Este servicio no consistía en otra cosa desde hacía treinta años que en la permanencia de Jonathan ante el portal o en que patrullara a pasos mesurados por el inferior de los tres escalones de mármol, por las mañanas de nueve a una y por las tardes de las dos y media a la cinco y media. Hacia las nueve y media y entre las cuatro y media y las cinco se producía una pequeña interrupción, debida a la entrada y salida de la limusina negra de Monsieur Roedels, el director. Se trataba de abandonar el puesto en el escalón de mármol, recorrer a toda prisa unos doce metros de la fachada del Banco hasta la entrada del patio interior, empujar la pesada verja de acero, llevarse la mano a la gorra en un saludo respetuoso y dejar pasar la limusina. Algo parecido podía ocurrir a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde, cuando llegaba el vehículo azul blindado del «Servicio de Transporte de Valores Brink». Para él también debía abrirse la verja de acero y había que dedicar otro gesto de saludo a sus ocupantes, aunque no el respetuoso ademán de la palma al borde de la gorra, sino el más rápido, hecho con el índice, de un colega a otro. No pasaba nada más. Jonathan permanecía de pie, miraba con fijeza hacia delante y esperaba. A veces se miraba con fijeza los pies, otras miraba la acera, otras el café de la acera opuesta. A veces daba siete pasos hacia la izquierda y siete pasos a la derecha por el escalón inferior de mármol, o dejaba el escalón inferior y se colocaba en el segundo, y otras, cuando el sol quemaba con demasiada fuerza y el calor acumulaba el sudor en la badana de su gorra, subía incluso al tercer escalón, que estaba a la sombra del tejadillo del portal, para quedarse allí a vigilar y esperar, después de haberse quitado un momento la gorra y secado con el puño la frente húmeda.
Había calculado una vez que cuando se jubilara habría pasado setenta y cinco mil horas de pie en estos tres escalones de mármol. Sería con toda seguridad la persona que había permanecido más tiempo de pie en el mismo lugar de todo París, o quizá de toda Francia. Probablemente ya lo era, pues hasta la fecha había pasado cincuenta y cinco mil horas en los escalones de mármol. Había muy pocos vigilantes fijos en la ciudad. La mayoría de los Bancos estaban abonados a las llamadas agencias de vigilancia de edificios y colocaban ante sus puertas a unos tipos jóvenes de piernas separadas y aspecto ceñudo que a los pocos meses, o a menudo a las pocas semanas, eran relevados por otros tipos igualmente ceñudos, al parecer por motivos de psicología laboral: decían que la atención de un vigilante disminuía cuando estaba demasiado tiempo de servicio en el mismo lugar; su percepción de los sucesos del entorno se embotaba: se volvía perezoso, descuidado y, por lo tanto, inservible para sus tareas…
¡Tonterías! Jonathan opinaba de otro modo: la atención del vigilante disminuía al cabo de pocas horas. Desde el primer día no tomaba una nota consciente del entorno ni de los centenares de personas que entraban en el Banco, y tampoco era necesario, ya que de todos modos no se puede distinguir a un atracador de Bancos de un cliente. E incluso aunque el vigilante fuera capaz de ello y arremetiera contra el ladrón, éste le habría derribado y muerto a tiros mucho antes de que él pudiese abrir siquiera la funda de la pistola, porque el atracador tenía sobre el vigilante la ventaja insuperable de la sorpresa.
Como una esfinge —así lo creía Jonathan, que una vez había leído algo sobre esfinges en sus libros—, el vigilante era como una esfinge. Su efectividad no radicaba en la acción, sino en su simple presencia física. Ésta y sólo ésta se oponía al atracador potencial. «Tienes que pasar por delante de mí —dice la esfinge al profanador de sepulturas—, no puedo impedírtelo, pero tienes que pasar por delante de mí; y si te atreves a hacerlo, ¡la venganza de los dioses y de los manes del faraón caerá sobre ti!». Y el vigilante: «Tienes que pasar por delante de mí, no puedo impedírtelo, pero si te atreves a hacerlo, tendrás que matarme a tiros, ¡y la venganza de la justicia caerá sobre ti en forma de una condena por asesinato!».
