Ahora vio a la paloma. Estaba sentada en el lado derecho a una distancia de un metro y medio, acurrucada en un rincón al fondo del pasillo. Había tan poca luz allí y la mirada de Jonathan en aquella dirección fue tan breve, que no pudo discernir si dormía o vigilaba, si tenía el ojo abierto o cerrado. Tampoco quería saberlo. Le habría gustado no haberla visto. En el libro sobre el mundo animal de los trópicos había leído una vez que ciertos animales, sobre todo el orangután, sólo atacan al hombre cuando éste les mira a los ojos; si hace caso omiso de ellos, le dejan en paz. Quizá podía aplicarse también a las palomas. En cualquier caso, Jonathan decidió comportarse como si la paloma no existiera o, por lo menos, no mirarla más.
Empujó lentamente la maleta hasta el pasillo, con mucho cuidado y lentitud, por entre las manchas verdes. Entonces abrió el paraguas, lo sostuvo con la mano izquierda delante del pecho y la cara como un escudo, salió al pasillo, vigilando todavía las manchas del suelo, y cerró la puerta tras de sí. A pesar de todos sus propósitos de comportarse como si nada ocurriera, volvió a acobardarse y el corazón le latió hasta el cuello, y cuando no pudo sacar enseguida la llave del bolsillo con sus dedos enguantados, empezó a temblar tanto por el nerviosismo, que el paraguas estuvo a punto de resbalarle, y cuando lo agarró con la mano derecha, para sujetarlo bien entre el hombro y la mejilla, la llave se le cayó al suelo, casi en medio de una mancha, y tuvo que agacharse para recogerla y cuando por fin la tuvo bien agarrada, su excitación era tal que no consiguió hasta el tercer intento de meterla en la cerradura y darle dos vueltas. En este momento tuvo la sensación de oír un aleteo a sus espaldas… ¿o era que había rozado la pared con el paraguas?… Pero entonces volvió a oírlo, con toda claridad, un corto y seco batir de alas, y el pánico se apoderó de él. Arrancó la llave de la cerradura, aferró la maleta y se alejó a toda prisa. El paraguas abierto rascaba la pared, la maleta golpeaba las otras habitaciones, en medio del pasillo le estorbaban el paso las hojas de la ventana abierta, se introdujo entre ellas como pudo, arrastrando el paraguas con tal violencia y torpeza, que la tela se desgarró, pero él no hizo caso, todo le daba igual, sólo quería irse lejos, lejos, lejos.
Hasta que llegó al descansillo no se detuvo un momento para cerrar el engorroso paraguas y mirar hacia atrás: los luminosos rayos del sol matutino entraban por la ventana y proyectaban un rectángulo de luz nítidamente perfilado en la penumbra del pasillo. Apenas podía atisbarse más allá, pero cuando guiñó los ojos y aguzó la vista, vio Jonathan que la paloma se separaba del rincón oscuro del fondo, daba unos pasos rápidos y tambaleantes y se posaba de nuevo, exactamente, delante de la puerta de su habitación.
Horrorizado, se volvió y bajó las escaleras. Estaba convencido de que no podría regresar jamás.
De peldaño a peldaño se fue tranquilizando. En el descansillo del segundo piso una súbita oleada de calor le recordó que aún llevaba puestos el abrigo, la bufanda y las botas de piel. Por las puertas de las cocinas de los apartamentos, que daban a la escalera interior, podían salir en cualquier momento criadas que iban a la compra o Monsieur Rigaud, para sacar afuera sus botellas de vino, o incluso Madame Lassalle, por cualquier motivo; Madame Lassalle se despertaba temprano, ahora ya estaba levantada, se olía el penetrante aroma de su café por toda la escalera y ahora abriría, por consiguiente, la puerta trasera de su cocina y vería ante ella en el descansillo a Jonathan, embozado para el invierno de la manera más grotesca en pleno sol de agosto… Una situación tan desagradable no podía resolverse pasando de largo, tendría que explicarse, pero ¿cómo? Tendría que inventar una mentira, pero ¿cuál? Para su actual aspecto no había ninguna explicación plausible. Sólo podían tomarle por loco. Quizás estaba loco.
