Y por fin, de improviso, ya hacia el amanecer, cuando se insinuaba el alba, resonó un estallido, uno solo, potente como si explotara toda la ciudad. Jonathan se incorporó de un salto. No había oído el estallido conscientemente. Y menos aún reconocido en él un trueno, fue algo peor: el estallido le recorrió los miembros en el segundo del despertar como una pura sensación de horror, un horror cuya causa desconocía, un susto mortal. Lo único que percibió fue el eco del estallido, un eco múltiple del estrépito del trueno. Se oyó como si afuera cayesen las casas como estantes de libros y su primer pensamiento fue: se acabó todo, éste es el fin. Y con ello no se refería sólo a su propio fin, sino al fin del mundo, a la destrucción del mundo, a un terremoto, a la bomba atómica o a ambas cosas; en cualquier caso, al fin absoluto.
Pero entonces reinó de improviso un silencio sepulcral. Ya no se oía ninguna descarga, ningún estrépito, ningún crujido, nada, ni siquiera el eco de nada. Y este repentino y persistente silencio era aún más pavoroso que el fragor del mundo en plena destrucción, porque ahora le pareció a Jonathan que, si bien él aún estaba vivo, no existía nada más, nada enfrente ni arriba ni abajo ni afuera, nada por lo que pudiera orientarse. Todas las percepciones, ver, oír, el sentido del equilibrio —todo cuanto hubiera podido decirle dónde estaba y quién era él— se había precipitado en el vacío absoluto de la oscuridad y el silencio. Lo único que seguía notando era el propio corazón palpitante y el temblor del propio cuerpo. Sólo sabía que se encontraba en una cama, pero no en cuál, ni dónde estaba esta cama ni si estaba quieta o caía en el abismo, ya que parecía oscilar, así que agarró fuertemente el colchón con ambas manos para no resbalar, para no perder este único objeto al que se aferraba. Buscó con la mirada un apoyo en las tinieblas y con los oídos un apoyo en el silencio, pero no vio nada, no oyó nada, absolutamente nada, el estómago le daba vueltas, un espantoso sabor de sardinas emanaba de él, «por lo menos, no vomitar, sobre todo, no vomitar, ¡no precipitarte también tú hacia fuera!», pensó… y entonces, después de una horrible eternidad, vio algo, un resplandor minúsculo que oscilaba arriba, a la derecha, un punto de luz. Lo miró con fijeza, clavó los ojos en una manchita cuadrada de luz, una frontera entre el interior y el exterior, una especie de ventana en una habitación… pero ¿en qué habitación? ¡No era la suya! «No se parece en nada a tu habitación. En la tuya, la ventana está justo encima de los pies de la cama y no tan alta, tan cerca del techo. Tampoco es… tampoco es la habitación en casa del tío, es el cuarto de los niños en la casa paterna de Charenton… no, no el cuarto de los niños, el sótano; sí, estás en el sótano de la casa paterna, tú eres un niño, sólo has soñado que eras un adulto, un viejo y asqueroso vigilante en París, pero eres un niño y estás en el sótano de la casa paterna y fuera hay guerra y tú estás prisionero, enterrado y olvidado. ¿Por qué no vienen? ¿Por qué no me salvan? ¿Por qué reina este silencio sepulcral? ¿Dónde están los otros? Dios mío, ¿dónde están los otros? ¡No puedo vivir sin ellos!».
Estaba a punto de gritar. Quería gritar en el silencio esta frase de que no podía vivir sin los otros, tan grande era su angustia y tan desesperado el temor del niño canoso Jonathan Noel ante el abandono. Pero en el momento en que iba a gritar, obtuvo la respuesta. Oyó un ruido.
Un golpe. Muy tenue. Otro golpe. Y un tercero y un cuarto, arriba, en alguna parte. Y de pronto los golpes se convirtieron en un sonido de tambor, suave y regular, que fue adquiriendo más y más violencia hasta que al fin dejó de ser un tambor y se transformó en un rumor potente y denso y Jonathan reconoció en él el rumor de la lluvia.
Entonces la habitación recobró su aspecto y Jonathan vio en la manchita cuadrada y luminosa el cristal de la claraboya y distinguió en la penumbra los contornos de la habitación de hotel, el lavabo, la silla, la maleta, las paredes.
Aflojó la presión de las manos agarradas al colchón, dobló las piernas contra el pecho y las rodeó con los brazos. Así encogido permaneció mucho rato, quizá media hora o más, escuchando el rumor de la lluvia.
Entonces se levantó y se vistió. No necesitó encender la luz, pudo encontrarlo todo en la penumbra. Cogió maleta, abrigo y paraguas y abandonó la habitación. Bajó la escalera sin hacer ruido. El portero de noche dormía en la recepción. Jonathan pasó de puntillas por delante de él y pulsó muy brevemente, para no despertarlo, el botón que abría la puerta. Sonó un leve clic y la puerta se abrió. Jonathan salió al aire libre.
Fuera, en la calle, le envolvió la luz fresca y azul gris de la mañana. Ya no llovía. Sólo goteaba desde los tejados y los toldos, y había charcos en las aceras. Jonathan bajó hacia la rue de Sèvres. No se veía una sola persona ni un solo coche en ninguna parte. Las casas, silenciosas y modestas, ofrecían un aspecto de inocencia casi conmovedora. Era como si la lluvia les hubiera lavado el orgullo y el brillo de presunción y todo el aire de amenaza. Bajo los escaparates del supermercado del Bon Marché se deslizó un gato que desapareció entre los puestos del mercadillo de verdura vacíos. A la derecha, en el Square Boucicaut, los árboles crujían por la humedad. Un par de mirlos empezaron a silbar; el silbido rebotó contra las fachadas de los edificios y multiplicó el silencio que se cernía sobre la ciudad.