Sin embargo, Jonathan sabía muy bien que la esfinge disponía de sanciones más efectivas que el vigilante. Este último no podía amenazar con la venganza de los dioses. Y aun en el caso de que el ladrón no diese importancia a las sanciones, la esfinge apenas corría peligro. Era de basalto, estaba esculpida en la piedra y fundida en bronce o protegida por gruesos muros. Sobrevivía sin esfuerzo a cualquier profanador de sepulturas en cinco mil años… mientras que el vigilante tenía que perder la vida a los cinco segundos de haberse iniciado un atraco. Y, no obstante, Jonathan encontraba que la esfinge y el vigilante se parecían, porque el poder de ambos no era instrumental, sino simbólico. Y con la única conciencia de este poder simbólico, que constituía todo su orgullo y toda su dignidad, que le daba fuerza y resistencia y que le hacía más invulnerable que la atención, el arma o el cristal a prueba de balas, Jonathan Noel permanecía en los escalones de mármol del Banco y montaba guardia desde hacía ya treinta años, sin miedo, sin dudas, sin el menor sentimiento de insatisfacción y sin expresión hosca, hasta el día de hoy.
Hoy, sin embargo, todo era diferente. Hoy todo quería impedir que Jonathan encontrase su serenidad de esfinge. A los pocos minutos ya empezó a sentir el peso de su cuerpo en una dolorosa presión sobre las plantas de los pies, se apoyó primero en uno y luego en el otro para distribuir el paso, y por este motivo dio un ligero traspiés que tuvo que compensar con pequeños pasos laterales para que su centro de gravedad, que siempre había mantenido en una vertical perfecta, no perdiera el equilibrio. También sintió un escozor repentino en los muslos, en los lados del pecho y en la nuca. Al cabo de un rato empezó a picarle la frente, igual que si la tuviera seca y áspera como a veces en invierno, pero ahora hacía calor, un calor excesivo incluso para las nueve y cuarto, su frente estaba húmeda como no solía estarlo hasta las once y media… le picaban los brazos, el pecho, la espalda, las piernas, le picaba toda la superficie de la piel y habría querido rascarse, furiosamente y sin tino, ¡pero un vigilante no debía rascarse nunca en público! Así que contuvo el aliento, sacó el pecho, encorvó la espalda para relajarla, levantó y hundió los hombros y se movió así desde dentro contra la ropa para procurarse alivio. Estos insólitos distendimientos y contracciones volvieron a provocar aquel tambaleo y pronto resultó que los pasitos laterales no eran suficientes para mantener el equilibrio, y Jonathan se vio obligado a renunciar, contra su costumbre, a la guardia estatuaria antes de que llegase la limusina de Monsieur Roedels hacia las diez y media y empezar a patrullar arriba y abajo, siete pasos hacia la izquierda y siete pasos hacia la derecha. Intentó fijar la mirada en el borde del segundo escalón de mármol, paseándola como un cochecito por un carril seguro, a fin de que esta imagen siempre igual del borde del escalón de mármol lograra con su insistente monotonía inspirarle la deseada serenidad de la esfinge que le haría olvidar el peso del cuerpo, la picazón de la piel y el general y singular desconcierto de cuerpo y espíritu. Pero todo fue inútil. El cochecito descarrilaba constantemente. A cada parpadeo se apartaba la mirada del condenado borde y se posaba en otras cosas: un trozo de periódico en la acera; un pie con calcetín azul; una espalda femenina; una cesta de la compra con pan en su interior; el pomo de la puerta de cristal exterior; el rombo luminoso del estanco frente al café; una bicicleta, un sombrero de paja, una cara… Y no conseguía fijar la vista en ninguna parte, concentrarse en un punto nuevo que le prestara apoyo y orientación. Apenas había enfocado el sombrero de paja, a su derecha, cuando un autobús atraía su mirada calle abajo, hacia la izquierda, y a los pocos metros la desviaba calle arriba un cabriolé deportivo blanco que circulaba a la derecha, donde entretanto había desaparecido el sombrero de paja… sus ojos lo buscaron en vano entre la multitud de transeúntes y la multitud de sombreros, se detuvieron en una rosa que oscilaba en un sombrero completamente distinto, se apartaron, volvieron a posarse por fin en el bordillo, pero tampoco esta vez pudieron descansar, y siguieron vagando, inquietos, de punto en punto, de mancha en mancha, de línea en línea… Era como si hoy hubiera en el aire una vibración de calor como las que sólo se conocen en las tardes más sofocantes de julio. Velos transparentes temblaban ante las cosas. Los contornos de las casas, de los tejados y de sus caballetes eran a la vez nítidos y difusos, como si tuvieran flecos. Los bordillos y los intersticios entre las baldosas de la acera —siempre como trazadas con una regla— serpenteaban en relucientes curvas. Y todas las mujeres parecían llevar hoy vestidos chillones, pasaban como llamas ardientes, atrayendo hacia ellas la mirada, pero sin retenerla. Nada estaba perfilado con claridad. Nada permitía fijar la vista. Todo vibraba.
