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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (31 page)

BOOK: La pirámide
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»Pero, listo, ¿con qué?»

Wallander echó un vistazo a su alrededor, de forma aún más sistemática que la primera vez. Algo debía de haber cambiado. Simplemente, a él le había pasado por alto. Allí debía de faltar algo. O habría dejado algo, tal vez restituido algún objeto... Salió del despacho y repitió su examen, por último incluso en la propia tienda.

Nada. Regresó a la trastienda, con el presentimiento de que era allí donde debía buscar; en la habitación secreta de Simon Lamberg. Se sentó en la silla y paseó la mirada por las paredes, el escritorio y las estanterías. Después, se levantó y entró en el estudio de revelado. Encendió la luz roja, pero todo estaba tal y como él lo recordaba. Aquel vago olor a productos químicos, los recipientes de plástico vacíos, la ampliadora...

Se dirigió meditabundo al escritorio. En pie, sin tener certeza de dónde procedía aquel impulso, se acercó a la estantería sobre la que se encontraba el aparato de radio y lo encendió.

La música era ensordecedora.

Miró la radio. El volumen era el mismo.

Pero la música ya no era clásica. Sino estruendosa música rock.

Wallander estaba convencido de que ni Nyberg ni ninguno de los demás colegas habían cambiado la emisora. Ellos jamás tocaban nada que no fuese absolutamente preciso, porque el trabajo así lo exigiese. Jamás se les ocurriría poner música mientras trabajaban.

Wallander sacó un pañuelo del bolsillo y apagó la radio. No había más que una posibilidad.

Aquel desconocido había cambiado de canal.

Él había cambiado la emisora de radio.

La cuestión era por qué.

A las diez de la mañana la reunión del grupo de investigación pudo, por fin, dar comienzo. El retraso se debió al hecho de que Wallander no pudo salir del dentista antes de aquella hora. Así, aparecía ahora medio a la carrera para presentarse en la reunión con un empaste provisional, la mejilla muy inflamada y un gran apósito junto al nacimiento del cabello. La falta de sueño ya empezaba a hacer estragos en él, pero aún más pernicioso resultaba el desasosiego que lo corroía por dentro.

Habían transcurrido ya más de veinticuatro horas desde que Hilda Waldén hallase muerto al fotógrafo. Wallander comenzó el encuentro exponiendo un esbozo de síntesis del estado de la investigación, antes de referirles de forma detallada lo sucedido durante la noche.

—Como comprenderéis, es de suma importancia clarificar quién era el desconocido y qué buscaba en el estudio del fotógrafo. Sin embargo, en mi opinión, podemos descartar la posibilidad de que se trate de un simple robo en el que el ladrón haya perdido el control.

—Lo de la emisora es muy curioso —intervino Svedberg—. ¿No habría algo dentro del aparato de radio?

—Sí, ya lo hemos comprobado —aclaró Nyberg—. Pero para abrir la carcasa, hay que soltar ocho tornillos. Y éstos conservan aún el esmalte de fábrica, así que nadie los ha aflojado desde que se montó el aparato.

—En fin, hay bastantes detalles curiosos en este caso —advirtió Wallander—. No podemos olvidar el álbum de las imágenes distorsionadas. Según la viuda, Simon Lamberg tenía un sinfín de secretos. Y yo creo que debemos concentrar nuestros esfuerzos en forjarnos una idea de quién era en realidad. Está claro que lo que se aprecia en la superficie no coincide con lo que parece existir en el fondo. El educado, taciturno y pulcro fotógrafo debió de tener una personalidad bien distinta a la aparente.

—Ya, pero la cuestión es quién puede saber algo más sobre él, puesto que no parecía tener amigos —terció Martinson—. Da la impresión de que nadie lo conocía.

—Bueno, tenemos a los astrónomos aficionados —les recordó Wallander—. Está claro que hemos de ponernos en contacto con ellos; y con los antiguos empleados del estudio también. Uno no puede vivir en una ciudad como Ystad sin que nadie llegue a conocerlo. Además, no hemos hecho más que empezar a hablar con Elisabeth Lamberg. Es decir, que nos queda mucho por hacer. Y todo debemos hacerlo al mismo tiempo.

—Yo estuve hablando con Backman —apuntó Svedberg—. Tenías razón: estaba despierto. De hecho, cuando llegué a su casa, también su mujer estaba levantada y vestida. Me dio la sensación de que era mediodía en lugar de las cuatro de la madrugada. Por desgracia, no pudo ofrecer ninguna descripción del hombre que te atacó. Lo único que creía poder asegurar era que llevaba un tres cuartos, probablemente azul oscuro.

—¿Ni siquiera pudo decirte su estatura, si era alto o bajo o de qué color tenía el pelo?

—No, todo fue muy deprisa. Backman no quería decir nada de lo que no estuviese seguro.

—Bueno, algo sí que sabemos sobre mi agresor —observó Wallander—. Está claro que corría mucho más rápido que yo. Por lo que yo pude ver, era de estatura media y bastante robusto. Además, está más entrenado que yo. Me dio la impresión, aunque sólo sea por eso, de que era aproximadamente de mi edad, pero debemos ser muy cautelosos con estos datos.

