acto. Sabía por experiencia que todos los agentes de un grupo de investigación debían estar en posesión de la misma información al mismo tiempo. Y una de sus peores costumbres como profesional era precisamente que solfa reservarse la información. No obstante, había conseguido mejorar algo con los años.

—Hemos encontrado bastantes huellas dactilares y de pisadas —intervino Nyberg cuando Wallander le dio la palabra—. Además, tenemos un buen pulgar en el libro de salmos. Pero aún no sabemos si coincide con alguno de los que encontramos en el estudio de fotografía.

—¿Tenemos algo seguro sobre el libro? —quiso saber Wallander.

—Bueno, parece muy usado, pero no lleva escrito el nombre del propietario; ni ningún sello que indique si pertenece a alguna iglesia o parroquia.

Wallander asintió y miró a Hanson.

—Todavía no estamos del todo listos con los vecinos —explicó éste—. Pero ninguno de los que hemos interrogado hasta ahora ha visto ni oído nada extraño. Ningún ruido nocturno en el estudio, nada en la calle. Y tampoco ninguno de ellos recuerda haber visto a nadie merodeando a la puerta del estudio ni aquella noche ni con anterioridad. Por otro lado, todos juran y perjuran que Simon Lamberg era un hombre muy apreciado, aunque reservado.

—¿Hemos recibido alguna otra llamada de interés?

—Bueno, la gente no para de llamar, pero nada parece interesante, por ahora.

Wallander preguntó por las cartas que Lamberg había redactado y en las que se quejaba del modo en que la policía llevaba a cabo su trabajo.

—Parece que están en la central de prensa, en Estocolmo; pero las están reuniendo. De todos modos, sólo hay una en la que, de forma tangencial, se mencionaba nuestro distrito.

—La verdad, a mí me cuesta evaluar el álbum —confesó Wallander—. Tal vez porque yo mismo figuro en él, claro. Al principio me pareció de lo más desagradable, pero ahora ya no sé qué pensar...

—Bueno, hay quien, en la cocina de su casa, se dedica a redactar libelos contra los poderosos —apuntó Martinson—. Pero Simon Lamberg era fotógrafo. Él no escribía, pero podemos decir que el estudio era su cocina.

—Sí, puede que tengas razón. Ya retomaremos ese asunto cuando sepamos algo más.

—Lamberg era un tipo complejo —terció Svedberg—. Amable y retraído, pero también algo más. Lo que ocurre es que no sabemos cifrar en palabras en qué consistía ese algo más.

—No, aún no —convino Wallander—. Pero la imagen irá perfilándose poco a poco, como siempre.

Wallander les refirió entonces lo que él mismo había sacado en claro de su visita a Malmö y su conversación con Peter Linder.

—Así que creo que podemos olvidarnos de los rumores sobre Lamberg y el juego —concluyó—. Al parecer, no fueron más que eso, puras habladurías.

—La verdad, no me explico cómo puedes confiar lo más mínimo en lo que te diga ese sujeto —objetó Martinson.

—Bueno, es lo suficientemente sensato como para saber cuándo tiene que decir la verdad —señaló Wallander—. Y como para no mentir sin necesidad.

Le tocó entonces el turno a Svedberg, que les refirió el resultado de sus pesquisas sobre la agencia de viajes de Estocolmo que había dejado de existir. Aunque insistió en que, pese a todo, cabía la posibilidad de localizar al conductor del autocar en el que Lamberg viajó a Austria en 1981.

—La agencia Markresor recurría a los servicios de una compañía de autocares de Alvesta —explicó el colega—. Y, según pude averiguar, la compañía sigue existiendo.

—¿De verdad crees que puede resultar de utilidad ponerse en contacto con ellos? —inquirió Hanson.

—Es posible —intervino Wallander—. O tal vez no. Pero Elisabeth Lamberg estaba convencida de que su marido regresó muy cambiado de aquel viaje.

—Quién sabe si no se había enamorado... —sugirió Hanson—. Eso es lo que suele ocurrir en los viajes organizados, ¿no?

—Por ejemplo —admitió Wallander al tiempo que, fugazmente, se preguntaba si no le habría ocurrido algo semejante a Mona el año anterior, durante su viaje a las islas Canarias.

Pero desechó la idea y se dirigió de nuevo a Svedberg.

—Encuentra a ese conductor. Es posible que dé algún resultado.