Son mis ojos, pensó Jonathan. Me he vuelto miope de la noche a la mañana. Necesito gafas. De niño había tenido que llevar gafas, nada fuerte, sólo cero coma setenta y cinco dioptrías en ambos ojos, derecho e izquierdo. Era muy extraño que la miopía volviera a molestarle ahora, a sus años. Con la edad uno se vuelve más bien présbita, según había leído, y la miopía anterior remite. Quizá la suya no era una miopía corriente, sino algo que no se podía corregir con gafas: cataratas, glaucoma, desprendimiento de retina, un cáncer de ojo, un tumor cerebral que hacía presión sobre el nervio óptico…
Estaba tan ocupado con estos terribles pensamientos que no llegó a percibir un bocinazo corto y repetido. No lo oyó hasta la cuarta o quinta vez —ahora lo tocaban en tonos prolongados—; reaccionó y levantó la cabeza: ¡y allí estaba, efectivamente, la limusina negra de Monsieur Roedels ante la verja! Tocaron otra vez el claxon e incluso le hicieron señas, como si esperasen desde hacía varios minutos. ¡Ante la verja! ¡La limusina de Monsieur Roedels! ¿Cuándo le había pasado por alto su proximidad? Normalmente, no necesitaba ni mirar, intuía su llegada y oía el zumbido del motor; aunque hubiera estado dormido, se habría despertado como un perro al acercarse la limusina de Monsieur Roedels.
No sólo se apresuró, sino que se precipitó hacia la entrada —a punto estuvo de caerse por la prisa—, abrió la verja, se apartó y saludó con el corazón palpitante y un temblor en la mano que tocaba la visera de la gorra.
Cuando se dirigió de nuevo a la entrada principal, después de cerrar la verja, estaba bañado en sudor. «Te ha pasado por alto la limusina de Monsieur Roedels —murmuró voz desesperada y trémula, y repitió, como si él mismo no pudiera creérselo—: Te ha pasado por alto la limusina de Monsieur Roedels… no la has visto, has fallado, has descuidado gravemente tu deber, no sólo eres ciego, sino sordo, estás viejo y caduco, no sirves para vigilante».
Llegó al escalón inferior de mármol, se subió a él y trató de adoptar su postura. Enseguida se dio cuenta de que no lo conseguía. Los hombros ya no querían mantenerse erguidos, los brazos se balanceaban junto a las costuras de los pantalones. Sabía que en este momento ofrecía un aspecto ridículo y no podía hacer nada para evitado. Lleno de silenciosa desesperación, miró la acera, la calle y el café de enfrente. La vibración del aire había cesado. Las cosas volvían a estar en su sitio, las líneas eran rectas, el mundo estaba claro ante sus ojos. Oyó el ruido del tráfico, el silbido de las puertas del autobús, los gritos de los camareros del café, el taconeo de los zapatos femeninos. Ni su visión ni su oído sufrían el menor deterioro, pero el sudor le bajaba a chorros por la frente. Se sentía débil. Dio media vuelta, subió al segundo escalón, subió al tercero y se situó en la sombra, delante mismo de la columna, al lado de la puerta exterior de cristal. Juntó las manos en la espalda, de modo que tocaron la columna, y entonces se dejó caer despacio contra las propias manos y contra la columna, apoyándose por primera vez en sus treinta años de servicio. Y durante unos segundos, cerró los ojos. Tan grande era su vergüenza.
