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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (32 page)

BOOK: La pirámide
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Martinson empezó a señalar el recorrido sobre un plano de Ystad que Wallander tenía en la pared.

—El individuo te abatió en la esquina de la calle de Aulingatan con la de Giöddesgränd. Lo más probable es que, después, huyese por la de Herrestadsgatan para tomar acto seguido dirección norte. Poco después de que te atacase, alguien lo vio en un jardín de la calle de Timmermansgatan, que está muy cerca.

—¿Cómo que alguien lo vio?

Martinson sacó del bolsillo su pequeño bloc y empezó a ojear sus anotaciones.

—Se trata de la familia Simovic, una pareja joven. La mujer estaba despierta porque había estado dando el pecho a su bebé de tres meses. En algún momento, miró hacia el jardín y, entonces, descubrió la presencia de una persona que se movía entre las sombras. Fue enseguida a despertar a su marido, pero, cuando éste llegó a la ventana, la sombra había desaparecido. Él le dijo que habrían sido figuraciones suyas. Al parecer, ella se convenció y fue a acostarse cuando el bebé se hubo dormido. Pero hoy, cuando salió al jardín, recordó lo sucedido. De modo que fue al lugar donde le pareció haber visto a alguien la noche anterior. Hay que tener en cuenta que, para entonces, ella había oído hablar ya del asesinato de Lamberg. Ystad es tan pequeña, que también la familia Simovic había acudido a su estudio para hacerse un retrato.

—Ya, bueno, pero es imposible que esa mujer sepa nada de la persecución nocturna —objetó Wallander—. De eso no hemos informado aún.

—Cierto —convino Martinson—. Razón de más para estar más que satisfechos de que se pusiera en contacto con nosotros.

—¿Puede describir a la persona a la que vio en su jardín?

—No, pues apenas si distinguió una sombra.

Wallander observaba a Martinson sin comprender.

—En ese caso, no creo que sus observaciones nos ayuden lo más mínimo.

—También cierto —consintió Martinson—. Si no fuese por que, cuando salió esta mañana, encontró algo en el suelo. Algo que nos trajo a la comisaría hace tan sólo unos minutos. Algo que en estos momentos tengo sobre mi mesa...

Wallander siguió a Martinson pasillo arriba hasta que ambos llegaron al despacho del colega.

Y allí, sobre su escritorio, había un libro de salmos.

Wallander lo miró incrédulo.

—¿Eso? ¿Quieres decir que fue eso lo que encontró?

—Exacto. Un libro de salmos. De la Iglesia sueca, concretamente.

Wallander se esforzaba por reflexionar.

—¿Y por qué se le ocurrió a la señora Simovic traerlo aquí?

—Se ha producido un asesinato. Ella había descubierto durante la noche a alguien que se movía de forma sospechosa en su jardín. Al principio se dejó persuadir por su marido de que eran imaginaciones suyas..., hasta que encontró este libro de salmos.

Wallander negó despacio con un gesto.

—Ya, pero no tiene por qué haber sido el mismo hombre —rechazó.

—Aun así, yo creo que es más que probable. ¿Cuánta gente se dedica a fisgonear de noche por los jardines ajenos en la ciudad de Ystad? Además, las patrullas de guardia nocturna estuvieron recorriendo la zona en su busca. Estuve hablando con uno de los agentes y me aseguró que rondaron la calle de Timmermansgatan en varias ocasiones, de modo que un jardín era un buen escondite.

Wallander comprendió que Martinson tenía razón.

—Así que un libro de salmos —cedió al fin—. ¿Quién coño va por ahí con un libro de salmos a medianoche?

—Y, además, lo pierde en un jardín después de haber golpeado a un policía —remató Martinson.

—Bien, dile a Nyberg que lo examine. Y dale las gracias a la familia Simovic.

Cuando estaba a punto de salir del despacho de Martinson, se detuvo a preguntar:

—¿Quién era el encargado de sellar la quiniela?

—Hanson. Pero parece que aún no hemos empezado en serio.

—Si es que llegamos a hacerlo —apostilló Wallander.

El inspector fue a la pastelería que había junto a la plaza donde paraban los autobuses y almorzó unos bocadillos. El libro de salmos era un hallazgo misterioso que encajaba tan poco como todos los demás en la investigación de la muerte del fotógrafo. Wallander era consciente de su total desorientación. Buscaban, dando palos de ciego, algo a lo que aferrarse.

Tras su visita a la pastelería, se dirigió a la calle de Lavendervägen, donde, una vez más, fue Karin Fahlman quien le abrió la puerta. Sin embargo, en esta ocasión, Elisabeth Lamberg no estaba acostada, sino sentada en la sala de estar, aguardando al inspector. La palidez de la mujer volvió a sorprenderlo, pues le dio la sensación de que procedía del interior, además de parecerle una palidez inveterada, como si no fuese producto de una reacción coyuntural al hecho de que su marido acabase de ser asesinado.

Se sentó frente a ella, que lo miraba inquisitiva.