Svedberg les relató entonces sus impresiones durante la visita a Matilda Lamberg. Una oleada de abatimiento inundó la sala cuando el colega les reveló que Simon Lamberg jamás había ido a la residencia para ver a su hija inválida. Sin embargo, no se mostraron tan interesados ante el detalle de que una desconocida la hubiese visitado de vez en cuando. Por su parte, Wallander seguía persuadido de que aquello podía llevarlos a alguna pista. No tenía la menor idea de cómo encajar a aquella mujer en lo sucedido, pero no tenía intención de rendirse hasta haber comprobado quién era.

Finalmente revisaron la imagen que, hasta el momento, habían podido forjarse de Simon Lamberg. Según avanzaban en el estudio de su persona, se reafirmaban en la idea de que había vivido una existencia ordenada; una existencia inmaculada tanto en su economía como en los demás aspectos de su vida como ciudadano. Wallander les recordó que alguno de ellos debería hacer una visita a la asociación de astrónomos de Lund de la que Lamberg era miembro y Hanson se ofreció para ello.

Martinson les confirmó, tras sus pesquisas informáticas, que Simon Lamberg no había tenido ningún percance con la policía.

Era ya más de la una cuando Wallander dio por concluida la reunión.

—Bien, veamos cuál es la situación: seguimos sin tener el móvil—pero lo más importante es sin duda que ahora podemos estar seguros de que el crimen fue premeditado. El asesino llevaba el arma consigo, de modo que podemos desechar las hipótesis sobre un atraco que degeneró en algo más.

Dicho esto regresó cada uno a su cometido. Wallander tenía pensado ir a la residencia en la que vivía Matilda Lamberg. La sola idea de lo que podría encontrar al llegar lo llenaba de angustia: enfermedad, sufrimiento e invalidez eran azotes a los que él nunca había sabido cómo enfrentarse. Pero deseaba averiguar algo más acerca de aquella desconocida, de modo que salió de Ystad y puso rumbo a la carretera de Svartevågen, en dirección a Rydsgård. El mar tentaba su espíritu desde su izquierda: bajó la ventanilla y fue conduciendo muy despacio.

De repente, empezó a pensar en Linda, su hija de dieciocho años que, en aquellos momentos, se encontraba en Estocolmo. La joven deambulaba entre distintas inclinaciones por las que orientar su futuro. Tapicera de muebles o fisioterapeuta; incluso actriz de teatro. Vivía con una amiga en un apartamento de alquiler situado en el barrio de Kungsholmen. En el fondo, Wallander no tenía muy claro de qué vivía su hija, pero sabía que, de vez en cuando, trabajaba como camarera en algún que otro restaurante. Cuando no estaba en Estocolmo, se iba a Malmö, con su madre. Y entonces solía ir a Ystad, aunque de forma poco regular, a visitar a Wallander.

El recuerdo de su hija lo llenó de inquietud. En realidad, no eran pocos los rasgos del carácter de la joven de los que él mismo pensaba que carecía. En su fuero interno, no dudaba de que ella lograría abrirse camino en la vida. Pero no por ello dejaba de preocuparse. Era algo que no podía evitar.

Wallander se detuvo en Rydsgård y almorzó unas chuletas, algo tarde, en el parque de Gåstgivargården. En torno a la mesa que tenía a sus espaldas, se desarrollaba una acalorada discusión entre agricultores partidarios y detractores de cierto nuevo tipo de dispersor de abono. Entretanto, Wallander comía intentando concentrarse sólo en el plato. En efecto, era aquél un aprendizaje adquirido de su maestro Rydberg, que aseguraba que, cuando uno comía, no debía ocupar su mente con otra cosa que lo que había en el plato. Según el colega, uno se sentía, después, como si la mente se hubiese despejado de modo similar al de una casa cuyas ventanas se abrían después de haber estado cerrada y vacía durante mucho tiempo.

La residencia estaba cerca de Rynge. Wallander se guió por las indicaciones de Svedberg, por lo que no tuvo la menor dificultad en dar con el lugar. Giró para entrar en el patio y salió del coche. El conjunto se componía de una mezcla de edificios antiguos y modernos. Buscó la entrada principal y, una vez en el interior, lo sorprendió una risotada estridente cuyo origen no pudo precisar. Wallander se acercó a una mujer que regaba las plantas y le dijo que quería hablar con la directora.