Jonathan cruzó la rue de Sèvres y entró en la rue du Bac para ir a su casa. Sus suelas mojadas chapoteaban a cada paso sobre el asfalto mojado. Es como ir descalzo, pensó, refiriéndose más al ruido que a la viscosa sensación de humedad en zapatos y calcetines. Le asaltó un gran deseo de quitarse los zapatos y los calcetines y seguir caminando descalzo, y si no lo hizo, fue por pereza y no porque le pareciera indecoroso. Pero chapoteó con insistencia en los charcos, pisándolos en el centro y corriendo en zigzag de charco en charco, incluso cambió una vez de acera porque vio en la otra un charco grande, muy bonito, y se metió en él y pisó fuerte, con las suelas de plano, para salpicar el escaparate de enfrente y los coches aparcados y sus propios pantalones; era muy divertido y gozó de esta pequeña travesura infantil como de una gran libertad reconquistada. Y todavía estaba muy alegre y animado cuando llegó a la rue de la Planche; entró en la casa, se escabulló por delante de la portería de Madame Rocard, cruzó el patio interior y subió la angosta escalera de servicio.
Al llegar arriba, sin embargo, muy cerca ya del sexto piso, volvió a inquietarle el final del camino: allí arriba esperaba la paloma, aquel animal horrible. Estaría sentada al fondo del pasillo con sus pies rojos, parecidos a garras, rodeada de excrementos y plumones volátiles, y esperaría, la paloma, con su temible ojo desnudo, y aletearía con estrépito, rozándole a él, Jonathan, con las alas; sería imposible esquivarla en la estrechez del pasillo…
Posó la maleta y se detuvo, aunque ya sólo le faltaban cinco escalones. No quería dar media vuelta. Sólo quería hacer una pequeña pausa de un minuto, tomar aliento y dejar que el corazón se le tranquilizara un poco antes de salvar el último tramo del camino.
Miró hacia atrás, siguiendo las espirales ovaladas de la barandilla hasta el fondo de la escalera, y vio en cada piso los rayos de luz que entraban lateralmente. La luz matutina había perdido el tono azulado y le pareció más amarilla y más cálida. Oyó salir de los pisos señoriales los primeros ruidos del despertar de la casa: el tintineo de tazas, el golpe amortiguado de una puerta de frigorífico, una suave música de radio. Y entonces penetró de repente en su nariz una fragancia conocida, la fragancia del café de Madame Lassalle; aspiró varias veces y fue como si bebiera el café. Cogió la maleta y continuó subiendo. De improviso, ya no sentía ningún miedo.
Cuando llegó al pasillo, vio enseguida dos cosas de un solo vistazo: la ventana cerrada y una bayeta puesta a secar sobre la taza de desagüe que había junto al retrete del piso. Aún no podía ver el fondo del pasillo, el bloque de luz cegadora de la ventana le cortaba la visión. Siguió avanzando, hasta cierto punto sin miedo, atravesó la luz y entró en la sombra.
El pasillo estaba completamente vacío. La paloma había desaparecido. Habían fregado las manchas del suelo. Ninguna plumita, ningún pequeño plumón sobre las baldosas rojas.
PATRICK SÜSKIND
, (Ansbach, Baviera, 26 de marzo de 1949) es un escritor y guionista de cine alemán.
Realizó estudios de Historia medieval y Moderna en la Universidad de Múnich y en Aix-en-Provence entre 1968-1974. En la década de 1980 trabajó como un guionista televisivo, para
Kir Royal
y
Monaco Franze
entre otros.
Su padre, Wilhelm Emanuel Süskind, fue escritor y traductor, trabajó durante largo tiempo en el periódico alemán
Süddeutsche Zeitung
. Su hermano mayor, Martin E. Süskind, es periodista.
Su primera obra fue un monólogo teatral titulado
El contrabajo
, estrenado en Múnich en 1981, que en la temporada 1984/85 ofreció 500 representaciones, convirtiéndose así en la pieza de teatro de idioma alemán con mayor duración en cartel y es hoy en día continuamente repuesta en teatros alemanes e internacionales. Pero su éxito llegó con su novela
El perfume
(1985), traducida a 46 lenguas, entre ellas el latín, rápidamente convertida en un
bestseller
con aproximadamente 15 millones de ejemplares vendidos y convertida en éxito cinematográfico del año 2006 por el director Tom Tykwer, después de que, tras 15 años de arduas negociaciones, Constantin Film asumiera los derechos y costes de desarrollo (aproximadamente unos 10 millones de euros). Otras obras suyas son:
La Paloma
(1988),
La historia del señor Sommer
(1991),
Un Combate y otros relatos
(1996).
Süskind rara vez concede entrevistas, no aparece en público y ha rechazado varios reconocimientos, como los premios de literatura
Gutenberg
,
Tukan
y
FAZ
. Tampoco acudió al estreno internacional de la versión cinematográfica de El Perfume en Munich. Existen muy pocas fotografías suyas, aunque en la película para televisión
Monaco Franze
hace un pequeño cambio en el noveno episodio. Debido a que rara vez concede entrevistas, no se sabe mucho de su vida personal.