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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (38 page)

BOOK: La pirámide
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Tomaron la carretera de la costa hacia el oeste.

—A ver, ponme al corriente de los detalles —pidió Wallander mientras contemplaba el mar, sobre el que aún pendían retazos de nubes.

—No hay detalles —declaró Martinson—. El avión se estrelló a eso de las cinco y media. Fue un agricultor quien llamó. Al parecer, el siniestro se produjo justo al norte de Mossby, en medio de una finca.

—¿Sabemos cuántas personas viajaban en la avioneta?

—No.

—En Sturup tienen que haber dado la alarma; habrán echado de menos el aparato. Si se estrellaron en Mossby, el piloto debió de estar en contacto con los controladores aéreos del aeropuerto.

—Sí, eso mismo pensé yo —convino Martinson—. Por eso llamé a la torre de control de Sturup antes de llamarte a ti.

—¿Y qué dicen?

—Pues que no les falta ningún aparato.

Wallander lo miró lleno de asombro.

—¿Qué significa eso?

—Pues no lo sé —admitió Martinson—. En realidad, debería ser imposible volar en Suecia sin un plan de vuelo y contacto constante con los controladores aéreos.

—¿Y no había llegado la alarma a Sturup? El piloto debió de llamar a la torre de control en cuanto surgieron los problemas, ¿no? Después de todo, un avión suele tardar varios segundos antes de empezar a perder altura.

—No tengo ni idea —insistió Martinson—. Te he contado lo que sé.

Wallander movió la cabeza al tiempo que se preguntaba qué sería lo que los aguardaba en Mossby. Él ya se había visto envuelto en un caso de accidente aéreo con anterioridad, y también entonces se trataba de una avioneta. En aquella ocasión, el piloto estaba solo y su aparato se había estrellado al norte de Ystad. Lo hallaron literalmente destrozado. Pero la avioneta no llegó a arder.

Wallander sintió un profundo malestar ante la perspectiva. La plegaria de aquella mañana no había sido atendida.

Cuando alcanzaron Mossby Strand, Martinson giró a la derecha. El colega señaló a través de la luna delantera, pero Wallander ya se había percatado de la columna de humo que se elevaba hacia el cielo.

Minutos después habían llegado. El aparato había ido a estrellarse en un campo embarrado, aproximadamente a cien metros de una finca. Wallander supuso que quien había dado la señal de alarma sería alguien de la casa. Los bomberos seguían rociando el esqueleto de la avioneta con espuma. Wallander observó con desánimo sus zapatos, un par de botas prácticamente nuevas. Después se adentraron en el fango. El hombre que dirigía las operaciones de extinción se llamaba Peter Edler. Wallander y él habían coincidido ya en un sinnúmero de ocasiones, siempre con motivo de algún incendio. Al inspector le caía bien y la colaboración entre ambos era fluida. Aparte de los dos coches de bomberos y de la ambulancia, había un coche de policía. Wallander saludó con un gesto a Peters, uno de los policías de seguridad ciudadana, antes de dirigirse a Peter Edler:

—¿Qué puedes decirme de todo esto? —preguntó. —Dos muertos —repuso Edler con parquedad—. Te advierto que no un espectáculo agradable. Es lo que suele ocurrir cuando la gente se quema con gasolina.

—No es necesario que me adviertas —observó Wallander—. Ya sé cómo quedan.

Martinson estaba junto a Wallander.

—Ve a enterarte de quién dio la alarma —ordenó Wallander—. Lo más probable es que fuese alguien de aquella finca. A ver si averiguas la hora. Además, alguien tendrá que hablar de nuevo con la torre de Sturup.

Martinson asintió y echó a andar hacia la finca. Wallander se acercó al avión siniestrado, que yacía sobre el lateral izquierdo, profundamente hundido en el barro. El ala izquierda se había desprendido de raíz y sus restos aparecían esparcidos por la plantación. El ala derecha seguía en su sitio, pero el extremo estaba quebrado. Wallander tomó nota de que se trataba de una avioneta de un solo motor. La hélice estaba torcida y encajada en la tierra cenagosa. Muy despacio, rodeó el avión, cuyos restos carbonizados quedaban parcialmente ocultos bajo la espuma. El inspector llamó a Edler.

—¿Podemos retirar la espuma? —inquirió—. ¿Los aviones no suelen llevar las señas de identidad en el cuerpo central de la nave y bajo las alas?

—Verás, creo que será mejor dejar la espuma un poco más —propuso Edler—. Con la gasolina, nunca se sabe. Puede que haya algún residuo en el depósito.

Wallander sabía que no quedaba más que obedecer a Edler. Se acercó un poco más al avión y echó un vistazo al interior. Edler tenía razón: los dos cuerpos estaban carbonizados. Resultaba imposible discernir los rasgos del rostro. Dio un nuevo rodeo al avión, antes de seguir chapoteando en el fango hasta llegar al lugar donde había ido a aterrizar el trozo más grande del ala truncada. Se puso en cuclillas para ver mejor, pero no distinguió cifra ni combinación alfanumérica alguna que identificase la avioneta. Aún estaba muy ennegrecido. Llamó a Peters y le pidió una linterna, con la que se dispuso a examinar el ala a fondo, rascando la parte inferior con la yema de los dedos. Le pareció entonces que la habían pintado sobre el color original. ¿No significaría aquello que alguien deseaba ocultar la identidad del aparato?