—Aún estamos lejos de hallar una solución —comenzó Wallander.

—Comprendo que haces lo que puedes —repuso la señora Lamberg comprensiva.

El inspector se preguntó por un momento qué habría querido decir exactamente. ¿Ocultaría su respuesta una crítica velada al trabajo policial o había sido sincera en su comentario?

—Bien, ésta es la segunda visita que te hago, pero creo que podemos contar con que no será la última: irán surgiendo nuevas preguntas a lo largo de la investigación.

—Responderé a todas ellas lo mejor que pueda.

—Verás, en esta ocasión no sólo tengo preguntas que hacerte sino que, además, tendría que revisar las pertenencias de tu marido —añadió Wallander.

Ella asintió sin pronunciar palabra.

Wallander, por su parte, estaba decidido a ir al grano.

—¿Tenía tu marido alguna deuda importante?

—No, que yo sepa. La casa estaba pagada y él nunca invertía en el estudio sin antes estar seguro de que podría amortizar los créditos en poco tiempo.

—¿Es posible que hubiese solicitado algún préstamo sin que tú tuvieses noticia de ello?

—Por supuesto que sí. Ya te dije que vivíamos bajo el mismo techo, pero nuestras vidas discurrían por senderos diferentes. Y, además, él era un hombre muy misterioso.

Wallander se aferró a su última afirmación.

—¿En qué sentido era misterioso? Lo cierto es que no acabo de comprenderlo.

Ella le lanzó una mirada penetrante.

—¿Qué es una persona misteriosa? Tal vez sea más acertado decir que era bastante cerrado, no sé. Era difícil saber si decía lo que pensaba o si hablaba por hablar. Yo podía estar a su lado y tener la sensación de que él se encontraba en otro lugar, muy lejos. Jamás supe si sonreía de corazón ni tampoco estuve nunca segura de quién era en realidad.

—Vaya, ésa era sin duda una situación difícil... —comentó Wallander—. Sin embargo, me cuesta creer que siempre fuera así.

—Bueno, no, él cambió mucho. Y todo empezó cuando nació Matilda.

—¡¿Hace veinticuatro años?!

—Bueno, quizá no tanto pero sí hace veinte años, aproximadamente. Al principio, yo pensaba que su cambio de actitud se debía al dolor que le provocaba la suerte de Matilda. Pero, después, empecé a dudar..., hasta que la cosa empeoró.

—¿Cómo que empeoró?

—Así es, hace unos siete años.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Pues, sinceramente, no lo sé.

Wallander hizo una pausa, antes de retomar su interrogatorio.

—Si no te he entendido mal, algo sucedió hace siete años, ¿no es así? Y ese algo cambió su comportamiento de forma notable.

—Exacto.

—¿Y no tienes ni idea de qué pudo ser?

—Bueno, tal vez. En primavera, él solía dejar solo al dependiente durante catorce días, que invertía en emprender un viaje en autocar por Europa.

—¿Y tú no lo acompañabas?

—Verás, él quería ir solo, pero yo tampoco tenía muchas ganas de acompañarlo. Cuando quiero viajar, lo hago con mis amigas y a destinos muy distintos a los suyos.

—Ya, bueno, pero ¿qué fue lo que pasó?

—En aquella ocasión, el destino del viaje era Austria. Y, cuando regresó, era otro hombre. Parecía aliviado y triste al mismo tiempo. Cuando le preguntaba, estallaba en uno de aquellos ataques de cólera que tuve ocasión de padecer más de una vez.

Wallander había empezado a tomar notas.

—¿Cuándo sucedió esto, exactamente?

—En febrero o marzo de 1981. El viaje en autocar se había organizado desde Estocolmo, pero Simon se incorporó en Malmö.

—No recordarás, por casualidad, el nombre de la agencia de viajes ¿verdad?

—Creo que se llamaba Markresor. Siempre viajaba con ellos.

Tras haber anotado el nombre, Wallander se guardó el bloc en el bolsillo.

—Bien, ahora me gustaría echar un vistazo. En especial, a su habitación, claro.

—Tenía dos, el dormitorio y el despacho.

Ambas dependencias se encontraban en el sótano. Wallander echó un vistazo rápido al dormitorio, donde abrió la puerta del armario. La mujer se mantenía a unos pasos a sus espaldas sin dejar de observar sus movimientos. Después entraron en el despacho, que resultó ser una habitación amplia cuyas paredes aparecían cubiertas de librerías que contenían una buena colección de libros, un sillón de lectura bastante usado y una gran mesa de escritorio.

De repente al inspector se le ocurrió una idea.

—¿Sabes si tu marido era creyente? —inquirió.

—Pues no, la verdad, no creo que lo fuese.

Wallander dejó correr la mirada por los lomos de los volúmenes y comprobó que había entre ellos literatura en varios idiomas, pero también ensayos y libros sobre distintas materias. Varias de las estanterías no contenían más que libros sobre astronomía. Wallander tomó asiento ante el escritorio. Nyberg le había dejado el llavero, de modo que abrió el primer cajón. La mujer de Lamberg se había sentado en el sillón.