A la hora de almorzar sacó del armario la maleta, el abrigo y el paraguas y se dirigió a la cercana rue Saint-Placide, donde se hallaba un pequeño hotel ocupado principalmente por estudiantes y trabajadores extranjeros. Pidió la habitación más barata, le ofrecieron una de cincuenta y cinco francos, la reservó sin verla, pagó por adelantado y dejó el equipaje en la recepción. Compró en un quiosco dos roscas de pasas y una bolsa de leche y se fue al Square Boucicaut, un pequeño parque frente a los almacenes Bon Marché. Allí se sentó a la sombra en un banco y comió.
Dos bancos más allá se acurrucaba un clochard. El clochard tenía una botella de vino entre los muslos, media baguette en la mano y, a su lado, sobre el banco, una bolsa de sardinas ahumadas. Sacaba las sardinas de la bolsa por la cola, una después de otra, les mordía la cabeza, la escupía y se metía el resto entero en la boca. Por último, un trozo de pan, un gran trago de la botella y un suspiro de satisfacción. Jonathan conocía al hombre. En invierno se sentaba siempre en la entrada de mercancías de los almacenes, sobre el enrejado de la calefacción; y en verano, ante las tiendas de la rue de Sèvres o en el portal de la Misión extranjera o junto a la estafeta de Correos. Vivía en el barrio desde hacía décadas, tanto tiempo como Jonathan. Y Jonathan recordó que cuando le vio por primera vez, treinta años atrás, sintió que le dominaba una especie de envidia rabiosa, envidia de la despreocupación con que este hombre llevaba su existencia. Mientras Jonathan entraba de servicio todos los días a las nueve en punto, el clochard no aparecía hasta las diez o las once; mientras Jonathan tenía que permanecer de pie y en posición de firmes, el clochard se repantigaba cómodamente sobre un pedazo de cartón y fumaba; mientras Jonathan vigilaba un Banco, exponiendo la propia vida, hora tras hora, días tras día y año tras año, ganándose duramente el sustento con esta actividad, este tipo no hacía nada más que fiarse de la compasión y solidaridad de sus semejantes, que le echaban dinero en la gorra. Y nunca parecía estar de mal humor, ni siquiera cuando la gorra se quedaba vacía, nunca parecía sufrir ni enfadarse ni siquiera aburrirse. Siempre emanaba de él una seguridad en sí mismo y una complacencia indignantes, el aura de la libertad, provocativamente exhibida.
Una vez, sin embargo, a mediados de los años sesenta, en otoño, cuando Jonathan iba a la estafeta de la rue Dupin, estuvo a punto de tropezar en la entrada con una botella de vino colocada sobre el pedazo de cartón, junto a una bolsa de plástico y la conocida gorra con un par de monedas en el interior, y buscó por un momento, involuntariamente, al clochard, no porque le echara de menos como persona, sino porque faltaba el punto central en el bodegón de botella, cartón y bolsa… y entonces le vio en el lado opuesto de la calle, en cuclillas entre dos coches aparcados, y vio cómo hacía sus necesidades: estaba agachado cerca del bordillo, con los pantalones bajados hasta las rodillas y el trasero vuelto hacia Jonathan; tenía el trasero completamente al descubierto, pasaban transeúntes por el lado, todos podían verlo: un trasero blanco como la harina, salpicado de manchas azules y costras rojizas, de aspecto tan desollado como el de un anciano confinado en la cama, aunque el hombre no era más viejo que el propio Jonathan entonces, tal vez tenía treinta o treinta y cinco años como máximo. Y de aquel trasero desollado salió despedido contra los adoquines un chorro de líquido marrón y grumoso con violencia y en cantidad increíble, se formó un charco, un lago que rodeó los pies y ensució con las salpicaduras lanzadas hacia abajo y hacia arriba calcetines, tobillos, pantalones, camisa, todo…