Abrió la maleta, sacó de ella el par de zapatos y se despojó con rapidez de guantes, abrigo, bufanda y botas; se calzó los zapatos, arrebujó en la maleta bufanda, guantes y botas y se colgó el abrigo del brazo. Pensó que ahora su existencia volvía a estar justificada ante todo el mundo. En caso necesario siempre podría decir que llevaba la ropa a la lavandería y el abrigo de invierno a la tintorería. Notablemente aliviado, continuó bajando.
En el patio interior se encontró con la concierge, que en aquel momento metía en la casa en una carretilla los cubos de basura vacíos. Al instante se sintió descubierto y su paso se hizo vacilante. Ya no podía retroceder hasta la oscuridad de la escalera porque ella le había visto, tenía que seguir andando.
—Buenos días, Monsieur Noel —dijo ella mientras él pasaba por su lado con afectada energía.
—Buenos días, Madame Rocard —murmuró.
Nunca se decían nada más. Desde hacía diez años —el tiempo que ella llevaba en la casa—, él sólo murmuraba «Buenos días, Madame» y «Buenas tardes, Madame» y «Gracias, Madame», cuando le entregaba el correo. No porque tuviese nada en contra de ella, pues no era una persona desagradable. Era igual que su antecesora y la antecesora de ésta. Igual que todas las concierges: de edad indefinida, entre cuarenta y sesenta y pico años, arrastraba los pies al andar, como todas ellas, era de figura rechoncha y tez pálida y olía a moho. Cuando no entraba o sacaba los cubos de basura, limpiaba las escaleras o hacía sus compras a toda prisa, se sentaba bajo la luz de neón de su pequeña portería, en el pasillo entre la calle y el patio, y encendía el televisor, cosía, planchaba, cocinaba y se emborrachaba con vino tinto barato y vermut, también como todas las demás concierges. No, realmente no tenía nada contra ella, sólo tenía algo contra todas las concierges en general, pues eran, personas que a causa de su profesión observaban a los demás de forma permanente. Y Madame Rocard en particular le observaba a él, Jonathan, de forma permanente. Era totalmente imposible pasar por delante de Madame Rocard sin ser advertido por ella, aunque sólo fuera con la más breve de las ojeadas. Incluso cuando dormitaba en la silla de su portería —como solía hacer sobre todo en las primeras horas de la tarde y después de la cena—, bastaba el ligero chirrido de la puerta de entrada para despertarla unos segundos y permitirle atisbar a la persona que pasaba. Nadie en el mundo se fijaba tan a menudo y con tanta atención en Jonathan como Madame Rocard. No tenía ningún amigo. En el Banco pertenecía, por así decirlo, al inventario. Los clientes le consideraban un aditamento, no una persona. En el supermercado, en la calle, en el autobús (¡si alguna vez viajaba en autobús!), la multitud aseguraba su anonimato. Madame Rocard era la única que le conocía y reconocía a diario y le dedicaba por lo menos dos veces al día su descarada atención. Gracias a esto sabía detalles tan íntimos de su vida como: qué ropa llevaba; con qué frecuencia se cambiaba la camisa cada semana; si se había lavado el pelo; qué traía a casa para cenar; si recibía correo y de quién. Y aunque Jonathan, como ya se había dicho, no tenía ninguna objeción personal contra Madame Rocard, y aunque sabía muy bien que sus miradas indiscretas no se debían en absoluto a la curiosidad, sino a su sentido del deber profesional, siempre sentía que estas miradas se posaban en él como un reproche mudo y cada vez que pasaba por delante de Madame Rocard —incluso ahora, después de tantos años—, le invadía una cálida ola de indignación: ¿Por qué diablos me observa otra vez? ¿Por qué me somete de nuevo a examen? ¿Por qué no me deja por fin una sola vez mi integridad, haciendo caso omiso de mí? ¿Por qué son los seres humanos tan impertinentes?