—Soy yo —replicó la mujer con una sonrisa—. Me llamo Margareta Johansson. En cuanto a ti, tu fotografía ha aparecido tantas veces en los periódicos, que no necesitas presentación.

La mujer siguió regando las plantas mientras Wallander se esforzaba por olvidar su comentario.

—Me imagino que, a veces, debe de ser terrible ser policía —continuó ella.

—Bueno, puede que sí —admitió Wallander—. Pero, por otro lado, a mí no me gustaría vivir en este país si no existiese la policía.

—Sí, supongo que tienes razón —se rindió la mujer dejando a un lado la regadera—. ¿Me equivoco al sospechar que has venido por Matilda Lamberg?

—En realidad, no es por ella, sino por la mujer que suele visitarla y que no es su madre.

Margareta Johansson clavó en él su mirada, que dejó traslucir un fugaz atisbo de inquietud en la expresión de su rostro.

—¿Acaso tiene ella algo que ver en el asesinato del padre?

—No, no lo creo. Pero, de todos modos, me gustaría saber quién es.

Margareta Johansson señaló una puerta entreabierta que conducía a uno de los despachos.

—Ven, estaremos mejor ahí dentro —propuso al tiempo que le ofrecía un café, que Wallander rechazó.

—Matilda no recibe muchas visitas —continuó la directora—. Cuando yo llegué a la residencia, hace ya catorce años, ella llevaba seis aquí. Y, por aquel entonces, tan sólo su madre venía a verla. Y algún que otro pariente, en ocasiones más que contadas. Matilda apenas si se da cuenta de que recibe visitas. Está ciega y también su capacidad auditiva es deficiente; además, no reacciona a la mayor parte de lo que sucede a su alrededor. Pero nosotros insistimos en la conveniencia de que las personas que pasan aquí muchos años o incluso toda su vida, reciban visitas. Aunque sólo sea por la sensación de que, pese a todo, forman parte de la gran familia, ¿no crees?

—¿Cuándo empezaron las visitas de la mujer?

Margareta Johansson hizo memoria antes de responder.

—Hace siete u ocho años.

—¿Con qué frecuencia viene a verla?

—Nunca ha sido muy regular, la verdad. En ocasiones ha transcurrido más de medio año entre una visita y la siguiente.

—¿Y nunca dijo su nombre?

—Jamás. Sólo dice que viene a ver a Matilda.

—Supongo que lo pusiste en conocimiento de Elisabeth Lamberg.

—Por supuesto.

—¿Cómo reaccionó ella al saberlo?

—Se quedó perpleja. También ella ha indagado sobre la identidad de la mujer y nos ha pedido que la llamemos en cuanto venga. El problema es que las visitas de la desconocida siempre son muy breves. Elisabeth Lamberg nunca ha llegado a tiempo de verla.

—¿Cómo suele venir?

—En coche.

—¿Lo conduce ella misma?

—Pues..., nunca he reparado en ese detalle. Es posible que hubiera otra persona en el coche, pero, en ese caso, nadie se ha dado cuenta.

—Ya, bueno, me imagino que nadie se fijó tampoco en el coche o quizás incluso en el número de matrícula, ¿verdad?

Margareta Johansson negó con un gesto de la cabeza.

—¿Podrías describir a la mujer?

—Tiene entre cuarenta y cincuenta años. Es delgada, no muy alta y viste de forma sencilla y elegante. Tiene el cabello rubio y corto y no usa maquillaje.

Wallander no cesaba de tomar notas.

—¿Alguna otra característica suya que te haya llamado la atención?

—No.

Wallander se puso en pie.

—¿No quieres ver a Matilda? —inquirió la mujer.

—Por desgracia, no tengo tiempo —repuso Wallander esquivo—. Pero lo más probable es que vuelva por aquí. Por cierto, quiero que llames a la policía de Ystad tan pronto como esa mujer aparezca de nuevo. ¿Cuándo fue la última vez que estuvo aquí?

—Hace un par de meses.

La directora lo acompañó hasta el patio. Una enfermera pasó ante ellos empujando una silla de ruedas en la que Wallander entrevió el cuerpo atrofiado de un niño cubierto por una manta.

—Todos nos encontramos mejor cuando llega la primavera —declaró Margareta Johansson—. Incluso nuestros pacientes, que suelen pasarse la vida encerrados en su propio mundo.

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