Seguían aún a la espera del informe preliminar del departamento forense de Lund. Nyberg estaría en contacto con el laboratorio criminalista de Linköping, pues eran muchas las huellas dactilares que debían comprobar en los registros.

Todos tenían mucho que hacer, de ahí que Wallander desease concluir la reunión lo antes posible. Cuando se pusieron en pie, habían dado ya las once de la mañana. El inspector acababa de entrar en su despacho cuando sonó el teléfono. Era Ebba, que lo llamaba desde la recepción.

—Tienes visita —anunció la recepcionista—. Un hombre llamado Gunnar Larsson quiere hablar contigo acerca de Lamberg.

—¿No hay nadie más que pueda hacerse cargo de él?

—Es que quiere hablar contigo.

—¿Quién es?

—Dice que ha trabajado para Lamberg con anterioridad.

Wallander cambió enseguida de idea. Ya tendría tiempo de llamar a la viuda más tarde.

—Salgo ahora mismo a buscarlo —declaró entonces al tiempo que se ponía en pie.

Gunnar Larsson tenía unos treinta años. Se sentaron en el despacho de Wallander. Éste le ofreció un café, pero el hombre lo rechazó.

—Es estupendo que hayas tomado la iniciativa de venir tú mismo —agradeció Wallander—. Ni que decir tiene que, tarde o temprano, tu nombre habría aparecido en el curso de la investigación, pero de este modo ahorramos tiempo.

Wallander echó mano de uno de sus blocs escolares.

—Yo estuve trabajando para Lamberg durante seis años —comenzó el visitante—. Pero hace cuatro, más o menos, me despidió. Y no creo que tuviese ningún otro ayudante después.

—¿Por qué te despidió?

—Decía que no podía permitirse tener empleados. Y, la verdad, creo que así era. En realidad, yo ya me lo esperaba cuando me lo anunció. La actividad de Lamberg no era tan intensa como para no poder arreglárselas solo. Puesto que no vendía cámaras ni otro material fotográfico tampoco los beneficios eran dignos de mención. Además, cuando las cosas van mal, la gente no va a hacerse retratos al fotógrafo.

—Ya, pero tú estuviste con él durante seis años, lo que significa que llegaste a conocerlo bastante bien, ¿no es así?

—Pues..., sí y no.

—Bien, empecemos por el sí.

—Siempre era educado y amable. Con todo el mundo, tanto conmigo como con los clientes. Por ejemplo, tenía una paciencia infinita con los niños. Y, además, era muy ordenado.

De pronto, a Wallander se le ocurrió una idea.

—¿Podrías decirme si, en tu opinión, era un buen fotógrafo?

—Bueno, no puede afirmarse que fuese original. Sus retratos eran convencionales. Pero eso es lo que suele querer la gente: retratos que se parecen a otros retratos. Y en eso era bastante bueno. Además, jamás trabajaba a la ligera. No era original porque no tenía por qué serlo. Dudo mucho de que tuviese ambiciones artísticas en su trabajo. O, al menos, yo no lo noté.

Wallander asintió.

—Veamos, a mí me da la impresión de que estás hablando de una persona amable pero bastante gris. ¿Me equivoco?

—No, es correcto.

—Bien, pasemos entonces a tratar por qué tú consideras que no lo conocías.

—Pues yo creo que jamás he conocido a una persona más reservada que él.

—¿En qué sentido?

—Bueno, nunca hablaba de sí mismo, por ejemplo. O de sus sentimientos. No recuerdo que jamás expresase su opinión personal sobre nada en este mundo. Aunque, al principio, yo intentaba mantener conversaciones normales con él.

—Conversaciones, ¿sobre qué?

—Sobre cualquier cosa. Pero pronto abandoné.

—¿Tampoco hacía ningún comentario sobre lo que sucedía en el mundo?

—Verás..., yo creo que era bastante conservador.

—¡Bien! Y ¿qué te hace pensar eso?

Gunnar Larsson se encogió de hombros.

—No, nada. Pero ésa era la impresión que me causaba. Aunque, por otro lado, dudo mucho que leyese el periódico.

«Pues ahí te equivocas», objetó Wallander para sí. «¡Vaya si leía periódicos! Y seguro que conocía bastante bien a una gran cantidad de dirigentes políticos de todo el mundo. Lo que ocurre es que se reservaba su parecer en un álbum de fotos tan especial que no creo que nadie haya visto jamás nada similar.»

—Había otra circunstancia muy llamativa —prosiguió Gunnar Larsson—. Durante los seis años que estuve trabajando para él, jamás conocí a su mujer. Claro que yo nunca estuve en su casa. De hecho, para hacerme una idea de dónde vivía, me di un paseo por su calle un domingo.

—Me figuro entonces que tampoco conociste a su hija.

Gunnar Larsson lo miró inquisitivo.

—¡Ah!, pero ¿tenían una hija?

—Sí, ¿no lo sabías?