Y como hoy se sentía especialmente sensible a causa de lo ocurrido y como creía llevar consigo, bien a la vista, lo miserable de su existencia en forma de una maleta y un abrigo de invierno, la mirada de Madame Rocard se le antojó especialmente dolorosa y sobre todo su saludo: «¡Buenos días, Monsieur Noel!», lleno de evidente sarcasmo y la ola de indignación que hasta ahora había sabido frenar siempre, creció de improviso, se hinchó hasta convertirse en franca cólera y le impulsó a hacer algo que no había hecho nunca: se detuvo cuando ya había pasado de largo frente a Madame Rocard, dejó la maleta en el suelo, puso encima el abrigo de invierno y se volvió; se volvió, absolutamente decidido a replicar de una vez por todas a la impertinencia de su mirada y de su saludo. Cuando se acercó a ella, aún no sabía qué decir o hacer; sólo sabía que haría o diría algo. La ola de indignación desbordada le condujo hasta ella, con una osadía sin límites.
Ella ya había descargado los cubos de basura y se disponía a volver a su portería cuando él la abordó, casi en el centro del patio. Ambos se detuvieron a medio metro de distancia uno de otro. Él no había visto nunca tan de cerca su palidez de gusano. La piel de los mofletes le pareció muy delicada, como de seda vieja y frágil, y en sus ojos, ojos pardos, ya no quedaba, a tan poca distancia, nada de su descarada impertinencia, sino más bien algo blando, casi una timidez de adolescente. Jonathan, sin embargo, no se dejó inmutar por estos detalles, que de hecho concordaban poco con la idea que se había formado de Madame Rocard. Se tocó la gorra, para dar a la escena un matiz oficial, y habló con voz bastante brusca:
—¡Madame! Tengo algo que decirle. —En este punto continuaba sin saber qué quería decir.
—¿Sí, Monsieur Noel? —dijo Madame Rocard, levantando la cabeza con una leve sacudida de la nuca.
Parece un pájaro, pensó Jonathan, un pajarito asustado. Y repitió la frase en tono cortante:
—Madame, debo decirle lo siguiente… —Y entonces oyó para su propio asombro la frase formada sin su intervención por su creciente cólera—: Delante de mi habitación se encuentra un pájaro, Madame —y enseguida, concretando—, una paloma, Madame. Está sentada sobre las baldosas, delante de mi habitación. —Y en este momento consiguió hacerse con las riendas de su discurso surgido, al parecer, de su subconsciente, e imprimirle cierta dirección al añadir, en tono explicativo—: Esta paloma, Madame, ya ha ensuciado con excrementos todo el pasillo del sexto piso.
Madame Rocard se apoyó en un pie y luego en otro, hundió un poco más la cabeza en la nuca y preguntó:
—¿De dónde ha venido la paloma, Monsieur?
—Lo ignoro —respondió Jonathan—, probablemente ha entrado por la ventana del pasillo, que está abierta. La ventana tiene que estar siempre cerrada. Así consta en el reglamento de la casa.
—Es probable que la haya abierto uno de los estudiantes —dijo Madame Rocard—, a causa del calor.
—Puede ser —asintió Jonathan—, pero aun así tiene que permanecer cerrada, sobre todo en verano cuando, durante una tormenta, puede golpearse y romperse. Ya pasó en el verano de 1962. Costó ciento cincuenta francos cambiar los cristales. Desde entonces consta en el reglamento de la casa que la ventana debe permanecer siempre cerrada.
Se daba perfecta cuenta de que su reiterada alusión al reglamento de la casa tenía algo de ridículo. Y no le interesaba en absoluto saber por dónde había entrado la paloma. Sobre la paloma no quería discutir más detalles, este horrible problema le concernía a él solo. Únicamente quería desahogarse a propósito de las miradas impertinentes de Madame Rocard, nada más, y esto ya lo había hecho con las primeras frases. Ahora la indignación había remitido. Ahora ya no sabía qué decir.
—Hay que ahuyentar a la paloma y cerrar la ventana —dijo Madame Rocard. Lo dijo como si fuera lo más sencillo del mundo y con ello todo volviera a sus cauces normales. Jonathan calló. Había sumergido la mirada en el fondo pardo de los ojos de ella y temió hundirse en él como en un pantano blando y marrón, por lo que tuvo que cerrar un segundo los ojos para salir, y carraspear para recuperar la voz.
—Es… —empezó y carraspeó otra vez— es que hay muchas manchas. Manchas verdes y también plumas. Ha ensuciado todo el pasillo. Éste es el principal problema.