Se puso en pie y echó a andar, más aprisa ahora. Aquello era competencia de Nyberg y de sus técnicos. Con gesto ausente, observó a Martinson, que, con paso decidido, se encaminaba a la finca que había junto a la plantación. Unos coches llenos de curiosos se habían detenido en una vía de servicio. Peters y su colega intentaban convencerlos de que continuasen su camino. Entonces llegaron Hanson, Rydberg y Nyberg en otro coche de policía. Wallander se acercó a saludarlos, le explicó lo sucedido y le pidió a Hanson que acordonase la zona.

—Tienes dos cadáveres dentro del avión —le explicó Wallander a Nyberg, que debía hacerse cargo de la inspección técnica preliminar.

Después, tendrían que nombrar una comisión que investigase qué había podido ocasionar el accidente. Pero aquello no sería ya asunto de Wallander.

—A mí me da la impresión de que el ala desprendida tiene una segunda capa de pintura; como si alguien hubiese querido eliminar cualquier posibilidad de que se identificase la avioneta —apuntó.

Nyberg asintió en silencio, según su costumbre de no hablar sin necesidad.

Rydberg apareció detrás de Wallander.

—Uno no debería verse chapoteando en el barro a mi edad —protestó—. Y, por si fuera poco, este jodido reuma...

Wallander se volvió para ver a Rydberg.

—No tenías por qué venir —aseguró—. Con esto podemos nosotros. De todos modos, la comisión de siniestros se hará cargo enseguida.

—Bueno, bueno, aún no estoy muerto —se opuso Rydberg—. Claro que, quién coño sabe...

El colega no terminó la frase, sino que se encaminó hacia la avioneta y se agachó para ver el interior.

—Los dientes. Eso es lo único que nos servirá —auguró—. No creo que podamos identificarlos por otro medio.

Wallander le expuso a Rydberg lo que sabían de forma sucinta. Trabajaban bien juntos y no tenían que andar con explicaciones alambicadas o exhaustivas. Además, había sido Rydberg quien le había enseñado cuanto sabía de la profesión de investigador criminal desde que llegara de Malmö. Durante sus años en aquella ciudad, había adquirido una buena base guiado por Hemberg. Pero éste había fallecido el año anterior en un accidente de tráfico. En aquella ocasión, Wallander quebrantó su costumbre de no acudir jamás a un entierro y se presentó en el sepelio, que se celebró en Malmö. Sin embargo, después de Hemberg, Rydberg se había convertido en su modelo. Llevaban ya muchos años trabajando juntos y Wallander pensaba que Rydberg era, sin duda, uno de los mejores investigadores criminales de Suecia. Nada le pasaba inadvertido, ninguna hipótesis era demasiado insólita como para que él se resistiese a comprobarla. Su capacidad de interpretar el lugar del crimen no dejaba de sorprender a Wallander, siempre ávido de beber de sus enseñanzas.

Rydberg estaba soltero. No tenía un gran círculo de amistades y tampoco parecía desearlo. Después de todos aquellos años, Wallander se preguntaba si su colega tendría algún tipo de afición, aparte de su trabajo.

A veces, durante las cálidas noches de principios de verano, se tomaban un whisky sentados en el balcón de Rydberg, por lo general en un agradable silencio que no interrumpían más que con algún que otro comentario acerca del trabajo en la comisaría.

—Martinson está intentando aclarar la cuestión de la hora —comentó Wallander—. Y yo creo que deberíamos averiguar por qué la torre de Sturup no dio la alarma.

—Querrás decir por qué el piloto de la avioneta no dio la alarma, ¿no? —corrigió Rydberg.

—Tal vez no le dio tiempo, ¿no crees?

—Bueno, lanzar una llamada de socorro no lleva muchos segundos —observó Rydberg—. Pero, claro, es posible que tengas razón. La avioneta debía de circular por alguna vía reconocida. A menos que estuviese volando sin permiso.

—¿Sin permiso de vuelo?

Rydberg se encogió de hombros.

—Sí, ya sabes los rumores que circulan —le recordó el colega—. La gente oye ruido de motores de avión por las noches. Y dicen que vuelan a baja altura, con las luces apagadas intentando que nadie repare en ellos por estas zonas fronterizas. Al menos, así era durante la guerra fría. Y puede que aún sigan. A veces nos llegan informes que apuntan a actividades de espionaje. Por otro lado, cabe preguntarse si es verosímil que toda la droga entre en el sur de Suecia por el estrecho, exclusivamente. De todos modos, nunca hemos podido averiguar de qué tipo de aviones se trata. O si no son más que figuraciones de la gente. Desde luego, es indudable que, si vuelan lo suficientemente bajo, pueden evitar los radares. Y también las torres de control.