—Si prefieres estar solo, me voy —comentó.

—No, no es necesario —replicó Wallander.

La revisión del despacho le llevó dos horas, durante las cuales ella permaneció sentada, siguiéndolo con la vista. El inspector no hallo nada que le permitiese avanzar en la investigación.

«De modo que algo ocurrió, hace siete años, durante un viaje a Austria», se dijo. «Pero ¿qué pudo ser?»

Cuando se dio por vencido, eran ya casi las cinco y media. La vida de Simon Lamberg parecía haber discurrido en el más absoluto hermetismo. Por más que se esforzaba en buscar, no hallaba ningún acceso. Subieron de nuevo a la planta baja donde, algo apartada, aguardaba Karin Fahlman. Todo seguía en silencio.

—¿Has encontrado lo que buscabas?

—Yo sólo sé que busco una pista que nos indique el posible móvil del asesino de tu marido. Y aún no lo he encontrado, no.

Wallander se despidió y regresó a la comisaría. El viento soplaba aun racheado. El inspector sintió frío y, por enésima vez, se preguntó cuándo se decidiría a llegar la primavera.

A la puerta de la comisaría se topó con el fiscal, Per Åkeson. Entraron juntos hasta la recepción, mientras Wallander le ofrecía una síntesis del estado de la investigación.

—En otras palabras, no tenéis ninguna pista clara que seguir, por el momento —adivinó el fiscal.

—Pues no —admitió Wallander—. Nada parece apuntar en ningún sentido concreto. La brújula gira desaforada y sin rumbo.

Åkeson se marchó y, ya en el pasillo, Wallander se encontró con Svedberg, al que, precisamente, estaba buscando. Los dos colegas entraron en el despacho de Wallander, donde Svedberg fue a sentarse en la silla para las visitas, tan desvencijada que uno de los brazos amenazaba con soltarse en cualquier momento.

—Deberías pedir una silla nueva —sugirió Svedberg.

—¿Y tú crees que habrá dinero para ese tipo de gastos?

Wallander tenía el bloc de notas sobre el escritorio, y lo abrió antes de proseguir:

—Tengo que pedirte dos cosas. Una es que intentes comprobar si existe en Estocolmo una agencia de viajes llamada Markresor. Simon Lamberg hizo con ellos un viaje de dos semanas a Austria, en febrero o marzo de 1981. Averigua cuanto puedas sobre aquel viaje en autocar. Ni que decir tiene que lo mejor sería que lograses que, después de tantos años, te desenterraran de algún lugar la lista de pasajeros.

—¿Por qué es tan importante?

—Al parecer y según la viuda, que fue muy clara al respecto, durante aquel viaje ocurrió algo que provocó un cambio en Simon Lamberg. A decir de la mujer, cuando regresó ya no era el mismo.

Svedberg tomó nota.

—Pero hay algo más. Creo que deberíamos enterarnos de dónde está recluida su hija, Matilda. Al parecer vive en una clínica para personas con minusvalías graves, pero ignoramos dónde.

—¿Y no se lo preguntaste tú?

—Pues no. La verdad es que se me pasó. Tal vez el golpe que recibí anoche haya tenido mayores consecuencias de lo que yo creía...

—Está bien, lo averiguaré —afirmó Svedberg al tiempo que se ponía en pie.

Cuando salía, estuvo a punto de chocar con Hanson, que entraba en aquel momento.

—Creo que se me ha venido a la memoria algo importante —aseguró Hanson—. He estado rebuscando entre mis recuerdos y..., bueno, resulta que Simon Lamberg nunca tuvo problemas con la justicia, claro. Pero a mí me sonaba haber oído algo...

Wallander y Svedberg aguardaban impacientes, pues ambos sabían que, de vez en cuando, Hanson daba muestras sorprendentes de buena memoria.

—Y acabo de recordar de qué se trataba —continuó el agente—. Hace unos años, Lamberg escribió unas cartas en las que presentaba una serie de quejas contra la policía. Iban dirigidas a Björk, aunque casi ninguno de los asuntos que mencionaba guardaba relación con la policía de Ystad. Entre otras cosas, ponía de manifiesto su absoluta insatisfacción con nuestro modo de investigar diversos casos de crímenes violentos. Uno de ellos fue llevado por Kajsa Stenholm, que fracasó en Estocolmo con la resolución de un caso que, finalmente, acabó teniendo ramificaciones aquí la primavera pasada, cuando asesinaron a Göran Alexandersson. Ese asunto lo llevaste tú, ¿no? Y se me ha ocurrido que esa circunstancia tal vez podría explicar el hecho de que tu rostro apareciese en aquel álbum tan extraño.

Wallander asintió; Hanson podía muy bien tener razón, pero aquel descubrimiento no les permitiría avanzar.

La sensación de desconcierto se fortalecía en su interior.

Simplemente, no tenían nada real a lo que atenerse.

El asesino seguía siendo una escurridiza sombra.

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