—Naturalmente, Monsieur —asintió Madame Rocard—, hay que limpiar el pasillo. Pero antes es preciso ahuyentar a la paloma.
—Sí —dijo Jonathan—, sí, sí… —y pensó: «¿Qué quiere decir? ¿Qué pretende? ¿Por qué dice: es preciso ahuyentar a la paloma? ¿Acaso quiere decir que yo debo ahuyentarla?».
Y deseó no haberse atrevido nunca a dirigirse a Madame Rocard.
—Sí, sí —tartamudeó otra vez—, es… es preciso ahuyentarla. Yo… yo mismo lo habría hecho, pero no tenía tiempo. Debo apresurarme. Como ve, hoy me llevo la ropa sucia y el abrigo de invierno. He de llevar el abrigo a la tintorería y la ropa a la lavandería y después ir al trabajo. Tengo mucha prisa, Madame, y por esto no he podido ahuyentar a la paloma. Sólo quería informarla del hecho. Sobre todo por las manchas. La suciedad que representan las manchas en el pasillo es el problema principal, que infringe las normas de la casa. En el reglamento consta que pasillo, escalera y lavabo tienen que estar siempre limpios.
No recordaba haber pronunciado en su vida un discurso más torpe. Las mentiras le parecían burdamente manifiestas y la única verdad que debían encubrir, la de que él jamás habría podido ahuyentar a la paloma, sino que, por el contrario, hacía rato que la paloma le había ahuyentado a él, quedaba al descubierto de la manera más penosa; y aunque Madame Rocard no hubiese distinguido esta verdad en sus palabras, la tenía que haber leído ahora en su rostro, porque se sentía acalorado y notaba que la sangre le afluía a la cabeza y la vergüenza le encendía las mejillas.
Madame Rocard, sin embargo, fingió no percatarse de nada (¿o quizá no se percató realmente de nada?) y sólo dijo:
—Le agradezco el aviso, Monsieur. Me ocuparé del asunto en cuanto pueda. —Y, bajando la cabeza, describió un círculo alrededor de Jonathan, se escabulló hasta el retrete adosado a la portería y desapareció en su interior.
Jonathan la siguió con la mirada. Si había abrigado la menor esperanza de que alguien pudiera salvarle de la paloma, la visión descorazonadora de Madame Rocard desapareciendo en su retrete hizo desaparecer también esta esperanza. «No se ocupará de nada —pensó—, absolutamente de nada. ¿Y por qué habría de hacerlo? Sólo es una concierge y como tal está obligada a barrer la escalera y el pasillo y limpiar una vez por semana el retrete de la comunidad, pero no a ahuyentar a una paloma. Esta tarde sin falta se emborrachará con vermut y olvidará todo este asunto, si no lo ha olvidado ya…».
Jonathan llegó puntualmente al Banco a las ocho y cuarto, cinco minutos justos antes de que llegara el director adjunto, Monsieur Vilman, y la primera cajera, Madame Roques. Juntos, abrieron la entrada principal: Jonathan, la reja de tijera exterior, Madame Roques, la puerta exterior de cristal blindado y Monsieur Vilman, la interior. Entonces Jonathan y Monsieur Vilman desconectaron el dispositivo de alarma con sus llaves tubulares, Jonathan y Madame Roques abrieron la puerta cortafuegos de doble cerradura que conducía al sótano, Madame Roques y Monsieur Vilman desaparecieron en el sótano para abrir con sus llaves correspondientes la cámara acorazada, y Jonathan, que mientras tanto había guardado maleta, paraguas y abrigo de invierno en el armario que había junto al lavabo, se colocó ante la puerta interior de cristal para dejar entrar a los demás empleados, oprimiendo dos botones, uno de los cuales abría la puerta exterior de cristal blindado y el otro la interior por un sistema de compuertas eléctrico alterno. A las ocho y cuarenta y cinco minutos se había reunido todo el personal, cada uno ocupó su lugar tras las ventanillas, en la caja o en los despachos, y Jonathan salió del Banco para montar guardia fuera, en los escalones de mármol, ante la entrada principal. Su verdadero servicio había comenzado.