—Bueno, yo pienso ir a hablar con Sturup —insistió Wallander.

—Te equivocas —opuso Rydberg—. Iré yo. Con el derecho que me confiere la edad, declino el capítulo más fangoso en tu favor.

Dicho esto, Rydberg desapareció. Ya había empezado a clarear. Uno de los técnicos se dedicaba a hacer distintas tomas del aparato con su cámara. Peter Edler había dejado la responsabilidad de los trabajos de extinción y había regresado a Ystad con uno de los coches de bomberos.

Wallander vio que Hanson estaba en la vía de servicio hablando con unos periodistas y se alegró de no estar en su pellejo. De repente divisó a Martinson, que avanzaba por el fango, y se encaminó hacia él.

—Tenías razón —anunció Martinson—. En esa finca vive un vejete solo Robert Haverberg, y tendrá unos setenta años. Bueno, vive solo..., con nueve perros. Te aseguro que huele a mierda pura allí dentro.

—¿Y qué te dijo?

—Dice que oyó el ruido de un avión, que dejó de oírlo y que, al cabo de un rato, el ruido volvió, aunque como un silbido que precedió al choque.

Wallander pensó que, de vez en cuando, Martinson tenía serias dificultades para explicarse con claridad.

—A ver, a ver, explícamelo otra vez —pidió Wallander—. Dices que Robert Haverberg oyó ruido, ¿no es así?

—Eso es.

—¿A qué hora?

—Pues dijo que acababa de levantarse, a eso de las cinco de la mañana.

Wallander frunció el entrecejo.

—Pero, ¡si el avión no se estrelló hasta media hora más tarde!

—Sí, eso mismo le dije yo. Pero él estaba seguro. Primero oyó el ruido de un avión que pasaba de largo. A baja altura. Después, todo quedó en silencio. Se preparó un café y, al cabo de un rato, volvió a oír el ruido y la colisión.

Wallander reflexionó un instante. Estaba claro que lo que Martinson acababa de decir era importante.

—¿Cuánto tiempo pasó desde que oyó el ruido por primera vez hasta que sonó el estallido del choque?

—Llegamos a la conclusión de que habían transcurrido unos veinte minutos.

Wallander observó a Martinson.

—¿Y cómo lo explicarías tú?

—Pues no lo sé.

—Y el viejo, ¿te dio la impresión de estar en sus cabales?

—Sí. Además, tiene buen oído.

—No tendrás un mapa en el coche, ¿verdad? —inquirió Wallander.

Martinson asintió y ambos se dirigieron a la vía de servicio, donde Hanson seguía debatiéndose con los periodistas. Uno de ellos descubrió a Wallander y se le acercó. Pero el inspector lo despachó con un gesto de rechazo.

—¡No tengo nada que decir! —gritó sin detenerse.

Se sentaron en el coche de Martinson y desplegaron el mapa. Wallander lo estudió en silencio mientras resonaban en su mente las palabras de Rydberg acerca de aviones que circulaban de forma ilegal, fuera de las vías aéreas y del alcance de los controladores de vuelo.

—Vamos a ver —comenzó Wallander resuelto—. Podríamos imaginar lo siguiente: un avión sobrevuela la costa a baja altura, pasa por aquí y desaparece, para luego volver a aparecer antes de estrellarse.

—¿Quieres decir que dejó caer algo en alguna parte y después volvió por donde había venido? —quiso saber Martinson.

—Más o menos.

Wallander dobló el mapa.

—Carecemos de información suficiente. Rydberg va camino del aeropuerto de Sturup. Además, hemos de identificar a los pasajeros de la avioneta y la avioneta misma. Eso es cuanto podemos hacer, por ahora.

—A mí siempre me ha dado miedo volar —comentó Martinson—. Y te aseguro que ver estas cosas no me infunde muchos ánimos. Pero, desde luego, lo peor de todo es que Terese dice que quiere ser piloto.

Terese era la hija de Martinson. El colega tenía también un hijo. Martinson era muy amante de su familia y siempre andaba preocupado por lo que podía ocurrirles. Solía llamar a casa varias veces al día y almorzaba allí siempre que podía. El matrimonio sin problemas del que, al parecer, disfrutaba Martinson despertaba a veces la envidia de Wallander.

—Dile a Nyberg que nos vamos —ordenó Wallander.

El inspector se sentó en el coche dispuesto a esperar. El paisaje que lo rodeaba aparecía gris y desierto. De repente, se estremeció. «El tiempo pasa», se dijo. «Acabo de cumplir cuarenta y dos años. ¿No acabaré yo también como Rydberg, solo y reumático?»

Rechazó la idea con horror en el preciso momento en que Martinson volvía.

Ambos partieron de regreso a Ystad.

A las once Wallander se levantó para ir a la sala de interrogatorios, donde ya lo aguardaba un sospechoso de tráfico de drogas llamado Yngve Leonard Holm. Se disponía a salir cuando la puerta se abrió y dejó paso a Rydberg, que nunca se molestaba en llamar antes de entrar. El colega tomó asiento en la silla de las visitas y, como de costumbre, fue derecho al grano.

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