—No.

—Pues es cierto. Tienen una hija, Matilda.

Wallander decidió no contarle que la muchacha sufría una grave minusvalía. En cualquier caso, estaba claro que Gunnar Larsson no tenía la menor idea de su existencia.

Wallander dejó el bolígrafo sobre la mesa.

—¿Qué pensaste cuando te enteraste de lo ocurrido?

—Me resultó inexplicable.

—¿Sospechabas que pudiera ocurrirle algo?

—No, de hecho, aún me cuesta creerlo. ¿Quién podía querer asesinarlo?

—Sí, eso es lo que intentamos averiguar.

De repente, Wallander se percató de que Gunnar Larsson parecía contrariado, como si le costase decidir qué decir a continuación.

—Estás pensando en algo —adivinó Wallander cauteloso—. ¿Me equivoco?

—Bueno, verás, corrían ciertos rumores... —comenzó Gunnar Larsson vacilante—. Decían que Simon Lamberg jugaba.

—Que jugaba, ¿a qué?

—Que apostaba, que jugaba por dinero. Al parecer, lo habían visto en Jägersro.

—¿Y por qué iba nadie a comentar nada semejante? Ir a Jägersro no tiene nada de especial.

—Ya, bueno, también decían que solía visitar garitos ilegales, tanto en Malmö como en Copenhague.

Wallander frunció el entrecejo.

—Y tú ¿cómo te has enterado?

—En una ciudad tan pequeña como Ystad, la gente habla...

Wallander sabía perfectamente hasta qué punto Gunnar Larsson tenía razón.

—Decían que tenía deudas muy cuantiosas.

—Y ¿las tenía?

—Pues no durante los años en que trabajé para él, según yo mismo pude ver en los libros contables.

—Pero es posible que tuviese grandes créditos privados, ¿no? Tal vez hubiese caído víctima de prácticas de usura por parte de algún acreedor.

—Bueno, pero de eso yo no sé nada.

Wallander reflexionó un instante.

—Veamos, los rumores suelen tener un origen —afirmó.

—¡Pero hace tanto tiempo...! La verdad es que no recuerdo dónde ni cuándo los oí.

—¿Sabías algo del álbum de fotos que tenía guardado en su escritorio?

—Jamás vi lo que tenía en el escritorio.

Wallander estaba convencido de que aquel hombre decía la verdad.

—¿Tenías tu propio juego de llaves mientras estuviste trabajando para él?

—Sí.

—¿Qué fue de ellas cuando te despidió?

—Pues, como es lógico, se las devolví.

Wallander asintió. Aquella entrevista no lo llevaría más lejos. A medida que hablaba con diversas personas relacionadas con Simon Lamberg, éste se le antojaba tanto más misterioso como insulsa parecía su personalidad. Tomó nota de la dirección y el número de teléfono de Gunnar Larsson y, dando por concluida la conversación, lo acompañó hasta la recepción. Después fue al comedor por una taza de café y regresó a su despacho y desconectó el teléfono. No recordaba la última vez que se había sentido tan desorientado ante un caso. ¿Cómo debía proceder para hallar una solución?, ¿en qué dirección avanzar? Todo parecía componerse de un montón de cabos sueltos. Por más que intentaba evitarlo, la imagen de su propio rostro desfigurado y fijado a la página del álbum acudía a su mente una y otra vez.

No había manera de atar aquellos cabos sueltos.

Miró el reloj, que no tardaría en dar las doce. Se sentía hambriento. El viento parecía haber arreciado aún más. Volvió a conectar el teléfono, que sonó enseguida. Nyberg llamaba para hacerle saber que la inspección técnica estaba lista y que no habían encontrado nada de particular, de modo que Wallander podía ponerse manos a la obra con el resto de las habitaciones.

El inspector se sentó ante el escritorio e intentó pergeñar una síntesis preliminar. Para sus adentros razonaba con Rydberg, mientras maldecía el hecho de que éste estuviese ausente. «¿Qué debo hacer? ¿Cómo sigo adelante? Nos movemos a trompicones, como si caminásemos por la cuerda floja.»

Leyó lo que había escrito e intentó extraer de la conclusión algún secreto oculto. Pero nada halló. Irritado, arrojó a un lado el bloc escolar.

Era ya la una menos cuarto y se dijo que lo más sensato sería ir a comer, pues por la tarde tendría que entrevistarse de nuevo con Elisabeth Lamberg.

Comprendió que estaba impacientándose más de lo necesario pues, pese a todo, no habían pasado más de veinticuatro horas desde que asesinaron a Simon Lamberg.

En su mente, recibió la aprobación de Rydberg. Wallander sabía que la paciencia no era su punto fuerte.

Así pues, se puso la cazadora y se preparó para salir.

Pero, en ese momento, Martinson abrió la puerta.

La expresión de su rostro denotaba que algo había sucedido.

Martinson se había detenido en el umbral de la puerta y Wallander lo observaba excitado.

—Nosotros no encontramos al hombre que te atacó anoche, pero hay alguien que lo vio.

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